viernes, 23 de septiembre de 2011

El insoportable peso de la incoherencia intelectual (2): al César lo que es del César...




Como nos cuenta Tólstoi en su Confesión, la ansiedad que se apodera de él en su marha tras la pureza absoluta (o auténtica sabiduría) se originaba en su incapacidad para autolimitarse a ser un simple sirviente incondicional de Dios (en principio en los términos definidos por sus interpretes institucionales). Y esto sólo puede entenderse como un deseo inconfesable e incongruente de suplantar al Dios que se aspira a servir. Se reproduce aquí el ritual del antropófago que pretende hacerse con el poder de su enemigo comiéndose su corazón o su cerebro, e incluso el acto del depredador primitivo cuando daba muerte a los animales más poderosos con los que se medía, no necesariamente para alimentarse, y de cuya fuerza pretendía de ese modo apropiarse. Dios es la imagen sublimada del hombre, y por ello se intercambia al creador y al creado conjeturando que fue el hombre el que habría sido creado a Su imagen y semejanza.

Lo que se da a Dios (sea por parte del César, sea por sus súbditos piadosos) es la carga de la omnipotencia, algunas veces sentida firme y real y muchísimas más (sobre todo cuando se deja uno llevar por los deseos y los sueños de dominación) frustrada luego, hasta tornarse insoportable y de ese modo algo que se desearía castrar; vislumbrándose entonces desde las asunción de una sumisión absoluta (a la manera de Abraham, el personaje del Antiguo Testamento) hasta la de quitarse la vida o en todo caso arriesgarla o desgastarla in extremis (por ejemplo, a la manera del personaje Kressler de Papini en Una muerte mental -El piloto ciego-, aunque maneras de hacerlo hay y se hallarán incontables).

Lo que más insoportable le resultaba en realidad a Tólstoi, como él mismo confiesa es la conciencia del absurdo de la que nos hablará Camus un siglo después recuperando y extendiendo las preocupaciones de los herederos frustrados de la modernidad. Y ello más allá de los estereotipos y lugares comunes en los que cae al intentar hallar refugio en la religión; siguiendo el camino de la adopción formal y visible. Esa molestia esconde igualmente una "rebeldía" (explícita en Camus) que reafirma el hecho de que lo que se pretendía era alcanzar una conciencia del absoluto a la que se atribuiría el don de la tranquilidad, de la paz, de la satisfacción plenas. Y ello sólo revela un espíritu ávido de poseerlo todo como corresponde al más obsesivo de los tiranos, siempre dispuesto a caer en manos del diablo para conseguir para sí las "veinticuatro patas" que Fausto (Goethe) valorara sin tapujos como expresión de un poder siempre insuficiente, siempre deseoso de alcanzar una cota mayor, es decir, el poder representado por el propio Dios. Sin duda, una curiosa alianza, a primera vista contradictoria, obviamente hipócrita, pero demasiado humana para negarla. (1)

No obstante, Tólstoi se detiene al borde de la locura. La racionalidad en la que se ha conformado se lo impide. Ella lo lleva a reconocer que nunca podrá llegar a ser algo semejante a un dios y al fragor de la frustración se encamina en la dirección opuesta: intenta por fin renunciar a la omnipotencia propia y a someterse... y busca a Dios mediante la ritualización que se lo permita.

¡Y sin embargo, Tólstoi descubrirá que ese camino lleva a la pérdida de aquello que más valora y a lo que otorgaba signo de divinidad, de superioridad. Como sucede desde Sócrates y la fundación del espacio filosófico, la pureza del alma parece asociada indisolublemente a liberación de toda incongruencia, a una moral sin contradicciones, sin preguntas ambiguas o ausentes de respuesta, o con respuestas simplemente asumidas ad hoc; a eso que se llama lucidez, como Camus reitera bajo la denominación de "una conciencia atenta"! En definitiva: la renuncia a la omnipotencia humana y el consiguiente reconocimiento de la divina en un más allá inaccesible y oscuro, obliga al hombre a animalizarse, a perder su superioridad, incluso a perder su salvajismo, a volverse, en fin, un animal doméstico, a ser las patas adicionales de Otro. (2)

Una combinación que a priori parece aceptable es la solución cristiana: la asunción racional del dogma da más juego al pensamiento humano que la simple y utópica obediencia a La Ley sin discusión, como pretende la propuesta mosaica. El dogma (que convive con la filosofía y nace en oposición a la Tradición, esto es, contra la legitimación levítica de Isra-el) permite, contempla, abriga compasivamente, la realización de una cierta práctica reflexiva (una filosofía... la escolástica... a cuyo tribunal se somete en apariencia para que le dé una validez absoluta). En ese sentido, el dogma reconoce La Razón como la facultad más elevada del hombre y más distintiva... siempre y cuando sea una razón para justificar a Dios, a su servicio proselitista. El dogma puede incluso convivir con la duda siempre que esta se limite a las incongruencias que contengan las fantasías religiosas, que se dedique a limarlas, como hizo la escolástica y en especial Tomás de Aquino para conciliar la razón con la iconografía simbólica tomada como realidad misteriosa e inexplicable (Agamben hace un interesante relato de las discusiones escolásticas que surgen en torno al Día del Juicio Final y las contradicciones que provocan los intentos racionalistas al querer conciliar el realismo con la promesa de retorno a la vida para los justos que debe ser entendida como Real -véase Agamben, Lo abierto-). (3)

El drama de Tólstoi lo que sintió igualmente en carne propia Kierkegard al descubrirse incapaz de "simplemente obedecer a La Ley" a la manera del ejemplarísimo Abraham... (el mito bíblico narra la aceptación sumisa por parte de Abraham del encaprichamiento divino o juego cruel al que Dios lo somete como su siervo para probar el alcance de su fe, lo que se manifiesta en la orden irracional -y aceptada como inescrutable- de sacrificar al hijo que Él mismo le regalara tras una espera agotadora); algo que, por otra parte, ninguno de los sacerdotes judíos que pergeñaran ese pasaje bíblico, se le habría ocurrido pedirle a nadie en términos efectivos. El lenguaje del Antiguo Testamento es alegórico (véase Mary Douglas, El Levítico como literatura) que no deja lugar a la discusión, que se remite sólo a La Tradición y no a La Razón (Mary Douglas da el ejemplo del padre que prohibe al hijo tocar algo "porque sí" y "sin más" y que sigue reproduciéndose y multiplicándose hasta nuestros días en la educación cotidiana de nuestros niños). Lo que se se habría pretendido con la alegoría, en realidad, debió ser construir precisamente un caso inimitable, el caso de un santo que por definición no podía ser imitado sino tan sólo venerado por los mortales corrientes, un ejemplo al que en todo caso habría que aproximarse, con el que se identificara el ideal y en todo caso la autoridad del guía, estandarte de carne y hueso, encarnación vislumbrable del invisible Dios en el que se debía creer justamente por haber sido reconocido de esa forma y hasta ese punto por un hombre dignificado que de otro modo no habría podido llegar tan lejos de no ser santo y creyente. Una referencia mítica. Y, como tal, un típico enredo educativo y proveedor de identidad judía propia del lenguaje levítico (se trata en buena medida esta cuestión para Mary Douglas, ibíd.) y en todo caso del de la Antigüedad. "Ejemplo" del que, sin embargo, Kierkegard hará una lectura racionalista y moralista, es decir, una lectura cristiana (Kierkegard, Temor y temblor), algo que nos brinda otra faceta del conflicto del hombre reflexivo en la que nos detendremos. (4)

En efecto, la figura de Abraham tiene una faceta paralela de la que podemos sacar partido para comprender a los intelectuales, filósofos y hombre reflexivos en general. Abraham es un ejemplo de un individuo que logra dejar de pensar por sí mismo para someterse, pura, explícita y absolutamente a una colectividad (mediante la adopción de sus mitos, dogmas o reglas de conducta) por muy absurda o poco fundamentada racionalmente que se encuentre instituida, se conserve y justifique su supervivencia; la colectividad que se funde con su identificación con un Dios y unos preceptos morales o de conducta inscritos en su culto, un Dios como el que define los marcos de lo bueno y lo malo, de la continuidad o no en ella (La Alianza en el caso que nos ocupa). Una comunidad, a fin de cuentas, del estilo del Gran Hormiguero Humano descrita en 1984 en otros términos igualmente alegóricos, como en buena medida es fácil equiparar a la Unión Soviética o a la Kampuchea Democrática. Es decir, una maquinaria (social) donde globalmente impera el absurdo, la insensatez y el capricho inexplicable (e inescrutable so penalización extrema) conducente al caos, mientras sin embargo se crean y mantienen unas islas interiores aisladas, de racionalidad extrema, bastante autorregulados y autónomos respecto del resto (el Partido, el complejo militar secreto, los sistemas educativos, la policía, los correos, el ejército en guerra...), que se reviste a sí misma, mediante la ocultación y la acomodación pragmática a las circunstancias inmediatas, de imbatible, eterna, absoluta, inconmovible e inconmensurable... La colectividad definida como tal por la propia Ley (autolegitimada so pena de caer fuera del mundo) y la propia narrativa simbólica (lo que se consigue por oposición a los demás grupos sobre la base de un proceso de adopción de "lo contrario" y "lo notable", lo que puede ser "exclusivo" y "visible", lo que aparezca como "vacante" o "sin dueño"). Se trata de un fenómeno antropológico que ha sido mostrado acertadamente por Mary Douglas como identificación "contra todo lo demás" o realizada por medio de la negación o la oposición (Estilos de pensar), y a cuya panacea los opresores de todos los tiempos (y fundadores de mitos y regímenes) han apelado (entre los inventos de tal índole más próximos a nosotros y más ampulosos debemos incluir inventos tacticistas, de inmejorable factura burocrática, como la Alianza de civilizaciones y la Ley de la Memoria Histórica). (5)

Al intentar interpretarlo con un criterio racionalista, tanto Kierkegard como Tóstoi recaen en la desesperación, comprobándose que un ser humano cuanto más reflexivo es más en las antípodas está de lo que pretende: ser divino, dar pasos en esa dirección donde el poder se hace absoluto y donde, de ese modo, se comprendería el sentido de la autoconciencia y cesaría la angustia y la vivencia del absurdo. Como señala Camus: "La impotencia nunca ha inspirado acordes tan conmovedores como los de Kierkegard" (El mito de Sísifo). Se trata de la impotencia que se desearía asumir por entero (y es de igual índole que el deseo expresado de Tóstoi)... pero que no se consigue asumir, por lo que se sufre sin escapar de la angustia, sin dar "el salto", incluso retrocediendo espantado y huérfano, vedado el acceso por obra de lo que se supone más divino y más diabólico, "la conciencia atenta", a fin de cuentas... un castigo que una y otra vez expulsa a los hombres reflexivos del Paraíso... por no poder dejar de pensar (de tributar a "la nostalgia" que "es más fuerte que la ciencia" -Camus, ibíd.-... ya que en realidad esta ha sido igualmente determinada por aquella), por no poder dejar de ansiar hacerse con el árbol del conocimiento refundado de la greicidad y de nuevo de la modernidad. "Curarse es su deseo frenético", como dice también Camus en referencia a Kierkegard, pudiendo aplicársele igualmente a Tólstoi y a toda la intelectualidad occidental, creyente en La Razón.

No estamos ante un descubrimiento nunca visto hasta ahora. Aunque sí sucesivamente dejado de lado, no afrontado e incluso olvidado. El problema específico del hombre reflexivo, del pensador o si se quiere del intelectual había sido bien enmarcado muchas veces. Kant señala al respecto:
"El hombre reflexivo siente una desazón (desconocida por el que no lo es) que puede dar lugar a la desmoralización. Se trata del descontento con la Providencia que rige la marcha del mundo en su conjunto, cuando se pone a calcular los males que afligen al género humano con tanta frecuencia y -a lo que parece- sin esperanza de una mejora." (Probable inicio de la historia humana, en "Qué es la Ilustración", Alianza Editorial, Libro de bolsillo, Madrid, 2007, pág. 174)
Pero hasta ahora no se ha explicado el por qué de todos esos fenómenos: el por qué y la historia o genealogía de esa diferencia idiosincrásica señalada (entre intelectualidad y los demás, pueblo llano pero también sus dirigentes viscerales); causas de unas y otros o de su conformación, motivaciones reales de esa supuesta empatía y sensibilidad así como de su ausencia aparente; etc.
autopunición.

Para llegar a la raíz, debemos tomar en cuenta algo que está más allá de lo meramente psicológico (admisible hoy incluso desde una óptica socrático-cristiana que impulsa la "superación").

Que se abrace el Dogma y la Fe en la Verdad Revelada (fe que expresa una previa necesidad reflejada en la imagen que se construye de la propia experiencia como trascendental -como, por ejemplo, Voegelin dice en sus intercambios epistolares con Strauss-) en contraste y oposición al materialismo marxista o relativista, tiene razones de ser identitarias más que de fondo (ese fondo no pasa de ser "construido", como diría Goodman -Maneras de hacer mundos- sin que nos llegue a explicar empero la dinámica real que subyace tras esa construcción... de algún modo dada en un sentido que se contradiría con su propia tesis). Cuando se alza la Moral Cristiana contra el Cálculo Frío de los Comunistas se reproduce la alternativa de Dios en lucha con Diablo y poco más (lo que da lugar a la construcción de nuevos edificios racionalistas a cual más rocambolesco en sus intentos de conciliar la función nueva con el dogma antiguo). Sin embargo, la elección encierra algo aún más sustancial: en realidad, el Dogma Teista combate la supuesta pretensión que le atribuye al oponente de reemplazar a Dios por la divinidad humana, de apropiarse de la omnipotencia que le correspondería a Dios. En la lucha entre izquierdas laicas y derechas religiosas, lo que vuelve a tomar cuerpo es la imposibilidad humana para encontrar un lugar satisfactorio desde el punto de vista del sentido de su existencia como seres autoconscientes. La autoconciencia impone un estado de inestabilidad existencial que se mueve entre la certeza del propio poder (omnipotencia) hasta la entrega tendencial a las fuerzas de lo incomprensible (Dios, como animal doméstico; el instinto, como animal salvaje). Y como bien supo ver Kant, no es algo que afecte a todos los hombres por igual.

Estamos nuevamente ante el problema de la reflexión como problema específicamente intelectual, donde el problema humano de la conciencia es particular o fundamentalmente vivido por aquellos individuos que engarzan en el mundo en calidad de pensadores, de seres cuya reflexividad se convierte o más bien se conforma como el arma decisiva de su supervivencia. Sea esto por las causas combinadas que sea (genéticas, sociales, históricas... y hasta coyunturales), a quienes el rol adoptado, nunca del todo voluntariamente, les impone una actividad (o la elección y la conservación de una actividad) determinada, la cual, a su vez, los obliga a respetar y/o intentar modificar ciertas reglas más o menos ineludibles, como la de reproducir los rituales adoptados y construir discursos y narrativas coherentes, la de adivinar o la de calcular, cosas que a su vez retroalimentan las idiosincrasias específicas y consolidan los roles respectivos.

Toda la historia humana puede leerse desde este enfoque, en particular la inflexión que indudablemente aconteció el "día" (en el entorno de un tiempo) en que se legitimó la Filosofía como espacio separado del de los Reyes, hasta ese tiempo, sabios y decisivos, portadores de la Ley, la Verdad y la Justicia en una unidad (véase Michel Foucault, El orden del discurso)

Este problema, específica y demarcatoriamente occidental, da lugar a la formación de un estamento socio-profesional y a una práctica, la filosófica (que no la científica que se separará de ella luego mediante un proceso de inflexión menor -por estar incluso- pero igualmente significativo) que, desde su institucionalización en sentido estricto en el marco de la greicidad donde se constituye como espacio capaz de justificar el rol y su práctica, va adentrándose en su propia decadencia y ruina posmoderna hasta negarse cada vez más por ausencia de lugar para el ejercicio de un rol perimido (en un sentido objetivo y no como valoración). Decadencia y ruina con las que en germen nace en tanto pretende ocultarse a todos y a sí mismos sus pretensiones tiránicas y defender un método a la postre utópico: la recepción del poder absoluto en nombre de una semidivinidad imaginaria (la que se basa en que

Un fenómeno que en su dimensión humana global y en última instancia, nace y evoluciona (no siempre hasta sus últimas consecuencias) a lo largo de un proceso de lenta maduración a partir de la entrada del hombre en la era de su fragmentación social, donde se instituyen las primeras formas de domesticación de unos hombres por otros. Proceso en el que se cae necesariamente gracias a dos cosas: la omnipotencia innata e instintiva y la creatividad que se deriva de su aplicación, proceso que puesto en marcha sólo podrá realimentarse, reproducirse, consolidarse siguiendo las leyes de la evolución y adaptación tal y como hoy deben comprenderse.

Así, la autovaloración que hacen los intelectuales de su carácter y rol semidivinos es equivalente a la autodivinización en la que caían los tiranos clásicos desde los reyes más "sabios" -allí donde y cuando el rey y el sabio se reunían en una única persona- hasta las expresiones más extremas de la simple fuerza bruta. Estar "por encima" de los demás hombres, un fenómeno que no puede producirse ni se produjo jamás sin un cierto grado de concenso generalizado, al menos el mínimo necesario para consolidar una conquista y un sometimiento de unos sobre otros (camarilla, liderazgo consentido...), parecía confirmar que se trataba de unos hombres muy cercanos a los dioses. Los débiles eran los primeros en reconocerlo y en contribuir así a cimentar esa autoestima perturbadora para todos. Y de ahí a sentir que ello les daba derecho a unos honores o a entender que ello era la contrapartida justa que tal rol les confería, sólo había un paso: soportarlo lo hacía creíble, como apuntaría Kant.

Está más que visto y admitido que el punto de vista socrático-cristiano atribuye a la carne (y por extensión a la mundaneidad) un enorme e irresistible poder corruptor del alma o el espíritu, es decir, lo propiamente divino sustancialmente hablando. Sin embargo no podemos quedarnos sin intentar comprender algo más que un galimatías invitando a la penitencia, a la autocondena sin remedio, a la muerte en vida que a fin de cuentas significaría la consagración absoluta a Dios... por la vía de la autoestigmatización tolstoiana o la resignación kiergegardiana que se recrean sobre la base psicológica de quien sufre y lamenta la impotencia de no ser más que un hombre, y ello sin atreverse a comprenderlo o a asumirlo hasta las últimas consecuencias. Pero no se trata de una condena que se remontaría al pecado original. Se trata sólo de un fenómeno derivado directamente de la autoconciencia, un fenómeno por tanto... "demasiado humano" (y "natural") que por tanto no puede ser entendido sino como una emergencia surgida de resultas de la larga historia precedente y de las dependencias naturales sucesivas que la fueron definiendo. Y esto, a su vez, pone unos límites que no sólo derrumban las alusiones idealistas, platónicas, metafísicas (¡o filosóficas!), sino la propia idea subyacente de que la divinización es de uno u otro modo alcanzable por "el hombre" y que ella está vinculada a esa facultad en particular que exhiben los más reflexivos a costa de todas las demás (la astucia, por ejemplo, y la intuición...) menos pretensiosas en cuanto a los alcances de la capacidad imperfecta de cálculo y siempre entrelazadas las unas con las otras en un ser que crea o inventa para conservarse y nada más... aunque a veces se extralimite con todo tipo de consecuencias imprevisibles y hasta nefastas.

Se trata de algo que ha sido producido de esa forma y ha dado de sí todo lo demás, todo eso que llamamos mundo que tras cada instancia pesa más. ¿Reclamo así una especie de "realismo"? (6)

Tal vez... Uno, a fin de cuentas, es lo que es.


* * *


Notas:

(1) El paralelo entre intelectuales y tiranos repugna instintivamente al intelectual medio y es lisa y llanamente negada a priori sobre la base de su mediocridad e hipocresía. He tratado este tema varias veces con referencia a Nietzsche, que dejara buen registro del fenómeno, aunque sin completar la descripción de su dinámica, la cual no es sino una expresión más de la conducta "demasiado humana" que se repudia por "demasiado animal".

Esta cuestión ha sido objeto de estudio y de debate (aún no del todo radicales), como se aprecia en torno al Hierón de Jenofonte, en el estudio del mismo por Leo Strauss (Sobre la tiranía) y en los debates que suscitó este texto con Kojeve y Voegelin, donde el discípulo de Sócrates pone en escena un diálogo que enfrenta a un tirano visceral con un filósofo al que le pide consejo para sobrevellar el rol asumido. En su comentario, Kojeve reconoce el común deseo de obtener honores que asiste a ambos y que sin duda es un punto en común que sin embargo será resuelto de un modo diferente por cada cual.

(2) Este punto es una de las piezas clave de mis tesis: los no-intelectuales a diferencia de los intelectuales pueden seguir fácilmente esas sendas de adopción de rituales y de mitos sin preocupación por la existencia de contradicciones discursivas/narrativas. Esta preocupación se manifiesta como casi obsesiva en el intelectual que filosofa, en el filósofo, en el individuo que se siente obligado por una u otra causa a dar cuenta del mundo para conservarlo y curar sus supuestas enfermedades o para revolucionarlo y extirparlas.

(3) Agamben señala que el "reconocerse hombre" que sería distintivo de la autoadjudicación instituyente según Lineo, impondría... Sin duda, el símbolo etiqueta con fines identitarios y en este sentido sin duda hay un artificio ("máquina") cultural
instituyente: ¡justamente por eso es inextirpable y ni siquiera autoreprimible... salvo en el marco de la dominación u opresión en el cual impera la hipocresía y el angaño, es decir, la apariencia oportunista, o en todo caso la represión. El problema que representa la emergencia de la omnipotencia humana como resultado de la actividad consciente (que necesita creerse capaz de todo y avanzar en la consecución de su pulsión aún a costa de frustrarse y reponerse de la frustración) es que no es ni extirpable ni reprimible a la vez que es irrealizable, la condena es trágica, el resultado ruinoso, caótico, colapsante... Las esperanzas se pueden poner en la educación o en la represión o en una combinación de ambas... y todo intento esconderá siempre el dejar en manos de algunos el ejercicio de la hipocresía, en otros el autoengaño, en la mayoría el silencio y la práctica solapada del subterfugio (el echa la ley, echo el engaño). Lo que sucede no es que se sea semidivino ni semianimal, sino que se es superanimal.

(4) Kierkegard (con un claro carácter herético desde el enfoque de la institución establecida, a la que se acusará otra vez de mentirosa y desconcertante -en esto se puede ver un significativo paralelismo con relación a los marxistas consecuentes y las experiencias comunistas institucionales), dando por real la figura de Abraham que da la Biblia, se reconoce incapaz de imitar a quien sólo puede ser un personaje de ficción de una moraleja, inventado con fines identitarios (para la fundación del pueblo que rompe con El, o Isra-el; véase más al respecto en mi nota 5): "no soy capaz", dice, "de...." (Temor y temblor). Su conducta débil o de segundo orden ante la fe que no osa poner en duda y en cierto modo, parece desear haberlo podido evitar, es decir, haber sido capaz de la conducta que indiscutiblemente admira en Abraham (un personaje sin duda simbólico e identirario al que, por fe, da por un ser humano vivo en su época... pero ¡ya hoy irreproducible!). El ejemplo de Abraham, que considera imposible de seguir por sí mismo (y de hecho no ve reproducible en el presente), sólo puede ser considerado "un caso particular" de "santidad" que sin embargo soporta el acompañamiento inconsecuente de fieles de segundo orden, pecaminosos, débiles, inseguros, inestables, confusos... La propia jerarquía es expresión de más inconsecuencia que muchos "caballeros de la fe". Sin embargo, el ideal de conducta sigue siendo referencial, y lo que propone en el límite no es ni más ni menos que un abandono de la omnipotencia humana, un reconocimiento de la impotencia propia, de la subordinación de toda acción a los designios divinos. No se trata pues sólo de rellenar los huecos que deja "la descripción humana de la realidad" mediante referencias metafísicas de diverso orden, sino de anular idealmente (o en todo lo posible) esa "falsa" convicción que despierta en el hombre debido a su conciencia y a su capacidad creativa. Sin duda, siendo esta última limitada, siendo frustrante no poder ser igual al Dios que por fin se construye como proyección del deseo, cabe cedérselo todo, incluyendo la facultad más o menos aparente, más o menos cierta (en tanto artículo de fe colateral), del libre albedrío cuya aplicación sólo será finalmente juzgada (se deja para que no se ejerza, se deja con la misma crueldad paternalista con la que se deja a Abraham sufrir durante todo el camino hasta el monte).

(5) El carácter de personaje construido en función del mensaje bíblico es racionalmente evidente. Abraham no puede existir ni pudo existir como persona de carne y hueso y del mismo modo que el Dios de Isra-el componen la conjetura identitaria de un "pueblo" que se funda en la idea de un tipo particular de Dios y un tipo particular de conducta humana legítima y sagrada. Son ambos elementos de esa fundación identitaria de la que Mary Douglas dio tan buenas pautas en relación al Levítico. Esa conducta ejemplar propone un abandono absoluto de la propia omnipotencia que es enteramente cedida a Dios, al que hay que obedecer ciegamente, sin comprender, y al que (a la vez) se lo inviste de Instructor Principal o Máximo: con la conducta por fin puramente educativa, paternalista-patriarcal, benevolente y cariñosa para con sus siervos obedientes, Dios acaba por ser digno de confianza y de amor; lo que constituye el final de la lección o del mensaje capaz de reforzar la identidad de un pueblo. ¡Estareis siempre a prueba so pena de ser expulsados del grupo y de los objetivos que este promete alcanzar para todos!: este es el mensaje proselitista.


(6) ...en todo caso a la manera en que Nietzsche pidiera que fuese reconocida "la realidad" (Ecce homo y/o Más allá...), negando sin embargo (ideológicamente) el movimiento real que sin embargo ella seguía, es decir, conservando las esperanzas "a pesar de...", como auténticos alcoyanos y... como auténticos prisioneros de la propia "obra" (la "jaula", la autoestima, la omnipotencia, que Heidegger llega a señalar como "peligrosa" aunque inevitable ¿salvo vía aislarse?).

La posibilidad de un pensamiento no ideológico, y no mítico, podría referirse a aquel que pudiera ser no socio-profesional (que entre otras cosas no puede atribuirse estar basado en algo así como una "ciencia en sentido estricto" que vuelve a reinstalar en pie la esperanza de una conciencia capaz de realizar su esencia o destino de divinidad (lo que Husserl y Heidegger proponían como factible de hecho). cabe sin duda la defensa de la crítica que reconoce su impotencia práctica o dominadora y que sabe que toda propuesta tiene tal intención y llevaría a su propia tergiversación, como ha sucedido hasta ahora con toas las utopías bienintencionadas.

Rescato en cualquier caso el coraje reflexivo que se afirma en la premisa del "cuanto más hay que dudar" de Nietzsche y reconoce la dependencia de la época y del mundo que a pesar de lo deseado contribuye a conservar. Rescato pues estar preparado, con la "conciencia atenta" que reivindicaba Camus para apreciar las "vivencias necesarias para ver y oír". A fin de cuentas, se trata del ejercicio de la facultad de cálculo que le permite rehuir del riesgo a los intelectuales... facilitándoles la marginación y haciendo que la sufran.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Notas sobre autoridad e innovación

La autoridad se conquista, pero siempre que se opte por un sometimiento previo a lo instituido. La autoridad es tal en la medida en que existan quienes la reconozcan. Todo sucede en la sociedad como si un guión asignara los roles. Además la autoridad sólo tiene sentido cuando asume una función conservadora, cuando reconoce lo instituido de donde ella emana, a lo que le ha rendido tributo, de lo que es creación aparente, en lo que ha fermentado, crecido, tomado forma definitiva. Aquellos que son conscientes del carácter absurdo de la pantomima no pueden pretender ser autoridades so pena de volverse clínicamente locos. Para alcanzar el poder hay que lograr su reconocimiento, no hay poder sin que la sociedad lo considere tal poder. Un loco sólo provoca la risa de las masas, un tirano el miedo, un sabio respeto, un profeta la atenta escucha y el seguimiento... y si alguno no realiza el papel a la medida de las necesidades imaginarias del pueblo, simplemente es excluido, ignorado, rechazado. El juego debe comenzar desde el principio y ser continuado hasta el fin. Se trata de eficacia.

La autoridad instituida, no obstante, repugna al joven (y al joven que continúa siéndolo bajo la madurez, la vejez o sus atisbos).

Nietzsche apostaba todas sus esperanzas en esa juventud (que era la propia) para la caída de los ídolos. Pero en esto se equivocaba: los sucesores del tirano no podían ser los excéntricos (como él) sino los que llevaban transitando las laderas del poder y de sus ritos instituidos: las novedades que se alzan en los discursos posibilistas sólo son banderas diferenciadoras.

Sin embargo, hay inflexiones, cuando se acaban alzando los nuevos poderes siempre se acaba construyendo algo novedoso de una manera oscura que es luego reinterpretada hasta constituir un nuevo dogma, un nuevo culto...

Foucault, propenso a descubrir la pequeñas inflexiones en el camino de la historia humana (y en particular en la de Occidente) decía en "El orden del discurso":
"Entre Hesíodo y Platón se establece cierta separación, disociando el discurso verdadero y el discurso falso (... que) ya no será el discurso ligado al ejercicio del poder" (pág. 20 en la edición de Fábula de Tusquets, 2008)
Pero, como todo en Foucault, esta "inflexión" se presenta a la vista (a su vista) en el plano mismo del discurso y de la historicidad de los discursos, dejando de lado el contexto sociológico en ebullición, la problemática de los espacios de poder y de las estrategias de los grupos. Y así, de nuevo, roza el velo que hace de frontera, tras el entra en cuestión la sacrosanta y santificada singularidad de la conciencia humana que la preserva del instinto y de la vida y el mundo de quienes emerge, el dedo aún en contacto con el dios inventado para darle valor y sentido a lo que de otro modo parecerá absurdo; lo roza sin atravesarlo, percibiendo detrás formas difusas y peligrosas que negarían validez a la necesidad (¡en ello estriba justamente la peligrosidad!).

Es mucho más jugoso y aprovechable cuando pone de manifiesto, inocentemente si cabe, la propia realidad social que se le impone, como cuando escenifica, unas páginas antes, el diálogo entre su deseo idílico, que cree capaz de atentar contra el poder, y las instituciones de ese poder, entre la hybris del héroe que se cree subversivo, que supone (eso es lo idílico) que atenta de entrada, potencialmente, contra un destino que en realidad lo incluye, y el poder (lo verdadero) que entra en escena como entraba el coro griego en respuesta a la señalada hybris:
"El deseo dice: (...) yo no tendría más que dejarme arrastrar (...) flotante y dichoso. Y la institución responde: (...) si consigue algún poder, es de nosotros y únicamente de nosotros de quien lo obtiene". (pág. 13; la negrita es mía)
Se trata pues de una trampa perfecta: quienes se proponen una transformación del mundo (quienes se alzan diciendo que ya es hora de hacerlo o, lo que es lo mismo, que ello es signo de obligado compromiso con el futuro idílico del hombre liberado) acaban desarmados... sujetos a las cadenas que impone el curso de las cosas que, de todos modos, no está escrito a priori sino que será resultado de todos y de todo. Pero, además, marchan por la senda del engaño y del autoengaño porque ya de por sí sus discursos no son excéntricos sino pragmáticos; lo son en connivencia con sus propios deseos, que no son subversivos ni siquiera en sustancia (o no serían posibilistas ni podrían ser eficaces).

Así, entre Hesíodo y Platón tan sólo media la distancia derivada del hecho de que el espacio de los reyes sabios ("quien tenía el derecho y según el ritual requerido", ibíd., pág. 19) se ha estrechado tanto que ya no permite la simultaneidad arcaica y el sabio, en su búsqueda de comodidad social, sólo pueda aspirar al rol de un asesor o consejero más o menos a un lado (siempre que no se extralimite, como queda tan en evidencia en el Hierón de Jenofonte). Y sin duda, si hay una inflexión en el entorno de ese punto, ella signará esta época nuestra que va desde el nacimiento de la filosofía hasta su agonía (no casualmente ni mucho menos de la mano de la justificación democrática), la nuestra, que lleva experimentando la prolongadísima inflexión abismal en la que ya no queda lugar alguno para el ejercicio político de la filosofía, ni siquiera en lo idílico, sino la servidumbre de los obreros cada vez peor remunerados de las disciplinadas fábricas de slogans, cada vez menos articulados y más perecederos, ya ni siquiera doctrinales, y por cierto, cada vez menos democráticos. Es lo que se puede ver ya en la superficie y por lo que se la puede llamar decadencia, aunque sea bastante más.

miércoles, 27 de julio de 2011

El insoportable peso de la incoherencia intelectual (1): la "Confesión" de Tólstoi

La Confesión, de Lev N. Tolstói, es uno de los textos que transparentan y resaltan, a modo de lupa, la problemática que caracteriza al intelectual (europeo, claro), cada vez más sumergido en transcurso del tiempo bajo el tsunami de la cultura de masas reduccionista "al alcance de todos".

Es uno de esos textos difíciles de ver escritos por los pensadores de hoy en día, cuando, paralelamente a lo antedicho, una masa de productores de "esa cultura occidental" experimenta una seguridad dogmática que no parece tener fisuras ni contradicciones. Algo que sólo ha crecido sin límites desde el siglo XIX hasta estos días al mismo tiempo que ha mermado el número de campesinos.

En la Confesión (citaré las páginas de la edición de Acantilado, Barcelona, 2010) se pueden apreciar las características distintivas de esa subespecie que Paul Valery calificara como la "que se queja", dando de ese modo una caracterización que a mí me resulta demasiado amplia y a la vez conciliadora con lo que muestran los tiempos que corren... Salvo que se acepte que todo puede ser "cultura" o que la subespecie tradicional se hunde en un proceso de extinción inexorable. En este sentido, el conflictivo y desgarrador texto de Tólstoi, al hablarnos de esa problemática como idiosincrásica, nos pone ante una realidad que se aleja y hasta se desprecia, sea esto en nombre de lo que se ha llamado "el compromiso" (militante, claro), sea en nombre de "las leyes del mercado" que con su "inteligente" "mano invisible" nos conduciría por "la buena senda". Aquí, no debería resultar extraño que Tolstói se inclinara por el irracionalismo, habida cuenta de lo que ya debía ver venir de la mano de su opuesto, de su verdadera naturaleza engañosa, tramposa, desconcertante, capaz de dar a la mentira un ropaje que le permitiera justificar y afirmar la tranquilizadora "certeza" del dogma; un trabajo que como bien supo ver Nietzsche comenzaron los filósofos clásicos e instituyera de ese modo la figura de Occidente (cristianismo por supuesto incluido).

Preso de esa problemática, Tolstói confiesa la duda sistemática que lo atormenta por no poderla adormecer ni ignorar, la imperiosa necesidad de capturar lo visible en una narrativa autocomprensiva, el grado especialmente alto en que se les hace insoportable la incoherencia interna que aquello genera, en especial respecto de la conducta y el deseo. Ese tormento es el que lo llevará a darlo a conocer y confrontarlo o exponerlo en busca de una respuesta, de "otra" respuesta, en definitiva, de "la respuesta" que al no hallarse en tanto que definitiva, hasta el propio intelectual apela a Dios.

De entrada, Tolstoi se atribuye una intencionalidad maliciosa y autocondenatoria que implica el rechazo propio y el de cualquiera de los intelectuales de su estirpe:
"Es terriblemente extraño, pero ahora lo comprendo: nuestro verdadero objetivo, nuestro deseo más íntimo, era obtener la mayor cantidad de dinero y de alabanzas posible" (Acantilado, Barcelona, 2008, pág. 19)
¡Esa autoinculpación, ese descubrimiento de lo que es vivido como un pecado imperdonable, tiene su base de apoyo en la concepción que el intelectual tiene de sí mismo y de su extraordinaria facultad: se parte, indudablemente, de que la mente más consciente debería ser pura...! Y precisamente sobre esta convicción interna, pronto "descubrirá" que en realidad no sólo aquello sino la vida en general parece "inútil" (ibíd.), que la idea de que "todo es racional" era una justificación para sostenerlo (ibíd.), que se sostiene "mientras dura la embriaguez de la vida"... hasta que "uno se quita la borrachera" y se hace "imposible no ver que todo es un engaño" (pág. 35).

La propia fé en la capacidad intelectual lo lleva a verla como un simple y puro "tormento" (pág. 36), un "sentimiento que me empujaba, cada vez con más fuerza hacia el suicidio" (pág. 40).

Pero el intelecto, la facultad de reflexión, la autoconciencia, vuelve a imponerse sobre la desesperación tanto como se puso sobre la felicidad insatisfactoria del simulacro. Entonces comienza un denodado proceso de "búsqueda" (pág. 41) que pasa por una conclusión en la que precisamente no ahonda, no cava hasta la raíz, a saber, "que sólo había tomado por ley algo que había encontrado en mí mismo" (pág. 45) y a pesar de ello o tal vez por esa insuficiencia, siente que "Lo más importante (...) la cuestión de qué soy yo con todos mis deseos, continuaba totalmente sin responder" (pág. 46). En esa "búsqueda de respuestas a la cuestión de la vida, experimentaba exactamente el mismo sentimiento que el hombre que se ha perdido en un bosque" (pág. 53). Y tras comprobar que cuatro grandes "conciencias atentas" y honestas (como las habría llamado Camus casi un siglo después) remiten a la vanidad del mundo real y cotidiano poniendo fuera de la vida, sea "muerte" o "nada" (pág. 65), y llegar a la conclusión de que eso mismo "lo han dicho, pensado y sentido millones de personas como ellos. Y (...) yo mismo." (ibíd,), Tolstói, incapaz de reconocer ni siquiera en este punto extremo la primacía del instinto sobre los mecanismos de la mente, la pertenencia de la reflexividad a los marcos del instinto, es decir, de la animalidad contra la que sigue intentando, al igual que los sabios que menciona hacen en el fondo, se vuelve a... "la vida" (pág. 67), rechazando una vez más los fundamentos suicidas y las alabanzas a la muerte o a la nada, en cierto modo, algo que se formalizará en la filosofía antinihilista de Nietzsche... aún sin asumir rotundamente la pertenencia de la mente al mecanismo, aún dejándole a ésta la posibilidad de realizar sus pretenciones omnipotentes como si fueran... divinas.

Así es como descubre las opciones a las que se vuelcan los "de mi clase social": "la ignorancia", "el epicureismo" (la "borrachera" pura y dura), el de volcarse al ejercicio "de la fuerza y la energía" (el heroísmo, el arrojo, la temeridad, el incremento del riesgo más allá del cálculo...), y por fin, el refugio en "la debilidad" (págs. 67-71). Y reconoce que deseando la "dignidad" de la tercera, él pertenece a los que han optado por la cuarta (pág. 71). No obstante lo cual, no atribuye definitivamente a ello su incapacidad para el suicidio, sino... a "que mis ideas eran equivocadas" (pág. 72), es decir, devolviendo o recuperando para la facultad de reflexión toda su potestad, toda la certeza de que esta debe ser omnipotente. Porque... "¿cómo puede esa razón negar la vida cuando ella es la creadora de la vida?" (ibíd.), acariciando sin ahondar lo suficiente en esa conclusión de primera instancia e intuitiva a la que se llega fácilmente y que no se puede negar so pena de caer en la demencia clínica: "La razón es fruto de la vida" (pág. 73).

Llegado a este punto, Tolstói volverá a mirar en derredor buscando una respuesta satisfactoria sobre la base de su indudable "error" contrastado con el hecho inequívoco de que la humanidad pervive sea como sea, incluso a sabiendas de que todo es vano. Se pregunta: "¿Cómo es que siguen viviendo y nunca se les ocurre dudar de la racionalidad de la existencia?" (pág. 73), reconociendo que "les parece incluso que su existencia está organizada de una manera racional!" (pág. 74). Por lo que deduce finalmente "que debía de haber algo que todavía no supiera" (ibíd.)

Para llegar a ello, Tolstói intentará adoptar la conducta propia del pueblo, con su para él extraña despreocupación por los conflictos lógicos y reflexivos (que atribuirá a la simpleza popular). Pero, como nos lo cuenta él mismo, cuando se acercó así a los más simples del pueblo descubrió la inconsistencia de sus creencias a la vez que la falta de conflictividad con la que vivían en la incoherencia. Por sobre todas las cosas se le imponía la necesidad de "expresar de una forma más o menos coherente" el problema (pág. 77). Aún a costa de denigrar la propia inteligencia y el orgullo que por ella sentía (págs. 78-79), de desvalorizar el propio yo y, ante la ausencia de un grupo de pertenencia que lo satisficiera (no el de los "científicos, ricos y ociosos" al que creía pertenecer socialmente en base a una identificación abstracta que no llegó a cuestionar ni comprender) y de intentar integrarse en "los demás", esos "miles de millones de hombres" a los que "los suyos" consideraban "animales, no personas" (ibíd.) para quienes todo reside, según deduce Tolstói, en un "conocimiento irracional"... "la fe" (pág. 81).

Como similarmente concluirá Kierkegard, Tolstói deduce que la respuesta está en "la ley de Dios. (...) La unión con el Dios infinito" ((pág. 86), esto es, cediendo toda omnipotencia a un ente pensable, conjeturable, y que por esa vía pueda corporizarse fuera del hombre, que así se volverá un mero servidor de un plan desconocido pero, de esa forma, aceptado, adoptado: "la fe", como afirmará con total ingenuidad y honestidad, "que nos da la posibilidad de vivir" (ibíd.)

Así, con un incuestionable bagaje de apriorismos cuya fundamentación él igualmente despreciaba, igualmente artículos todos ellos de fe, de una fe no religiosa sino intelectual, Tolstói nos cuenta que "Comencé a acercarme a los creyentes del pueblo, hombres sencillos y analfabetos" (pág. 96). Uno de esos apriorismos era considerar las del pueblo como "supersticiones" ("mezcladas con las verdades cristianas") en oposición a las que de hecho serían las suyas, sus en todo caso conjeturas, y no ver que él estaba preso exactamente de la misma mecánica que observaba en ese pueblo llano, que también el imaginario suyo y de los intelectuales estaba "tan estrechamente ligado a sus vidas que no podían imaginarse éstas sin aquellas (las supersticiones)" (pág. 97). Tal vez esas masas "Trabajaban tranquilos, soportaban privaciones y sufrimientos, vivían y morían, y en todo eso veían no la vanidad sino el bien" (pág. 99)... al menos a través de sus ojos... de su propio análisis. Y tal vez el suyo, su trabajo (con la mente), sus privaciones (de respuesta) sólo era... diferente, el de "otro grupo", cuyo estereotipo derivó en "detestarme a mí mismo" (pág. 102) para "amar" lo que el llamará "la gente buena", esto es, una idealización desesperada, una construcción idílica que se plasma como parte de una sacralización más amplia de la "naturaleza", y precisamente de la "naturaleza animal" a la que otorga un valor superior al de la "racionalidad"... ¡claro que esa valoración se hace desde ella! (págs. 103-104) Y ello permite responder al "¿Qué debe hacer el hombre?": "Lo mismo que los animales" (ibíd.)

Y esto, que podría bien ser un nuevo punto de inflexión para profundizar hacia la raíz del problema, acaba en la alabanza del servilismo y de las ventajas de una mentalidad como la de esa "gente buena" que bien educada podrá "comprenderá cada vez mejor la organización del establecimiento", "los que cumplen la voluntad de su patrón, no le acusan de nada", "hombres sencillos, trabajadores, ignorantes" a los que "consideramos animales" (pág. 105). En un doble sentido, Tolstói no podrá dejar de ser lo que había llegado a ser, y por eso el Dios que abraza es el que nace de su convicción de que "yo no podía estar en el mundo sin una razón" (...) De nuevo, Dios." (pág. 110), pasando por momentos de lucidez y duda, o de duda y lucidez: "Dios (...) el que imagino" (pág. 111). Sin duda, "Mi mente proseguía su trabajo" (ibíd.) Y en nombre de esa mecánica irrenunciable es que tratará de llevar al límite la "renuncia a mi clase". Algo que no podrá sobrellevar: "...casi dos tercios del oficio no tenían explicación para mí, o yo sentía que mentía tratando de darles un sentido" (pág. 126).

Tolstói representa al intelectual por antonomasia y su Confesión lo certifica paso a paso; incluso es un intelectual pudiente. El fracaso de su cruzada será así rotundo: "esos postulados de fe" eran para él, al contrario de lo que para los campesinos, "claros disparates" (pág. 131), y sin embargo se martirizaba, se sentía "malo" (ibíd.). Y la solución vendrá, como en Kierkegard, de la mano de la acusación al demiurgo de todas las falacias... La Iglesia e inclusive las "Escrituras" (pág. 139-141) que él, mediante qué sino mediante su capacidad reflexiva (su "don"), nuevamente omnipotente, se esforzaría (¡se debería esforzar incluso... porque todo don debe ser devuelto al donante!) a interpretar la Revelación (pág. 141).

El día en que rematará su Confesión, con la narración de un sueño beatífico aunque conflictivo, esto es, tres años después de haber escrito lo que acabamos de citar, Tolstói muestra sentirse satisfecho, "en paz". De una manera idílica, imaginaria, realizará lo que uno de sus personajes literarios manifestará como única salida, ciertamente fuera del ámbito de la Iglesia (las instituciones, los mediadores, los "traidores"...): la práctica de la bondad que al no ser él mismo capaz de ejercitar plenamente (típico de la intelectualidad y de las masas, cada grupo a su modo, y tanto como "cuesta" ejercer el "mal") sí le será posible reconocer ese ejercicio en la figura (tan imaginaria como la del "vizconde demediado") que corporiza en esa especie de ángel "sencillo" e "ignorante" del pueblo, dedicada en cuerpo y alma a la compasión circunstancial... la "sencilla" Páshenka ("precisamente lo que tenía que ser y no fui"), con la que se acaba encontrando Katatski, "El padre Sergio" de la novela corta que lleva ese mismo título, evidente alter ego idílico de Tolstói, proyección inalcanzable para él mismo como lo fuera Abraham para Kierkegard, y que deviene sin quejas de ninguna índole, como uno más entre las masas porque de ellas es propio y privativo, "Un esclavo del Señor".


(continuará...)

sábado, 23 de julio de 2011

"2084 o cualquier otro año de los venideros"

Acabada la formación profesional, lo destinaron al Departamento de Corte del Ministerio de Cultura y, como quiso destacar de entrada, fue el primero en mucho tiempo que se llevó trabajo a la casa comunal.

El celador, que nunca se había interesado por los estudios de ninguno de sus muchos pupilos ya que no era ésa una de sus funciones en la casa, se temió una trasgresión al ver aquella cosa bajo el brazo del pupilo, algo que le sonaba y que le pareció de inmediato peligroso y en cualquier caso proscrito.

-¡Qué es eso que llevas ahí!- le dijo con brutalidad manifiesta.

-Un libro.

-¿Y eso para qué se usa?- rebuznó de nuevo.

-¿No lo sabe?- se cebó el pupilo con malicia en la ignorancia del tutor- Se extraen de él las tres frases más edificantes y luego se recicla.

-Ah...- exclamó con timidez el tutor mientras observaba la insignia del Ministerio que lucía en la solapa del pupilo y que ya se reprendía por no haberla visto antes. De modo que haciéndose a un lado y bajando un poco la cabeza, dijo:- Lo siento, no sabía que habías comenzado a trabajar. ¿Hoy mismo, verdad? Bueno, lo siento, lo siento, yo no soy más que un celador...

viernes, 15 de julio de 2011

Riñas de gallos; el "aro" por el que (aún) se debe pasar para acariciar honores

Lo que sigue más abajo pertenece al fructífero estudio de Mario Biagioli "Galileo cortesano. La práctica de la ciencia en tiempos de la corte absolutista", una de las principales apoyaturas usadas por mí para el artículo "Una lanza rota por el pensamiento occidental" que publiqué entre diciembre de 2009 y enero de 2010 en mi primer blog (un total de 8 entradas sucesivas, un par de apéndices y unas Conclusiones). Lo reproduje al final de la serie publicada en mi blog entre dicienbre de 2009 y enero del siguiente año (gracias a una molesta covalecencia, sonda mediante), y que desarrollé con tono de polémica. Fue un largo, arduo y denso trabajo en torno al pensamiento científico, en particular en torno a la ideología que nace de él y de la práctica científica y que se inscribe como señalé en la Hostoria del pensamiento humano y en concreto occidental (reuniendo una bibliografía extensa cuya consulta fue poco menos que de locura). Escrito al correr de la pluma y confiriendo demasiado peso a un caso particular que tomé como especimen de lo que consideraba un grupo característico (algo que hago hasta conmigo mismo siendo yo el único que comprende y acepta ser utilizado de esa forma), es lógico que adolezca de escaso valor didáctico o divulgativo, que abunde en densidad alambicada y que tal como se publicó no fuese casi ni leído y menos asimilado o rebatido. Tal vez lo revise, lo corrija allí donde la intuición pudo más que la erudición, y lo republique; tal vez sólo tome algunas cosas para nuevos textos. Para el final incluí dos "apéndices", uno de los cuales se titulaba: Una "riña de gallos" (Galileo contra "Los metafísicos") o los laberintos de "El Método".

Se trata de un trabajo, el de Biagioli, que considero de lo más serio y riguroso (además de ameno e interesante) que se haya publicado sobre el desenvolvimiento de la ciencia, de sus productores iniciales y de sus intencionalidades en los tiempos y en el medio sociohistórico concreto del Renacimiento, una época dominada por la proliferación y competencia entre las poderosas y locales Cortes Ilustradas, generalmente vinculadas a ciudades sin duda imperialistas (en lo que también se aprecia el complejo y multifacético carácter del "renacimiento de Atenas" que se manifestaba en un plano ahora más complejo). Tiempos, en relación a la emergencia de los nuevos "filósofos" (Galileo se consideraba así y así fue "legitimado" en la Corte Medicea) en los que se jugaba la imparable obtención de honores... o la muerte en la hoguera o de alguna otra manera un tanto horrible para los actuales gustos establecidos; una apuesta a cara o cruz como renuncia al ostracismo.


No puedo dejar de añadir que considero su lectura fundamental para todo el que quiera reafirmar sus sospechas y a todo aquel que esté dispuesto a tenerlas. No me cansaré de insistir en ello.

Lo que sigue está extraído en particular de las págs. 245 a 247 tal como las editó en castellano la Editorial Katz (Bs. As., 2007), del lo cual he eliminado algunos fragmentos menores y aquellas notas que no consideré significativas para mi propio objeto o que eran puramente bibliográficas -he omitido incluso la señal numérica de esas notas en el texto para evitar confundir. Por el contrario, he reproducido de igual modo aquellas que he considerado sustanciales, por lo que incluso aparecen aquí con su numeración original. Asimismo, me he permitido añadir una aclaración allí donde pareció conveniente para situar al lector respecto de un texto acotado. Todas esas intervenciones aparecerán indicadas en color rojo mediante los paréntesis de rigor.

Y como primera entrega (de dos sólo en esta ocasión) la reproduzco aquí con algunos cortes y retoques como contribución a reflexiones relativas a la conducta de los intelectuales y a lo que como tales nos espera como fracción excéntrica en paralelo con lo que les espera a los hijos del vigente sistema educativo superior y la divulgación electrónica masiva que hoy tiene lugar y que viste y reviste un disfraz desconcertante que se pretende salvador de la barbarie, cuando en realidad, es, a mi criterio claro, uno de los ingredientes clave del caldo de cultivo en el que se nutre el huevo de la serpiente. .


En cualquier caso, aquí Biagioli, sin más preámbulos:

"Dada la relación que establece Galileo entre el movimiento y la estructura de la materia, no puede aceptar la hipótesis aristotélica de que los fluidos presentan una resistencia finita al movimiento. por lo tanto, la conducta de la superficie acuática se convierte en un problema mayúsculo para la teoría galileana de la flotabilidad y su concepción atomista de la materia. En efecto, dicha conducta se puede tomar como prueba de que la resistencia que el agua ofrece a los cuerpos flotantes no es para nada infinitesimal. Asimismo, esto demostraría que, al menos en la superficie, el agua no responde como una entidad compuesta de partículas contiguas sino más bien como una entidad de composición continua. Resulta interesante que el único postulado de Arquímides en su tratado Del equilibrio de los cuerpos en los fluidos presente una concepción de los fluidos en tanto "continuos" (probablemente utilizado como sinónimo de "isótropos"). En efecto, lo que le interesa al griego es la hidrostática más que la causa del movimiento de los cuerpos en el agua y, por ende, no necesita supuestos adicionales sobre la estructura de la materia, a diferencia de Galileo.

"El vínculo inseparable entre el debate sobre la teoría de la flotabilidad y la polémica sobre la estructura de la materia queda expuesto con total claridad cuando se observa que la teoría aristotélica de la flotabilidad también da por supuesta una noción específica de la estructura de la materia, opuesta a la de la Galileo. Los filósofos de la Liga critican la concepción atomista de Galileo sobre la estructura del agua con firmeza y con cierta repetición un tanto histérica. No sólo comprenden la simbiosis entre la teoría de la flotabilidad de Galileo y su atomismo, sino que también se sienten obligados a detener la amenaza atomista (y el correspondiente valor del vacío) que pone en peligro su propia concepción del mundo. En simetría, la idea de continuidad de la materia se adapta muy bien a la explicación aristotélica de la flotabilidad. En primer lugar, la noción de un medio contiinuo se combina con la necesidad de que el medio oponga una resistencia finita para mantener el pie la teoría general del movimiento postulada por Aristóteles. En segundo lugar, la idea de una especie de "piel" continua que envuelve el agua sirve para explicar la conducta de la planchuela de ébano, que flota sobre el agua pero no asciende si se la sumerge directamente en el fondo del recipiente.

"El sistema aristotélico es mucho más apto que el atomismo galileano para dar cuenta de la tensión superficial. Este fenómeno puede presentarse dentro de ese marco como resultado de una necesidad del elemento acuático, que, para conservar la cohesión y su lugar natural, necesita evitar que otros cuerpos lo dividan y lo desplacen (124). Dado el carácter teleológico del sistema aristotélico, no resulta difícil entender que tal resistencia al movimiento se refuerce justamente en el punto donde el agua linda con otro elemento, como el aire. La tensión superficial puede relacionarse en términos conceptuales con el "lugar" natural del agua como elemento y con sus límites, de manera tal que el fenómeno resulte ser un efecto "natural" de las propiedades de dicho elemento.

"La teoría aristotélica del movimiento adquiere entonces mayor coherencia conceptual gracias a la noción de la materia como un todo continuo, que además ofrece según sus adeptos una explicación razonable para la incapacidad de la planchuela de volver a la superficie tras haber sido sumergida a la fuerza. Para los aristotélicos, la solicitud de colocar el objeto en el fondo del recipiente no tiene sentido. Mientras que para Galileo el peso específico (y, por lo tanto, la flotabilidad) no de pende de la posición del cuerpo en el medio, para los aristotélicos, la flotabilidad depende de la resistencia del medio, y estos pueden argumentar razonablemente que la superficie del agua tiene propiedades diferentes a las del resto del líquido (125). Por lo tanto, lo suyo no es una mera estratagema para evitar el marco experimental propuesto por Galileo. En efecto, pueden justificar su negativa con argumentos que, juzgados dentro de su propio sistema no son ad hoc. Si se lo concibe en este marco conceptual, el experimento de Delle Colombe no sólo se adecua al caso particular de la disputa, sino que también sirve para fusionar una serie de componentes fundamentales del sistema aristotélico en su totalidad. Es más, el concepto de tensión superficial les permite al mismo tiempo confirmar sus argumentos y poner en crisis el atomismo de Galileo, que a su vez constituye un elemento esencial de las teorías galileanas sobre el movimiento y la flotabilidad. En síntesis, tanto Galileo como los aristotélicos tienen sus propios "sistemas", con puntos fuertes y débiles. Así, el experimento de Delle Colombe resulta particularmente eficaz porque al mismo tiempo destaca la rigurosidad del sistema aristotélico y pone en evidencia a única debilidad, limitada pero devastadora, del sistema galileano.

"No es sino hasta la mitad del Discorso que Galileo retoma la cuestión del debate, aún sin nombrar a sus adversarios, y propone una interpretación arquimediana del experimento de Delle Colombe, que según él es "el punto principal de la presente cuestión". Para ello, prepara el terreno refutando el ataque de Bonamico contra Arquímedes. De acuerdo con Bonamico, el hecho de que un jarrón de arcilla pudiera flotar sobre el agua daba por tierra con el principio de Arquímedes ya que ofrecía el caso de un objeto con peso específico mayor al del agua que aún así podía flotar en ella, pero se hundía se lo llenaba de agua. Esto último se contradecía con el principio arquimediano, puesto que el agua no tenía peso alguno sobre el agua y, por lo tanto, no podía cambiar la flotabilidad del jarrón.

"Para refutar a Bonamico, Galileo afirma que aquello que flota no es el jarrón en sí mismo, sino el conjunto de la arcilla y el aire. Dado que el peso específico de esta suma de elementos resulta menor al del agua, la flotabilidad del jarrón no se opone al principio de Arquímedes. Más adelante, Galileo aplica el mismo tipo de razonamiento para analizar el experimento de Delle Colombe: (...) "por razón de un accidente tal vez hasta ahora no observado se viene a unir (el aire) con la misma planchuela, que ya no queda más pesada que el agua..." (...).

"El "accidente hasta ahora no observado" es, según Galileo, otro "descubrimiento" que torna la situación más ventajosa para él: si uno observa de cerca la planchela de ébano que flota, puede advertir que ésta no se encuentra exactamente al mismo nivel del agua, sino un poco más abajo. Es como si se formaran unos diques diminutos (arginetti) para evitar que el agua cubra al objeto. Como en el caso del jarrón de arcilla, entonces, lo que flota no es el ébano sino un compuesto de aire y ébano. De esta manera, el principio de Arquímedes sobre la flotabilidad queda intacto. Los aristotélicos deben dejar de sostener que el experimento de Delle Colombe refuta la teoría de Arquímedes. Muy por el contrario, la confirma.

"Sin embargo, Galileo parece sufrir un olvido importante en materia estratégica. Como señala el Académico Anónimo, en el caso del jarrón, la superficie exterior de arcilla es la que actúa como una especie de muro de contención y evita el ingreso del agua, pero en la planchuela de ébano no hay ningún elemento comparable a éste (129). La repetida omisión de la causa de formación de esos "diques diminutos" expone la gravedad de las dificultades que le presenta el experimento de Delle Colombe a Galileo. Cuando se ve conminado a hablar sobre el asunto, adopta una postura que podría definirse como positivista: sea cual sea la causa de la formación de esos "diques" ellos están ahí, se los puede observar y se puede comprender así que posibilitan la flotación según el principio básico de Arquímedes (130)."


(Notas seleccionadas de entre las apuntadas por Biagioli en el texto reproducido:)

(124) De acuerdo con Di Grazia, la conducta de la superficie del agua refleja "deseo de conservarse". Asimismo, este autor invoca una cita de Aristóteles según la cual los cuerpos continuos tienen a propiedad de resistirse a la división. En el mismo sentido, Delle Colombe sostiene que el carácter continuo del agua es lo que explica la formación de "diques diminutos" en torno a la planchuela de ébano. Además, le pregunta a G por qué se pueden formar burbujas en los medios continuos como el agua y no así en los contiguos, como la arena, ya que éste había tomado la arena como modelo para las sustancias contiguas como el agua.

(125) Si la tensión superficial tenía como causa la tendencia natural del agua a volverse sobre sí misma, es decir, a evitar que su lugar se viera ocupado por objetos compuestos de elementos ajenos (cuyo lugar natural era otro) entonces los aristotélicos tenían motivos suficientes para rechazar la regla de Galileo que pretendía empapar los cuerpos o sumergirlos en el fondo del recipiente. Para Delle Colombe, la reacción del agua contra la sequedad del objeto (una propiedad perteneciente a otro elemento) era evitar que este se hundiera. Por lo tanto, la pretensión de Galileo de que se lo mojara era inaceptable. Si el cuerpo estaba mojado, entonces el agua ya no lo percibiría como ajeno y permitiría que se sumergiera: "puesto que es más pesada que el agua, si se la hundiera, ¿qué otra cosa podría hacerla volver a flote?". (...) Di Grazia también deja claro que, para él, el interior del agua no se comporta de la misma manera que la superficie: "la planchuela de nogal del Signor Galileo no reposa en el fondo porque no encuentra allí la resistencia que si se halla en la superficie, es decir, aquella que depende del deseo de conservación del agua".

(129) "Dado que los muros del jarrón prohiben que el agua fluya con naturalidad, esta conserva su unidad muy fácilmente...", etc. (de los argumentos esgrimidos por el Académico Anónimo)

(130) En su respuesta a la crítica del Académico Anónimo sobre la explicación de los "diques diminutos", Galileo no logra encontrar ningún contraargumento válido y escribe que "las cosas son así". Etc.


(hasta aquí el texto de referencia)


Por otra parte, he crreído igualmente provechoso añadir algunas de las observaciones que Biagioli hace unas páginas más adelante (ibid., págs. 255-256), sacando y provocando conclusiones que imponen una ruptura con los enfoques dominantes:


"Desde una perspectiva actual, podría pensarse que Galileo, como Copérnico, tenía la razón, en tanto sus teorías están conectadas genealógicamente con las que se sostienen como ciertas hoy en día. Sin embargo, esas teorías, se publicaron cuando aún no habían alcanzado un grado de articulación libre de anomalías e interrogantes que pudieran problematizar su aceptación. El experimento de Delle Colombe, por ejemplo, podía concebirse como una refutación de la teoría galileana aún después de que Galileo hubiese intentado, sin demasiado éxito, agregar la hipótesis de la virtud magnética y otras hipótesis auxiliares para superar esa falla. Se podría afirmar que el peligro de la mortalidad prematura, muy común entre los paradigmas nuevos e inarticulados, no se contrarresta dialogando con los opositores sino aplicando una serie de tácticas destinadas a ganar tiempo para poder articularlos mejor.

"De hecho, no es para nada evidente que Galileo haya querido dialogar con los aristotélicos, y mucho menos en los términos de ellos. En realidad, lo que pretendía era doblar la apuesta agregando toda suerte de elementos filosóficos, metodológicos y cosmológicos a su teoría inicial de la flotabilidad. Al hacerlo, no tenía la expectativa de convencer a sus adversarios sino de presentar y consolidar su propia alternativa filosófica.

"Los aristotélicos, por su parte, adoptan una táctica parecida. Para confrontar la alternativa galileana, vinculan de todas las maneras posibles el experimento de Delle Colombe con la cosmovisión de Aristóteles. Y cada vez que pueden, tratan de desestimar la cosmovisión de Galileo, ya sea aformando que no es un sistema coherente en lo más mínimo o acusándolo de ser ilegítimo. En particular, sus tácticas toman la forma de críticas contra las definiciones de Galileo, cuestionamientos de la legitimidad cognitiva del método matemático y acusaciones de petitio principii y elaboración de argumentos ad hoc.

"El Académico Anónimo, por ejemplo, responde lo siguiente al ataque de Galileo contra la teoría aristotélica del movimiento basada en la composición elemental de los cuerpos:

...se posa al menos sobre fundamentos mucho más seguros y sensatos que las opiniones de Galilei, las cuales, tras un magnífico dispositivo de objeciones a Aristóteles, diversas experiencias y nuevas demostraciones, se dejan ver a primera vista como pomposas y elegantes; mas, si se las analiza en detalle y se las estudia bien, las objeciones se derriten, las experiencias vacilan o se descubren más los efectos particulares que las razones de las cosas, y las proposiciones y pruebas matemáticas no llegan a demostrar la fuerza y las verdaderas razones de los fenómenos naturales.

"Di Grazia es aún más categórico que el Académico Anónimo cuando se refiere a la brecha cognitiva entre la filosofía y las ciencias matemáticas:

Antes de considerar las demostraciones del Signor Galileo, nos pareció necesario demostrar cuán lejos de lo verdadero se encuentran aquellos que con razones matemáticas quieren demostrar las cosas naturales. [...] En efecto, yo digo que todas las ciencias y todas las artes tienen sus propios principios y sus propias razones, por las cuales demuestran los accidentes específicos del propio objeto. Por lo tanto, no es adecuado con los principios de una ciencia tratar de demostrar los efectos de otra, de modo tal que delira aquel que se persuade de querer demostar los accidentes naturales con razones matemáticas, dado que estas dos ciencias son diferentes entre sí. De hecho, el filósofo de la naturaleza [scientífico naturale] considera las cosas naturales que tienen movimiento por su esencia propia, mientras que el objeto de las matemáticas se abstrae de todo movimiento.

"Unas páginas más adeante, Di Grazia aplica esta distinción metodológica para desestimar una demostración de Galileo, precisamente porque "quiere demostrar las cosas naturales con razones matemáticas". Al final, pasa de criticar la invasión de una disciplina ajena que implica la teoría galileana de la flotabilidad a cuestionar con insidia las calificaciones de Galileo como filósofo: "Desearía que el Signor Galileo adoptara un poco más de modestia filosófica, ya que se adorna con tal título y después no actúa conforme a él".

"Delle Colombe también subraya la brecha cognitiva entre la filosofía y las ciencias matemáticas como ya lo había hecho en su obra Contro il motto della terra. Cuando escribe Discorso apologetico, vuelve sobre el mismo punto al afirmar que si uno tuviera que elegir entre Aristóteles y Arquímedes, no debería tener ninguna duda."


* * *

Nota final mía (modificada):

He mencionado el concepto "riña de gallos" aplicado al debate sobre temas científicos y filosóficos tal como tenía lugar durante el absolutismo ilustrado, tiempo en que imperó el régimen del mecenazgo al que se tenían que ceñir los intelectuales del Renacimiento si querían alcanzar su legitimación social, en definitiva: sobrevevir sin renunciar a su propia idiosincrasia y apetitos.

Indudablemente: la delimitación de lo que es y no es ciencia y por extensión lo que es y no es el método más excelente para obtener conocimientos, es algo que tiene más que ver con los títulos de legitimidad que se extienden o se pretenden extender desde el propio dominio de cada disciplina que con un supuesto e imposible punto de vista estricto; es decir, que responden a los intereses de la logia de la que se trate en cada caso (lo que no significa que sus prácticas, metódicas o no, no produzcan, también, conocimientos y orientaciones a través de la selva de la sociedad instituida, que tiene sus realidades y sus leyes).

Y la Historia aún sigue por los mismos carriles de entonces... llevando al descarrilamiento de muchos vagones cuando no al del tren entero.


lunes, 11 de julio de 2011

Incongruencias de la idiosincrasia

Quisiera evitar entrar en debates con esos innumerables "filosofastros" de hoy en día que se agolpan en los espacios virtuales jugando a dueños de la verdad ávidos de seguidores "políticos", muchas veces mediante simples digestos mal digeridos que previamente debieron consumir con avidez. Esos que toman aquello que les suena muy mesiánico y lo propagan a los cuatro vientos como panaceas de la solución final o sus caminos regios. Mucho ruido, sí. Pero, ¿cómo puede uno esperar otra cosa de estos tiempos? Hoy todos saben y todos dictan cátedra a base de esforzados años de inculcación retórica, y pontifican sin más y sin buscar "algo" que ponga en duda sus certezas dogmáticas sino todo lo contrario: buscan y reciben sólo aquello que se las reafirmen. Son los que disponen de una más o menos aceptable alforja llena de verborrea "política", "económica", "histórica", "social", "psicológica", etc., que se dispara como flechas a la menor puesta en cuestión o dificultad. Lo grave para ellos sería escapar de sus torrecillas de cartón y perder el grupo, o que un genio diabólico les regalara un cetro prodigioso... con el que no sabrían qué hacer, cómo resolver el problema de la horfandad de la potencia así adquirida. Son los hijos de los que necesitaban de Dios. Y, obviamente, nunca tienen nada que aprender, sólo que enseñar, es decir, re-pe-tir, a-gi-tar...

Pero a veces... no puedo resistirme y meto la cuchara... y revuelvo hasta que ya es tarde... y esa noche no duermo de la indignación...

Resulta sofocante tanta seguridad sobre la base de tantas incoherencias que a fin de cuentas debo pensar que obedecen a "razones" (por motivos) "tacticistas" del mismo orden que las que mueven a los políticos profesionales que nos (des o mal)gobiernan (o simulan gobernarnos). Sin duda, ese "estilo de pensar" ha calado en las "masas ilustradas del presente", gran parte de las cuales cree "por fin" ser propietaria de "un saber" y "una verdad"...

¿Cómo van a ver el absurdo y el horror de su mundo (que cae sobre ellos igualmente... "con azúcar" o "con vaselina") si son parte inseparable y necesaria de su ridícula marcha?

¿Acaso vale la pena decírselo si es que lo deben rechazar en tanto se deban a sí mismos? Incluso los más inteligentes (y la inteligencia aquí es la capacidad para verse a sí mismo a pesar del dolor, para preferir querer la nada antes que preferir dejar de querer), no pueden dar pasos demasiado largos. Incluso a ellos les resulta "difícil" entender lo que hay debajo del pensamiento más alto alcanzado (pensamiento de los grandes pensadores) y descubrir allí sus propias miserias. Por eso, hasta ellos se quedan en la superficie de esos pensamientos: pescando en sus aguas los peces que afloran a la superficie, muertos... esto es, convertidos en slogans que puedan agitarse unos contra otras en su "pelea de gallos".

¿Cómo no acusarlos de esa vieja debilidad que antiguamente caracterizó a "la plebe" (cuando aún no se había extraído de sí una porción "ilustrada" adecuadamente para las nuevas servidumbres) y que la propia fragmentación del mundo, orientada, como no podía sino ser, hacia su permanencia o conservación, es decir, hacia la permanencia de los domesticadores sobre los domesticados, la marcha de las cosas a través de esa fragmentación, ha conseguido reproducir, copiar, incluso "mejorar" de generación en generación... aunque de tanto en tanto marginando a quienes acabarían no pudiendo sino denunciar los hechos, la fuerza por la fuerza de unos, la debilidad mendicante de los otros, la cobertura de los acomodados productores de ideas...? ¿Y cómo, a la vez, no comprenderlos, no disculparlos...?

Nietzsche dijo poco más o menos: "ayudemos a mejorar el mundo eliminando la debilidad". Al hacerlo evidenció, según lo veo, estar preso de un error de doble faz que le valió ser condenado por las buenas conciencias y en todo caso valorado de manera sesgada. Una cara del error habría sido reiterar el sueño maquillado y enmascarado y edulcorado... de Platón y de la filosofía: el sueño de un "mundo mejor" o el anhelo de una "ciudad buena", un mundo que nacido de la razón y de la lógica se pudiera imponer a todos los hombres, lo quisieran o no... eso sí, justamente, conservando la domesticación y la fragmentación en los términos en que estaba vigente en su propio mundo (¿o acaso Platón excluía a los esclavos de un tal mundo?, ¿excluyen los actuales platónicos al Tercer Mundo de verdad, la división entre productores de cultura, arte, ocio y planificación y los productores de manufacturas?). La segunda cara del error, fue proveer de material a los poseedores de la fuerza bruta y maestros de la hipocresía, el tacticismo, la inmediatez, la mezquindad, la falta de escrúpulos, el sadismo incluso... los "señores de la guerra", de la fuerza bruta, del poder por el poder.

Pero Nietzsche no podía dejar de sentir nauseas ante la personalidad del "débil" ("los borregos del rebaño") que una y otra vez se disponía a esperar, más allá en realidad del límite de su paciencia, que le tocara una pizca al menos del botín que ayudaba a sus señores a ganar... Más allá del límite, sí... porque en realidad, repito, sólo se han sabido movilizar encontrado un señor nuevo que le prometiera una nueva guerra de reparto, una nueva redistribución, de la que algo obtendrían, algo... a veces sólo la muerte, a veces sólo "una parcela de cielo" (Marx dixit quizás con cierta inconsciente hipocresía o, si se prefiere, una hipocresía prefigurada, un esbozo a completar y a materializar, tan errónea en todo caso como la de Nietzsche... o la de Rousseau...)

Una debilidad que, como todas las características idiosincrásicas, parece llevar antes la muerte que a un cambio de actitud, una renuncia a lo aprendido, a lo adoptado, a lo aceptado y valorado por los grupos a los que cada uno se va integrando durante la vida, pasando de uno a otro (el de la familia y los amigos de la familia, el del colegio y del barrio, el de las fiestas estudiantiles o populares, el del equipo de trabajo, etc.). Una debilidad que no sirve para nada a quien a fin de cuentas permanece solo, dependiendo únicamente de sí mismo, en cierto modo apartado por o para volverse un excéntrico al que si no calla se lo puede llegar a acusar de loco, de perturbador, de pervertidor... y ahí está Hipaso y Sócrates, y muchos más pasando por el propio Nietzsche... Y que por eso... no todos hacen suya, ni más ni menos: porque no le es la herramienta o el arma más útil, la que mejor se adapta a su brazo y a su mente. Y que la marcha misma de las cosas selecciona de manera artificial, como si fuera natural sólo que mediante la intervención humana, creativa, que a ello le debe el calificativo (por ahora), al menos de mi parte.

Una debilidad, como puede verse (y si se lee bien, éste es el sentido ya presente en Nietzsche) no es la de pertenecer a una u otra etnia, cosa que se argumentó como manera de autoetiquetarse "arios puros" (esto es, "humanos de verdad") por la sempiterna vía negativa, la del "no somos eso", la de "Isra-el" (que significa "contra El", el dios cananeo o babilónico). La debilidad que se expresa en aquellos que delegan la voluntad propia de poder en la voluntad de poder de otros... (algo que a fin de cuentas, por esa propensión a la esperanza de esa otra debilidad, la propia de los idílicos pensadores, la debilidad de la impotencia enrabietada, rechazada, contumaz, afectó sin duda al propio Nietzsche incluso así como a todos los filósofos desde Platón -recuérdese Siracusa-, hasta -sí, casi acabando- con Heidegger, tal vez el último filósofo, el filósofo de la autodestrucción o autodilución de la filosofía.

Una debilidad que yo me resigno a soportar, igualmente impotente, aunque no sirva para nada, sabiendo que no servirá para nada... al menos para nada bueno; la debilidad de quien se resigna a la certeza definitiva de que el mundo del mañana no está ni mínimamente en sus manos, ni como asesor del poder ni como la vanguardia de los débiles. Aunque, como todos, muera estúpidamente por permanecer fiel a tal idiosincrasia... en la que hasta el fin me sentiré muy cómodo, conocedor de sus ardides y peligros.


miércoles, 22 de junio de 2011

La inflexión "Antígona" y el insoportable peso de La Polis

El conflicto entre la sociedad y el individuo es una vieja cantinela, y sobre el mismo hay incontables referencias... y también muchos mitos. Leo Strauss ejemplariza en la condena de Sócrates las dificultades trágicas que se habrían manifiestado "siempre" entre La Ciudad y Los Filósofos. Platón dio buena cuenta de ello en su Diálogo Eutifrón. Sin embargo y en primera instancia, no todos "los filósofos" tuvieron conflictos con La Polis, como sin ir más lejos evidencia Jenofonte en su Hierón o en sus elogios a Ciro, Aristóteles al educar a Alejandro, Platón mismo al pretender educar al hijo del rey de Siracusa. Los Filósofos, por lo que puede deducirse, preferían los Reyes y Tiranos a la Ciudad Democrátizada, y Sócrates, en sus últimos momentos, se inclinaba por preferir directamente a los Dioses, con los que pensó que, por fin, podría dialogar (Apología...). Es más, los filósofos, y no sólo los clásicos, se sintieron siempre un complemento necesario del Poder Bueno, que no era sino el que en una u otra medida daría pasos con su sabia ayuda hacia el mundo que se diseñaba en su mente como "mejor".

Parecería, pues, que el conflicto que se presentaría en base a la idiosincrasia del perfil socio-profesional del afectado se agudiza por el distanciamiento del individuo respecto del Poder, sea bajo la forma de una marginación voluntaria o impuesta, sea a causa de un desface entre las partes... El Poder no hiere la hybris "ambiciosa" o "loca" del individuo sino la hybris infantil, primaria, que sufre ante la ausencia de consideración, de atención... Lo vemos una y otra vez en las revueltas, cuando la confluencia de los muchos individuos que encuentran en la masa la fortaleza capaz de animarlos se lanza a las calles, reclamándolas.

En este sentido, la literatura, la narrativa, la puesta en escena por medio de personajes nítidos, tiene la última palabra.

La tragedia griega despertó la consideración de los más renombrados pensadores occidentales. El caso de "Antígona" es uno de los más notables ya que ha sido considerada un punto de inflexión tanto en un sentido formal como conceptual, como manifiestan los estudios y disecciones de la tragedia dramática a la que Sófocles tituló con el nombre de la heroína, presentada por el autor como una víctima de sí misma en la figura de su hybris reaccionaria, aunque castigada en vez de premiada a instancias de la propia (hybris) de un tirano... polos ambos del Destino... que de nuevo resultará... insondable.

La pregunta aflora igualmente de nuevo a la "conciencia atenta", a la reflexión que no soporta contentarse con un "así será"... y pretende dar con una explicación satisfactoria.

Si algo hoy salta de inmediato a la vista a la luz del recorrido que ha tenido el pensamiento occidental, es que esos hechos extraños, esa incontinencia de las diversas hybrys individuales puestas en escena, esas dificultades para lo llamado "sensato" y "razonable", ese "destino" que se cierne inexorable, inevitable, se encuentra históricamente definido, es decir, es relativo, como explicaré a continuación aunque en oposición modos al relativismo posmoderno que no consigue a su pesar explicar nada sino... apuntalar la dirección en que ese "destino" marcha de por sí, como algo ineluctable. Algo que ya se ha adoptado, pero que me parece insuficiente; que, en fin, puede ser llevado un poco "más allá..."

Me basaré en lo poco que he podido llegar a recopilar sobre el asunto: por una parte, en el texto original (sobre el cual no tengo elementos para asegurar cuán fiel o infielmente haya sido traducido), por otra en la disección debida a Reinhard de la obra completa de Sófocles desde el ángulo de la crítica literaria, también en los comentarios que Heidegger hace al respecto pero sobre todo en el texto donde trata el problema de "la conciencia" según Hegel (El concepto de experiencia de Hegel, en Caminos de bosque, Alianza Universidad), donde esa facultad humana es re-valorizada, y por fin en las breves pero significativas consideraciones re-modernizadoras de Cornelius Castoriadis (Antropogenia en Esquilo y autocreación del hombre en Sófocles, en Figuras de lo pensable, FCE) donde el hombre es re-descubierto como único ser autocreable de la Evolución (es decir, de "La Creación"), redescubrimiento que habría tenido un hito definido y que enlazaría con la emancipación humana cara a su lastre marxista/racionalista/humanista/cosmopolita.

Es de hacer notar, justamente a propósito, la inevitable intencionalidad ideológica, característica de la intelectualidad, que asoma detrás de todas esas "reflexiones", y no pretendo negar en absoluto que el pequeño estudio que sigue me interesa fundamentalmente en la medida en que reitera la sustancia nuclear de esa intencionalidad.

Ciertamente, la tarea de la crítica y/o del análisis crítico acaba siendo parte en lo fundamental de la búsqueda de armas e instrumentos de combate. No puedo dejar de señalar los ajenos en el curso de mi propio rearme así como confesar que mis propias intenciones son equivalentes. Volver, como ellos, a teñir de proféticas, promisorias, salvadoras, superadoras, iluminadoras, etc., mis propias hipótesis, conclusiones y juicios, tiene tan poco derecho como posibilidad de fundarlo.

El trabajo de la crítica se me antoja parecido a lo que un niño (como el que yo fui y sigue prisionero dentro mío, cada vez más arrinconado) haría al encontrar la sepultada o arrinconada caja de herramientas de un abuelo o un tío; la caja de la herencia cultural donde a fin de cuentas seguiremos pensando que se hayan los más adecuados, y más útiles o más probados instrumentos para llevar a cabo la confirmación de los criterios propios, sean estos los edificados sobre las Grandes Esperanzas o las insondables frustraciones. Una caja donde revolvemos hasta dar con aquello que creemos nos abrirá las puertas de lo desconocido, lo que, en especial los intelectuales, vivimos como la antesala por antonomasia de nuestro acceso al poder en todo o en parte.

En definitiva, se puede observar con facilidad... si se pone la lupa sobre el texto y no sólo para distinguir mejor la forma de las letras, hasta qué punto se reafirma que la búsqueda de todo intelectual está determinada y precedida por lo que desea hallar y lo que quiere encontrar, es decir, que sean búsquedas contaminadas por el deseo, y la necesidad de imponerse. Y en este aspecto, se puede ver hasta qué punto el tratamiento de la obra original en los demás textos mencionados resultan aprovechables para la reducción publicitaria e ideológica.

A pesar de no guardar la menor esperanza... consciente, poniéndome a mi mismo en la trampa, intentaré no obstante meterme en la piel de Sófocles, esto es, transportarme a un tiempo en el cual se había "puesto de moda" (por instituido, por adoptado, como "estilo de pensar"...) explicar la tragedia de los individuos libres en un mundo sometido al capricho y en todo caso a las leyes sabias de los dioses (lo que hoy se ha acabado por denominar y describir como lo absurdo), donde cada individuo podía reconocerse en el conjunto de los otros, todos necesitados, ante la realidad impuesta (el absurdo y el resultado de la debilidad humana), de actuar de manera inconexa, disímil, contradictoria, incoherente, etc., dando lugar a resultados de los cuales se arrepentían y/o tomaban como penalidades injustas. Un tiempo, en fin, en el que emerge como figura clara y perfilada la del intelectual, y por tanto, un tiempo que aún dura... (Y que tal vez por ello, por ser parte del nuestro, aún nos lo permite).

De esa manera puedo identificarme con Sófocles en su intento de hallar una base sólida que le permitiese responder al Qué hacer, o sea al Qué es lo mejor que podemos hacer... que sin duda le preocupaba y que sin duda se sentía obligado por su idiosincrasia (la de los que sabemos que nuestra mejor arma, la mejor entrenada, es la facultad del intelecto y de la imaginación) a preocuparse de responder por y para todos los demás... incluyendo sus hijos, los hijos de sus hijos, en fin, toda la posteridad.

Pero penetremos antes en el entramado de Antígona... y digamos que coincido con los autores mencionados antes en cuanto a considerar Antígona como un punto de inflexión tanto literario como ideológico. No por nada la obra despertó tantas atenciones ni pueden encontrarse en ella tantos elementos dispares con aparentes interpretaciones diversas... que se identifican con lo que podemos aislar como la intencionalidad del autor. La obra sigue conmoviendo al hombre reflexivo contemporáneo como la obra que fue de un hombre reflexivo; es decir, de un hombre que de primitivo no tenía nada. Esto es básicamente lo que permite la mencionada reducción publicitaria e ideológica que no sería posible sin contradicciones demasiado notables de tratarse del reflejo de unas fantásticas conductas alienígenas o de las demasiado remotas hallables en culturas ancestrales o residuales, como la reflejada en el potlatch que Marcel Mauss nos invitara románticamente a recuperar (Ensayo sobre el don), que sin duda manifiesta la problemática trágica en la que se ve envuelto el hombre (y que no deja de reaparecer sistemáticamente aunque bajo formas más complejas ).

Castoriadis sostiene que allí donde Esquilo, en Prometeo encadenado, consideraba "aún" el "destino" del hombre como "dibujado por los dioses", en la Antígona de Sófocles se lo comprende ("por primera vez" en territorio artístico y en concreto dramático, "anticipándose entre 20 y 30 años a la distancia que separa a Heródoto y Tucídides" -y he citado libre pero sustancialmente-) como debido a los "planes" que trazaría el propio hombre con más o menos inteligencia o lucidez, intuición u olfato ciego, para llegar a... alguna parte, parte que sería, digo yo, la que se plasmó en la Historia de manera no sólo efectiva sino satisfactoria (aunque en ambos casos siempre de manera transitoria hacia... otra parte). Parte, también por tanto, que sería racionalmente rescatada y calificada como superior o más conveniente según la previa escala de valores cuyo origen o causa debería estar en otra parte, y que sin embargo queda en la penumbra bajo la lápida de la incodicionalidad que esa misma moral necesita para luchar por la conquista y el dominio con la indispensable implantación de la misma de uno u otro modo... Parte, en fin, que se podría planificar o al menos vislumbrar, para hacer que realmente "el hombre" se perfile a sí mismo... Lo que es en realidad, que unos hombres, los visionarios, asuman la edificación del futuro de/para todos los que un día vendrán al mundo por los primeros diseñado... hombres nacidos tras la necesaria instauración de un proceso de selección artificial o de domesticación definido dentro de la misma concepción y estrategia que se encargará de diseñarlos a ellos mismos en esa armonía con la que sin duda Kant soñara entre dudas idealistas y Marx soñara con malicia materialista.

Así, nos re-encontramos con la famosa hybris humana que se reviste a sí misma de una omnipotencia discutible. Una hybris que no duda en juzgar la de los demás, la de todos, asistido por lo único que se podría oponer teóricamente a aquella, la conciencia; lo que por fin le permite adjudicarse el derecho de dominarlos a todos, o de reclamarlo.

Esto nos remite a la problemática que tantas veces y desde tantos ángulos he tratado: la mecánica de la conciencia humana cuando llega a un grado en el que experimenta la certeza absoluta, dadora de una omnipotencia cuasi divina centrada en su cultivo. Un asunto que deja transparentar la Filosofía desde Descartes, como señala Heidegger en su estudio sobre el tema (El concepto de experiencia de Hegel, en Caminos de bosque, aunque yo entiendo que ya se encontraba en Sócrates y hasta en Parménides con su "medida de todas las cosas"), y que por fin, superadas las vacilaciones kantianas, se hace cristalino en Hegel, como queda evidenciado de la mano del propio Heidegger, añadiría que a su pesar o sea, desde su propia hybris intelectual. Y comienza a licuarse poco a poco después, en la medida en que la decadencia de la filosofía avanza inexorable.

A la vista de este fenómeno, parece inmediato el reconocimiento de un conflicto entre quienes sueñan un mundo para los hombres. piensen estos lo que piensen, se conduzcan como se conduzcan, tengan las idiosincrasia que tengan y sean cuales sean las relaciones de fuerza entre ellos, y el mundo real por esos hombres adoptado y construido en el fárrago de las múltiples interacciones que se desarrollan.

En cualquier caso, la visión intelectual (occidental, europea, moderna, cartesiana...) de Castoriadis no se puede separar del carácter de inflexión que le adjudica a la obra, como punto de ruptura entre una concepción de predestinación de origen divino y una concepción de "autoconstrucción del hombre". Sólo puede tratarse de una intento más de reescribir el pasado para ajustarlo a las necesidades del futuro deseado. Algo ciertamente comprensible... siempre que no nos dejemos engañar, ya sea valorando por sabia o semidivina la capacidad reflexiva del autor, ya sea haciendo lo propio con sus contrincantes, uno mismo incluido.

La puesta en igualdad de los personajes en pugna ya desdice una intencionalidad de carácter ideológico, propagandístico, educativo de parte de Sófocles (algo que por el contrario Castoriadis sugeriría de hecho). La problemática que viven los dos dramaturgos clásicos me parece semejante... incluso la extiendo hacia atrás por un lado y hacia adelante, hasta nuestros días: la experiencia de la conciencia no le deja al hombre nada claras las cosas; o adopta apriorísticamente una omnipotencia potencial, en vías de desarrollo hacia el absoluto, o cede, más o menos parcialmente, esa omnipotencia en Dios. En cualquier caso: reconoce no poder saber nunca (lo absoluto como inalcanzable) o reconoce una causalidad metafísica que no sabe si podrá alcanzar con sus manos. No sabe, pero justifica... (y espero que esta involuntaria aproximación al pragmatismo, esta coincidencia que es circunstancial, no se me tome seriamente en cuenta...)

En Antígona, lo atestigua tanto el final trágico de Creonte, incapaz de escapar a un destino que se le impone como castigo (conjeturalmente, metafísicamente justificado) por su excesivo celo (situar La Ley, suya circunstancialmente, claro, por encima de lo particular), como también el final trágico que, por el contrario, Antígona acepta como propio desde un principio en tanto admite ser una pieza de los dioses, de la tradición y del destino; cosa que Creonte pretende haber superado gracias al poder que considera sólo amenazado por los hombres, ya sea mediante el poder "corruptor" del dinero o las mentiras proféticas que inducen a la superstición autodestructiva, veneno de adivinos y profetas que según él buscaría doblegar a quien se cree en posesión de su destino: el dueño circunstancial del poder supremo efectivo.

Lo demás es utilllaje y los acompañamientos intrínsecos a la estancia ante el mundo: el consejero, el hijo, el adivino...

Pensando como si me hubiese podido trasladar a ese lugar y ese tiempo, me figuro que las leyes de la polis habían comenzado a exigir un lugar de privilegio en competencia con las leyes de la tradición fijadas en el dogma religioso, y que la inevitable sensación de hallarse ante las primeras de manera cada vez más ostensible las pondría ante los ojos de Sófocles, mal que le pesara ideológicamente (es decir, que lo evidenciara como irreverente a lo establecido o adoptado por todos), en contra de la democracia bajo la que se regía la vida en esa polis en convivencia y cierto grado de vinculación con la tradición aunque (como se ve en la obra) nunca sin conflictos, nunca de manera integralmente concordante. Para ello, qué mejor que revestir la fuerza contrapuesta de la polis con las ropas de una tiranía... lo que sin duda es para mí una argucia típicamente literaria que justamente engarza con "el arte de escribir" tal y como se refiere a ello Leo Strauss cuando analiza lo esotérico y lo exotérico y la inevitabilidad de la condición de perseguido de todo intelectual que se precie de pensar bastante libremente.

La tiranía de Creonte es así una figura suficientemente clara a la vez que cómoda, y en todo caso puede involucrar a la propia democracia en sus momentos de mayor corrupción o decadencia... algo que la alejaría notablemente del ideal imaginado que jamás resultará alcanzado (y ni siquiera está en su dinámica alcanzar sino todo lo contrario... para lo cual, precisamente, el ideal figura en su bandera, esto es, en la propaganda destinada al desconcierto y al engaño).

Reinhard por su parte, resalta el conflicto que Sófocles dramatiza entre el amor a los consanguíneos frente a la pretensión de la sociedad política a imponerse (el tirano es la mejor figura para ello, pero no debería verse como la forma exclusiva: la sociedad, la polis, exige su lealtad sea la que sea).

Reinhard nos hace notar que la obra representó un punto de inflexión desde el punto de vista artístico, tanto en el conjunto de la dramaturgia clásica como de la de Sófocles en particular, resaltando dos aspectos encajados de esa índole básicamente "formales", lo que me lleva precisamente a pensar que "algo" lo habría exigido: la obra representa un cambio significativo o notable respecto de las anteriores del autor, el autor representa a su vez, todo él -toda su obra y tal vez desde esa obra en especial siendo las previas sólo preparatorias-, una ruptura dentro de la historia del teatro, del teatro griego o atrio, de la manera de realizar la creatividad... de sugerir posibilidades extremas (aunque cotidianas) que mostraran hasta dónde y hasta dónde el hombre era capaz de llegar en medio de los demás y debajo de los dioses.

Esa contraposición entre el Destino en tanto que el Absurdo que no comprendemos, como diría Camus, y la pretención dominadora y susplantadora de la omnipotencia humana es sin embargo algo que trasciende el tiempo (al menos dentro de esta era de racionalismo). La contraposición también entre las posibles conductas que se abren al respecto por culpa de lo desconocido y del Absurdo, a saber, la conducta de la omnipotencia desatada (como hybris) y de la adopción de la plena obediencia a lo Intangible, es igualmente un problema que sigue siendo actual en cierto modo; en todo caso, sólo ha sido falsamente superado o en todo caso adoptado como parte de la vida (Camus).

Heidegger (con Hegel), mal que le pese a Castoriadis (quien arremete contra la caricatura que él mismo fabrica a partir de Heidegger, la del nazi sin convicción intelectual, lo que podría dársele vuelta en su contra sobre la base de un rasero semejante), sostiene sin embargo que la obra pretende apuntalar igualmente la potencia basada en el cerebro más que en los brazos y las piernas, lo que nos diferenciaría por sobre todas las cosas de los animales (un leit motiv que signa toda la historia de La Filosofía.

Caricaturizando los brazos del hombre, que salvo en casos de insanía son controlados por el órgano de la simbología, esto es, el cerebro, Heidegger traza la línea de separación entre el animal y el hombre dentro de un territorio propio, en una variante apenas de lo que hiciera tanto Sófocles como Castoriadis, Sócrates como Hegel... es decir, la intelectualidad indo-europea desde los más tímidos tiempos del Zaratustra original sumerio y de los primeros en autolegitimarse como descriptores y enjuiciadores del mundo y diseñadores dignos de fiar de su destino... mediante la escritura, el medio ya no sólo de nombrar sino de narrar.

La tragedia, aunque se pretenda afirmar lo contrario, en todo caso inflexiona en una cosa: La Polis aparece en ella no como la excelsa obra de la autocreación humana, sino como una nueva imposición divina, algo con lo que los hombres se encuentran al crecer, como algo dado a lo que deben someterse, amoldarse, adaptarse, conformarse. Y viven esa relación de manera obviamente ambivalente: son como corresponde a La Polis, pero sufren la represión impositiva de la misma sobre sus sueños y sus apetencias.

Ante, o bajo, ella, el ser humano se descubre un actor-marioneta de los dioses o de lo que ellos debieron haber generado (no olvidemos que La Polis es sagrada y debe ser respetadas sus leyes como parte de una conducta piadosa) y de su caprichosos e incomprensibles designios, a veces justificados compasivamente y otras denostados con ira y grandes dosis de sed de justicia.

Producida indudablemente por los hombres, piedra sobre piedra, resultado experimental sobre resultado experimental (por otra parte, como la vida misma diera por resultado a cada una de las especies y organismos... conocidos o no, eficaces o no...), La Polis, la sociedad jerárquica y reglada, el Estado, las instituciones... no deja así de representarse a los ciudadanos como una imposición involuntaria que en el mejor de los casos deben resignarse a legitimar o refrendar cada día... o contestarla a veces.

Sin duda, el hecho de que esa creación colectiva, no totalmente libre e incluso muy condicionada, se sienta de ese modo, sólo puede ser explicado por el hecho de que es un resultado más de su producción colectiva de artificialidad. Aunque se trata de una artificialidad que apuntala la fragmentación, que nace de ella como modo de imponerse, creando laberintos y ritos de admisión y de rechazo.

Producción que, como manifestación por excelencia de la creatividad transformadora del mundo para beneficio adaptativo del hombre dentro del esquema de la fragmentación dada, es decir, para beneficio o apuntalamiento de la fragmentación ya instituida, siempre irracional, absurda, en la que todos colaboran aunque sea a su pesar (y ahí es donde aparece La Tragedia) es auto-condecendientemente o autocomplacientemente, como Creación Continua del Mundo Real que es... Justamente, es en esta mecánica que busca estabilizarse y consolidarse hasta el límite, donde encuentran su derecho quienes la defienden. Pero, también, quienes piden reformas que sólo pueden apuntar a conservar la estructura de la fragmentación de uno u otro modo... o la nada inoperante. Así es como se combaten de palabra las actividades y desarrollos que en realidad tienen por fin básico la guerra o el ruido mercantil del intercambio capitalista, como la sujeción de toda producción vital y propagandísticamente beneficiosa para la salud física y la reproducción -alimentación, medicinas, etc.-, la lucha política moderna, la fiebre legisladora, la ansiedad consumista, los efectos contaminantes del "progreso técnico", etc. La Polis se afirma y desarrolla (complejizándose, burocratizándose...) y es objeto de "crítica" en el entronque de las diversas facultades y debilidades de los miembros del grupo. Se impone a todos como si se tratara de algo que viene de una instancia a la que sólo queda obedecer, y ello a pesar y por el hecho mismo de que es un producto realizado por todos, una construcción colectiva que sin embargo responde inicialmente a una primera conveniencia dominadora y a su correspondiente engaño mediante promesas, para luego continuar su senda inercial en el curso de la que sólo puede intentar afirmarse a sí misma y ponerse en crisis en el límite.

Esto era percibido por los dramaturgos clásicos, a quienes esa realidad se les imponía igualmente; y eso es lo que expresan sus obras. El absurdo que llegara a ser tan precisamente definido en pleno siglo XX y que invitara a una reformulación conciliadora basada en el vacío conceptual (que es lo que propone el pragmatismo y el relativismo), reside justamente allí: todos hacemos el mundo, pero no podemos evitar que se nos imponga dejándonos insatisfechos. El mundo perdido y tal vez recuperable, no tiene por qué ser el que nos propusiera Mauss con su recuperación del potlatch bárbaro o primitivo (las guerras y los genocidios son después de todo su versión compleja), sino la renuncia a la pertenencia a una Gran Humanidad y, por qué no, la separación de algún que otro grupo que pueda considerarlo, es decir, que sepa/pueda renunciar a la inercia institucional y social vigente y a lo que de ella extraiga (a costa de otros/en progresiva merma/etc.) para seguir viviendo... Algo que de todos modos no derivará de la voluntad en el sentido absoluto que se le asigna, sino de las circunstancias en cuando hayan excedido un cierto límite (que no tiene por qué ser objetivamente catastrófico en un sentido global, sino así percibido) y den alas a una cierta voluntad que quizás vuelva a presentarse como si hubiese sido "revelada".