martes, 19 de octubre de 2010

Por culpa de Mimí (por motivarme), por culpa de María (por inspirarme), por culpa de las mujeres y de las vueltas de la vida... ante las que uno ya no sabe qué hacer

Nietzsche experimentó muchos altibajos, pero sobretodo experimentó la fuerza irremediable de su propia idiosincrasia; la -en definitiva y para no ser compasivo con uno mismo y menos que con nadie- dependencia del autoproceso de conformación, como en principio pienso definirlo desde ahora. Producto de todo eso, a veces nace la necesidad de expresarse mediante la poesía. Y eso me pasa de vez en cuando. Pongo a luicio de mis pocos, leves y breves lectores, los siguientes versos nacidos de una de aquellas situaciones, es decir, de un "hubo una vez...":

Te querré sin que lo sepas
(desde ahora),
o sea, sin que lo tengas que sufrir,
sin que tengas que desplegar tus resistencias,
...a mis embates,
sin que tengas la obligación de devolver
...nada
...nada más que el recuerdo,
que es más de uno mismo,
fragmentado y filtrado como más guste,
como más pueda...
soportarse.

Algo que, como todo, es a la vez verdadero y falso, sincero e histriónico. Y ni siquiera sé si es poesía... digna.

lunes, 4 de octubre de 2010

Tólstoi, Nietzsche, Sócrates... y los límites de la conciencia radical

¿Son posibles unos intelectuales tan fieles a su raza que hasta el más mínimo atisbo de claudicación por su parte sean capaces de dejarse morir, ser marginado, ser exiliado, ser ignorado...? El más que economista sociólogo Thornton Veblen da un ilustrativo ejemplo de miembros de la clase ociosa, "jefes de la Polinesia", que preferían morir de hambre antes que llevarse la comida a la boca por sus propias manos (Teoría de la clase ociosa, Alianza Editorial, Madrid, 2004, pág. 67). Hemos oído de los muchos casos de guerreros que prefirieron morir antes que caer en la deshonra... De prisioneros que han preferido morir bajo tortura antes que traicionar a los suyos... Pero, ¿es posible el heroísmo intelectual a cualquier precio; es realmente posible un heroísmo... no a costa de morir sino de vivir en contra de uno mismo, no de dejar de verse en todo espejo sino viéndose minuto a minuto como un desgraciado e incluso como un monstruo?

Sócrates, Nietzsche, Tolstoi... reflejaron, entre otros muchos casos ejemplares, lo que es tener profundas convicciones, estas son sin duda los ingredientes decisivos que permiten establecer un paralelismo con el caso los casos del monarca de Veblen, los guerreros virtuosos de leyenda, los militantes de una causa ideológica... Pero, en el caso del intelectual de pura cepa, del intelectual que incluso se reconoce incapaz de transformar el mundo en un sentido militante y en todo caso sabe que acompaña al tiempo o eso cree en su trabajo lento y sistemático, ¿cuál es su límite?, ¿hasta qué punto es capaz de llegar hasta las últimas consecuencias no ya por la firmeza de sus convicciones sino por la radicalidad que le impone su conciencia acerca de sí mismo, de su grupo y de las posibilidades de continuar... ejerciendo?, ¿qué si llegara a reconocer radicalmente el sinsentido de su propio proyecto, de la propia práctica, y la dirección real que esa conciencia indica que siguen los amigos a los que acompañamos o que nos acompañan, seguimos o nos siguen?

El Zarathustra de Nietzsche pasa por un prólogo, un periplo contradictorio y un ocaso, fases todas que a su vez fueron prefabricándose durante los 30 años anteriores al primero.

En un principio, Zarathustra, incapaz de sobrellevar su desbordante copa de sabiduría (la sensación de estarlo y de serlo de sabiduría absoluta son sin duda suyas y no pueden ser corroboradas), baja de la montaña decidido a dar de beber de esa copa a todos los hombres (una decisión amparada por el cosmopolitismo racionalista moderno, sin duda). Y fracasa de inmediato: sólo obtiene pullas, risas y demás demostraciones de hastío y de ignorancia (ignorancia también desde un punto de vista indemostrable).

A partir del fracaso de la empresa, el sabio descubre que el pueblo no puede ser el receptor de su preciado néctar (y lo desmerece tanto como ya lo hiciera Sócrates al límite de la cicuta) y que lo que debe hacer es procurarse un reducido número de compañeros. Esos compañeros o camaradas, no obstante, deben ser sedientos y habrientos fieles, y no pueden sino existir para multiplicarse... una cuestión (problema) que queda sin ser atendida (tratada) en la obra de Nietzsche y que lnos enfrenta a un tema que he tocado otras veces como problema de la vanguardia. y también de la representación.

De todos modos, aún conseguidos los discípulos ansiados y en ellos es desbordada la sabiduría que llenaba la copa del sabio, éste termina decepcionado, al igual que tras los nuevos intentos de rescate, demostrándose lo insatisfactorio e inútil de esa tarea manifiestamente compulsiva y unidireccional. Por fin, el león ruge en el amanecer en el que el ocaso se perfila como única realidad de la conciencia radical, y la fiera los devora o al menos los hace huir... ymientras Zarathustra, iniciando al fin su mencionado ocaso, reconoce que a pesar de todo hay algo que está por encima de cualquier objetivo práctico, al menos presente: el amor que no puede evitar tener por su propia obra: esa simple y animal tendencia a preservar lo que se es y lo que se ha producido por serlo. Eso sí... una obra que sigue vinculada a una esperanza, a algo por venir, a algo promisorio...

Podría quizá optarse por seguir antes que no querer nada, como Nietzsche pensara en su juventud. Podría tratarse sin embargo de algo enteramente involuntario, algo que se impone, que de otra manera no se puede soportar. No la presencia del vacío en general, sino del vacío dentro de uno; no la indiferencia del mundo, sino la imposibilidad de hallarse, de asirse, de saberse...; no la orfandad del que está solo en medio de la multitud, sino del que ya no se tiene a sí mismo... del que se ha convertido en un alma en pena para sí a pesar de seguir siendo bien considerado por los otros y por el mundo... aunque como algo que él mismo, sí mismo, reniega, rechaza, le repugna... descubre que no es más que el reflejo potable que gusta, el que debe ser y se espera que sea en el mecanismo.

Tólstoi, nos cuenta en su página del ABC Cultural de este sábado pasado Rafael Reig (que roza hasta donde lo he seguido la siempre sugerente melancolía de la frustración), rescatando párrafos ciertamente jugosos de los Diarios del escritor y pensador ruso, dejó constancia de su toma de conciencia de la inutilidad de dirigirse al pueblo mediante la literatura; en concreto, a su pueblo de campesinos que era el que particularmente más le interesaba (ya de por sí, un escritor restringe de por sí su público en función de su lengua... lo que llegue al extranjero, traducido, es como se sabe sospechoso de traición a manos del traductor, aunque la tergiversación esté indudablemente presente en todas las fases, incluida la lectura, sea que se la considere más o menos objetiva o se atribuya su mala interpretación a la suspicacia del autor...) El párrafo es sin duda transparente para quien sea capaz de llegar a la misma conclusión en lugar de negarla, tergiversarla o intentar olvidarla bajo capas de sedimentos... Escuchemos a Tólstoi con los ojos con esa prevención hacia nosotros mismos in mente:
"Qué difícil deshacerse de la abominable y pecaminosa propiedad", señala refiriéndose en primera instancia a sus tierras, que diera "a los campesinos", de quienes por lo visto y a tenor de un hondo sentimiento de culpabilidad que enraizaba en la fe cristiana aunque como si lo hubiese hecho en la mala conciencia contemporánea tercermundista, rendía culto por encima de todo, "porque su vida es muy seria", al punto de aceptar la dificultad para complacerlos literariamente en nombre de la misma: "...hablando sobre la impresión que producen los libros en los campesinos", "porque su vida es muy seria. Eso es lo importante."
Reig hace referencia al tema hondo que a él particularmente le interesa, un aspecto para mí colateral y menos significativo, naturalmente respecto del que me interesa a mí, que es el de la denodada búsqueda de repercusión, de público, en el que el propio tema de Reig se enmarca. Claro que nos podemos quedar en el "qué pasa si no escribo", ya sea si se dirige a todos, a semejanza de la respuesta del chulo, ya sea como interrogante introspectivo. No dar respuesta no es cerrar el caso sino en falso. La pregunta, como tantas otras que nos invaden, vuelve a golpear insistentemente nuestra puerta.

"Algo pide ser escrito", titula y sostiene Reig en su artículo, pero... ¿es que lo dice quién, lo certifica o legitima qué, se trata de un ente no creado que lo impone, ¿al mundo?, ¿a la Humanidad?, o de un supuesto ideado en cuerpo y alma, otra vez, por el hombre, es más, por ciertos hombres, que si ya no dicen como Sócrates, me lo dictó un Démon, porque ya no se estila, prefieren decirlo a la vez que sugieren, positivamente, que es mejor callar...; "Algo", pues, que es lo que el propio intelectual cree que debe... siente que debe... sufre que desborda...? 

Dice también Reig que Tólstoi nunca dejó de interrogarse sobre el sentido de lo que hacía. Todo lo indica, pero ¿se contestó radicalmente Tólstoi a sí mismo, lo reflejó en todo caso en sus diarios, rescata esa respuesta Reig... o simplemente la reduce a la diyuntiva de escribir ficción y en particular novela u... otra cosa... por ejemplo "juguetes didácticos para los más pequeños" (sic).

La exigencia, en fin, nos remite una y otra vez a la propia idiosincrasia, a una idiosincrasia específica que siente que la propia copa está repleta... aunque a veces -y cada vez más frecuentemente, todo hay que decirlo- que tan sólo le gustaría tenerla llena y para ello la llena con pobreza y mala caricatura (y espero que la ironía sea autoexplicativa en todo su sentido). La exigencia, en fin, nace de un Yo específico que busca ser reconocido, donde esa necesidad y la otra son intercambiables como el huevo y la gallina. Se trata de un problema que reside fundamentalmente en quienes sufren la convicción de que su facultad de reflexión es su mejor arma, y lo sufren porque día a día es lo que constata su inteligente intuición o su inteligencia intuitiva, antes incluso de reflexionar sobre ello, sin tener que reflexionar sobre ello, al practicar una y otra vez esa facultad en un entorno que demuestra valorarla y respetarla y que uno quisiera expandir hasta el mismísimo infinito... y volverse por fin realmente divino. Nada por cierto muy distinto del soldado que descubre su capacidad para matar y arriesgar la vida por algo inmediato y tangible aunque no pese en oro sino en honor y reconocimiento. Y se nace en el interior de tales entornos... no en un mundo intemporal ancho y ajeno. Un pequeño mundo que crece un poco y cuyos límites aparecen antes o después, donde nacen los límites de los demás mundos... como el de la vida muy seria de los campesinos de Tólstoi, a quienes "es difícil complacer". Y eso, como bien intuyera Tólstoi, "es lo importante". Eso: que su mundo no es el del intelectual de la copa desbordante.

Tólstoi, por otra parte, manifiesta aquí una modestia que se encuentra en las antípodas del amor propio del Sócrates resentido con Atenas, pero no por ello nace de otra cosa que del propio amor a sí mismo. Como Nietzsche sintiera a pesar del ocaso de su personaje, es decir, de su conciencia en el límite, Tólstoi reconoce también que a lo sumo concitará la complacencia de sus propios compañeros... que a lo sumo y en definitiva... escribe para los demás intelectuales, esto es, que no escribirá jamás para los campesinos ni para el mundo entero (el número de ejemplares de Guerra y Paz vendidos hasta hoy globalmente, el centenario que se celebra a la par del Día de la Madre, Navidades y Halloween o alguna de las Noches en Blancos o como se llamen... se contrapone ostensiblemente, insultantemente, con el análisis que hace por ejemplo Isaiah Berlin o cualquier otro crítico de enjundia -al margen de sus predisposiciones ideológicas-; se venden millones, se capta bajo mínimos, se reduce todo a batallitas y amoríos folclóricos o costumbristas...; ¡la obra más familiar de Tólstoi es metamorfoseada en best seller de todas las épocas, como El Quijote y todas las que tengan algún gancho!; ¡cada una reconvertida una mañana en un escarabajo que descansa sobre los expositores temáticos de los supermercados de la cultura extensa... o líquida).

Es más, en el fondo de sí mismo, debería haber reconocido, si es que no lo hizo al menos una vez, que escribía para la posteridad, para, realmente, los intelectuales del futuro, que siempre serán un puñado (y si lo hubiera podido adivinar: cada vez más reducido en la medida en que la redistribución es crecientemente organizada por la mediocridad, es decir, políticamente hablando, por la burocracia dominante, regida por su tabla de valores oportunistas inestables y su meta fija de poder político). ¡Oh, sí!; la posteridad o el Hades... nos escucharán mejor de lo que nos escuchó el presente, donde fuimos tan penosamente incomprendidos, donde el mundo convertido en ente maligno y animado nos ignora, estúpido o altanero, qué más da, lo que calme nuestro resentimiento... o en todo caso, como en Tólstoi, nuestra adoptada resignación cristiana.

Pero también está ahí, como puede verse en los ejemplos, hasta qué punto la conciencia es peligrosa, siendo capaz de poner en riesgo su propia función preservadora. Porque no otra cosa sino una temeridad es rechazar definitivamente todo subterfugio, toda concesión claudicante, todo intento de olvido, de negarse tres veces (Pedro o Pablo) al hijo de dios que era uno mismo por el temor de ser negado una sola vez pero para siempre por el pueblo, con el riesgo de acabar como los héroes de la tragedia griega a instancias de su húbris, condenados por sus propios dioses y sus culpas, o suicidándose de hecho o de derecho; incapaces de soportar... el fin en vida de su propio Yo, el fin del ermitaño, y dejar simplemente que la copa se vuelque en tierra infértil y agrietada...

Hoy es difícil para el intelectual el equilibrio: nunca hasta ahora fue tan fuerte el empuje hacia la conciencia radical de sí mismo, nunca tan estrecho el espacio para ser un intelectual de pura cepa o algo parecido, y al mismo tiempo, nunca se sintió por ello tanta angustia, tanta orfandad, tanto no creer que valga la pena añadir más leña al fuego, más néctar a los ríos de zumos concentrados que corren impetuosos sepultando vertiginosamente los sedimentos anteriores.

Tal vez se trate, como lo dibujara Freud y lo adornaran sus epígonos, seguidores y superadores, el por él denominado Ello, pero en cualquier caso no parece otra cosa que la conciencia radical de la inutilidad total (la conciencia temeraria que parece no temer arder en la hoguera que ella misma alimenta)... para... para... para guiarse en el mundo... guiándolo... ¡Sí, creo que eso, si no aún por completo, ha comenzado a acabarse! Y mal que mal, es el instinto siempre alerta el que hace que muchos lo perciban, lo huelan, y... por ahora lo echen bajo el tapete de sus cómodos despachos de escribientes.

Ya es innegable la fuerte dependencia del cuerpo, es decir, de lo que se es, de lo que uno mismo siente de uno mismo, de su fidelidad hacia aquello que define nuestra senda... prisioneros de nosotros mismos, cada vez  caben menos trampas que permitan lavar la ropa y mantenernos aparentemente puros... Ya es innegable (aunque siempre se podrá insistir con subterfugios, apelando al autoengaño aunque duela para ser práctico y a no perder todo contacto con el rebaño) que todas y cada una de nuestros atributos tienen doble filo, y que en el límite pueden cortarnos. De todos modos, creo que cabe aún la simple y silenciosa renuncia a seguir  contribuyendo a complejizarlo todo hasta el colapso que promete su propia dinámica, y, en todo caso, si no queda más remedio que responder al imperativo de la sangre, al menos dejar de esperar algo como resultado de la propia obra. Y menos de los campesinos.