martes, 31 de diciembre de 2013

Tres microrrelatos publicados en Lectures d'ailleur (en francés)

La casa

Retrocedía de espaldas mientras enmarcaba la fachada con precisión maniática, intuyendo que se avecinaba algo terrible... aunque sin saber (o no querer) preverlo con suficiente nitidez. Contemplándola a través del visor de la cámara, la angustia iba desplazando la furia con la que había reaccionado a los injustificados portazos y al intempestivo trepidar de las paredes y del techo, y la intención que me impulsaba a tomar la foto se desdibujó: la de conservarla conmigo para odiarla. Seguía sin comprender por qué se había comportado de ese modo, como si hubiese sido presa repentina de una borrachera, o de un ataque psicótico... Pero la propia incomprensión había comenzado a debilitar mi resquemor, y en ese mismo instante estuve por volver a insistir, por entrar de nuevo a la casa, aunque sólo fuese para retomar el intercambio de reproches, tal vez con la misma enloquecida rabia..., tal vez... para suplicarle un poco de piedad... En ese momento, estuve dispuesto, como habitualmente, a renunciar a mi decencia, a someterme, a ser admitido a su lado aún a costa de la esclavitud o la mendicidad, a prometerle lo... lo que acabaría, ¿por qué esta vez sería diferente?, por poner en riego mi derecho a las ya pobres migajas de cariño con las que me había contentado últimamente. Una ola súbita de resentimiento me forzó a apretar los dientes mientras presionaba involuntariamente el obturador, inmortalizando, como se dice, la fachada. Y allí permanecí, detenido del otro lado de la verja que había traspasado unos momentos antes casi sin darme cuenta, incapaz tanto de darle la espalda como de correr a su encuentro.
    Entonces sucedió, y por fin pude comprenderlo todo. Y me derrumbé por dentro, como precisamente podía ver que le pasaba en ese instante a ella, en su materia y en su forma. ¡Pretendí aún no creerlo, pero así era: la casa se estaba viniendo abajo, pieza a pieza, pared a pared, desde el techo hasta los cimientos, allí, atrás..., desde atrás, desde el fondo..., para enseguida comenzar a deshacerse piedra por piedra, a desaparecer tras una densa polvareda que en cualquier momento se llevaría el viento, dejando ahí un solar lleno de escombros! “¡Ay!”, me recriminé entonces por mi lento discurrir, por mi elemental egoísmo..., a punto de caer de rodillas en la acera. “¡Cómo pude ser tan rudimentario..., y ciego...!” Sí, ahora recién lo comprendía: ella había fraguado todo eso, esa espantosa pantomima, ese truco malsano, la trampa urdida con el fin de que yo saliera de allí dentro a tiempo... y la sobreviviera! Ella sabía que no la dejaría por las buenas. Me conocía lo bastante como para saber que no podría convencerme, que habría preferido perecer con ella, abrazado por sus paredes hasta la asfixia, cobijado bajo sus vigas y cascotes hasta que la exhalación final. Demasiado le había demostrado yo mi servidumbre... Por eso, en ese instante, quise poder odiarla de nuevo, pero esta vez no lo conseguí, mientras contemplaba cómo se desvanecía sin que pudiera hacer nada..., y la fachada..., el jardín... y la verja... intentaban aferrarse a la retina con creciente dificultad, pronosticando que la memoria también se apagaría. En mis manos, la cámara temblaba con la foto dentro, frágil y efímera, incapaz también de remontar el tiempo para traérmela de vuelta.




Espejito, espejito...

Se miró seriamente unos minutos, observando sus facciones con detalle, para por fin ponerse a hacer morisquetas delante del espejo, añadiendo de vez en cuando un espontáneo sonido gutural. Así, se vio sucesivamente con cara de mono, de gnomo burlón, de viejo dolorido, de malo malísimo, de tonto, de mucho más tonto, y así más y más... Llevaba haciendo mil y una expresiones diferentes, sin que pareciera dispuesto a abandonar, evidentemente obsesionado por superarse en cada prueba... Parecía disponer de un arcón sin fondo, presumiblemente lleno de máscaras, que se sustituían en el reflejo unas tras otras para volver a mutar y mutar sin descanso. El espejo temblaba por el esfuerzo y había comenzado a hastiarse, a desear que esa secuencia, que se veía forzado a reflejar a pesar suyo con un creciente dolor de las mandíbulas, cesara de una vez por todas. Le habría gustado poder gritarle “¡Basta!” al otro, a ese idiota que se había plantado delante de él y que ya no sabía si sería siempre el mismo. Habría querido, al menos, devolverle una expresión desesperada, de rechazo... o de súplica... Pero ni el otro le dejaba un resquicio ni disponía de gestos propios que se lo permitiese. De repente, en el límite de la paciencia, y evitando perder la pose, ciertamente apropiada, que en ese instante capturaba, tomó en préstamo aquel rostro terrible que el otro le obligaba a reproducir y, extendiendo las fauces del reflejo, se lo tragó de un bocado.





El espejo portentoso

Era un espejo portentoso. Lo alzaba entre la multitud, en sus paseos, en fiestas y celebraciones a las que concurría o que organizaba a propósito, mientras se paseaba por entre los bailarines y los conversadores, sin formar nunca pareja o haciéndolo por conveniencia, para disimular; cuando acudía a la firma de contratos o convenios, a conferencias, a visitar familiares y vecinos o cuando recibía en su casa... Entonces, cuando alguien le resultaba agraciado o sugestivo, lo que medía por la temperatura de su envidia, se situaba delante y alzaba el espejo para contemplarse al tiempo que anulaba al otro... Lo hacía ante los más hermosos rostros, o si sus pieles eran notablemente tersas y de subyugantes tonos tostados, si sus ojos eran bellos, o su nariz o frente delicadas, inteligentes, si expresaban una juventud brillante, una seguridad desbordante, una sólida autoestima, incluso si vestían con elegancia inusitada... En cambio, cuando se topaba con alguien que le desagradaba, le volvía la espalda de inmediato y nunca, nunca, levantaba ante él el espejo portentoso. Lo hacía si intuía que se vería inmediatamente joven y bello, o, también, con fines algo más nimios, como para conseguir un admirado peinado, superando de ese modo, en un instante, al mejor en su estilo, que desaparecía detrás de su portentoso espejito; un espejito con un marco ovalado, labrado en la más rica madera y con una empuñadura de marfil de lo más delicada, pero que por sobre todo funcionaba maravillosamente gracias a no contener allí en medio cristal alguno que pudiera empañarse; a ser, para el común de los mortales, un marco sencillamente hueco en las manos de un molesto mirón.



(Publicados en francés y traducidos del castella no por Transbordo, en Lectures d'Argentine, volumen I, pág. 383.)

domingo, 22 de diciembre de 2013

Un primer poema de gato escrito por el no gato que soy

El gato persa-malayo (primer gato)


Con suspicacia de sabio,
El gato persa-malayo
Indaga en mi mirada.

¿No recuerda lo que espera?¿No accede al archivo
        de las reencarnaciones posibles?
¿O, más bien, descarta
       que lo sepa entender?

(¡Después de todo...
Él es persa, y anciano!
¡Y podría pensar que soy el tonto!)

Los ojos que se miran
       se han seguido,
Eslabones con cola.

Los suyos me bosquejaron
Los míos lo quieren recrear.
¡Ay, nuestra esclavitud es eterna!