lunes, 19 de marzo de 2012

Diabólicas palabras

En Más allá del bien y del mal, Nietzsche exclama desesperado: "¡No deberíamos dejarnos seducir más por las palabras!". De la mano del fauno Sileno, que por lo visto él también se sintió empujado a secuestrar para arrancarle el secreto divino, llevaba 14 años llevando hasta la cima el descubrimiento de que el hombre prefería querer la nada a no querer y lo haría aún otros 14 años más, hasta su muerte.

¿Cómo no desesperar? ¿Cómo no reconocerse frustrado por el escaso efecto de sus palabras en el mundo y, por el contrario, la sensación de que las que se oían eran sólo las que favorecían el autoengaño? Y, por ende, ¿cómo no reconocer por fin que detrás de esa frase se encierra la típica combinación de esperanza y pesimismo que caracteriza a quienes pedimos amor mediante la escritura y, en sentido amplio, mediante la comunicación? ¿Que, ni más ni menos, escribimos conservando la llama de la esperanza a punto siempre de extinguirse, a punto siempre de recibir un golpe de viento que la apague, y acariciando el vacío que se abre, negro y definitivo, a nuestro alrededor; un abismo circular, un anillo de muerte al rededor de una plataforma en la que estamos solos, gritando, y que se estrecha hasta llevarnos, paso a paso, día a día, hora a hora, a perder el equilibrio?

En Historia de dos ciudades, Dickens (al margen de su brindis final en favor de la redención individual como única escapatoria posible a los ciclos de la malicia humana) hace un tajo en las vestiduras de la realidad y expone la carne palpitante al frío... y al siguiente tajo que la hará sangrar. Nos la pone tan cerca como sólo puede hacerlo la mentira, con palabras, con imágenes mentirosas que la subliman... y que nos seducen, que nos engañan para que contemplemos no la realidad a la que le negamos la mirada sino su propio mensaje oculto, el mensaje del escritor que alza su grito contra todo lo que, constituyendo el mundo, atenta contra lo que todo ser sensible desea (lo que lo hace precisamente gritar): un mundo sin una gota de crueldad ni de destrucción visibles, un mundo "burgués", como lo habría llamado Flaubert... al tiempo que desea su advenimiento y su estabilidad. Un mundo que evite el vaticinio del "bromista" que "con su dedo manchado de vino..", anuncia "SANGRE". 

La impecable puesta en escena que allí (¡y tantas veces más!) nos ofrece Dickens, porque cuando se dice "las palabras" en realidad se habla de las "puestas en escena" de las imágenes que se trasmiten con palabras, de escenografías que nacen de la "puesta en situación", del montaje y los elementos dramáticos que se ponen ante los ojos como la realidad no suele permitírnoslo, nos describen un mundo que para nosotros (y para el autor) ya fue pero que en la narración se anuncia... como si se viera venir y que en parte desea la Revolución en ciernes, que personifica el tabernero que recrimina la conducta del "bromista" para mantener oculto aquel espontáneo mensaje delator de los supuestos y contenidos deseos del pueblo; para mantenerlo, aún, en secreto, embozado hasta el momento oportuno, ese momento que se ve venir, que se prepara, pero porque se presenta como ineluctable y que por tanto se justifica: "la calceta" del destino, que teje incansable el pueblo de Francia representado por el matriarcado de los oprimidos (y resentidos) con el fin infructuoso de atrapar la Historia en su trama.

Con sus palabras, con su puesta en escena, nos habla del horror esperanzado que se teje... y que al fin, como sabemos, llegó tras la máscara del justiciero para acabar resultando desconcertante y frustrante, y que, por fin... hemos convertido en folklórico...  (*) Una puesta en escena que la permanencia de la escritura, de la mencionada novela en este caso, intenta volver a traernos a la memoria de manera a la vez mentirosa... y bella. Sin duda, Dickens aspira a que nos hagamos cargo y marchemos junto a él hacia un mundo en el que nada de aquello se repita. Que tomemos "conciencia", que nos "tiremos de los cabellos" como Münchhausen, como decía Nietzsche (Más allá del bien y del mal, af. 21). Y para ello apela a su maestría para conmovernos, cosa que sin duda consigue... aunque luego, en cuanto se piensa un poco, intentemos sacudírnoslo de encima o aprovechar para reír, ¡reír de la miseria!, gracias a esa maestría, en sus mejores momentos, los aplicados a la ironía, cuando, precisamente, se abandona a la desesperanza.

Sus palabras y su puesta en escena son así... simplemente bellas. No consigue alzarnos contra la estupidez sino la refuerza. Nos seduce con su belleza más allá de toda conciencia y, a fin de cuentas, nos llama a admirar al escritor, a la perfección (relativa) de sus construcciones imaginarias.

Por eso, hasta los que participan de los nuevos horrores o en su preparación y desencadenamiento, pueden también admirar lo que realmente se rescata. Nada de "conciencia" sino pura vanidad. Y en ella, justamente, se realizan, a la vez, tanto la del escritor como su frustración, su vacío, la parodia de lo que pretendía: el halago de todos los que no han comprendido en realidad nada de nada, de todos los que mirarán hacia otro lado y no a lo que amasan día a día con sus propias manos lo que, entre todos, inclusive con todos los que desaparecieron y nos dejaron así las cosas, vendrá.

Como Ulises, nos dejaremos seducir por las palabras... bien atados previamente al mástil de la nave, para no perdernos. Y eso... apenas si nos colma. Gozamos de la música, gozamos componiéndola, pero la gloria sigue quedando muy lejos. Y lo que deseamos es la gloria de los héroes (¿o no sigue la inmensa mayoría identíficándose con ellos, inclusive en sus versiones más rudimentarias y miserables, los héroes de la Marvell, por ejemplo?), la apoteosis que sólo podría preceder a la muerte para quedar congelada, esculpida en piedra, para siempre; porque después ya no habría lugar para nada, sobre todo no habría lugar para sentir que lo conseguido no valía realmente nada.

Heidegger fue sin duda uno de los más grandes hipnotizadores mediante "la palabra" (basta ver los primeros párrafos de Tiempo y ser -no Ser y tiempo, su "obra extensa" aquí un tanto reconsiderada-), una facultad que provocó el temor de sus colegas al punto de impedirle dar clases después de la guerra, curiosamente acusado de lo mismo que se le endilgó a Sócrates: pervertir a los jóvenes... algo realmente sencillo desde el púlpito cuando se habla bien y tan... misteriosa y proféticamente... Pues, en referencia a "los poetas" que como Hölderlin experimentaban el insoportable peso de la vanidad, o sea, su vacío atractor, Heidegger decía en 1946 que Hölderlin comenzaba a sentir: "que en la historia universal se ha apagado el esplendor de la divinidad", que sentía su época como "la noche del mundo", por lo cual la consideraba "tiempo de penuria", y reconocía que "cada vez se torna más indigente", un "invierno infinito" (¿Y para qué poetas?, en "Caminos de bosque"). 

Heidegger trata de decirnos qué quiso decir Hölderlin (y también y especialmente Rilke), pero, ¿qué nos han querido decir los tres? Algo se estaba manifestando para que ello fuera así en su tiempo que, puesto que llega hasta diciembre de 1946, cuando Heidegger escribe y pronuncia esta conferencia, no es sino el de "la noche" de la modernidad, aún añorado o velado (en  1901, en 1946... y aún hoy por los que nos extinguimos -o se extingue en nos- provocando aún un cierto dolor nietzscheano). Describe esa "noche" en una frase; sería "La era en la que falta el fundamento".

Sin duda "los poetas" se sienten en el derecho de representar a quienes "señalan a sus hermanos mortales el camino hacia el cambio" (ibíd.), pero, ¿acaso el que lo sientan de ese modo da lugar a que "sus hermanos mortales" lo reconozcan más allá de que haya algunos, "los amigos" que diría Nietzsche, que haciendo lo de Ulises luego pasen de largo y se desaten, ocupándose casi de inmediato, de "otra cosa", superada la embriaguez de las palabras? Y puesto que esto último es lo que se percibe, puesto que el mundo (este es el signo de que estaría atravesando "su noche") ya no está dividido como antes en unos hombres divinos que gozan entre sí con sus palabras (Baudri de Bourgueil, citado por Roger Chartrier en "Inscribir y borrar") sino que los divinos o son rechazados por la, hoy ilustrada, masa (con "carcajadas" o "extraños ruidos", como en la escena de la plaza del Así habñló Zaratustra) o claudican para ganarse su alabanza, ¿no se trata de una frustración inevitable, de "una noche" sin alternativa, de una manifestación de dolor ante un mundo que ha comenzado, ¡ya en tiempos de Hölderlin!, ha dejado de ser para "los poetas"? Y si es así, como todo indica, si se trata del dolor de cierta gente ("los poetas") que han sido definitivamente destronados por las masas ilustradas del trono fantasioso en el que nunca en realidad llegaron a sentarse (el trono detrás del trono), al menos en tanto que verdaderos "poetas" (y "filósofos"), es decir, en tanto que honestos y consecuentes hasta donde "llega cada uno, a donde puede" (Hölderlin, citado por Heidegger, ibíd.); si se trata, en fin, de un caso particular ligado, tanto en su nacimiento como en su reproducción y extinción en el tiempo, a un camino previamente iniciado y a circunstancias dadas, ¿por qué sino porque nadie puede hacer otra cosa que defender el propio yo ya producido vamos a contemplar con veneración hipócrita -¡de qué otro modo!- ese pesimismo crónico, inevitable, recurrente, con más o menos brillantez o más o menos simpleza... que se sufre al ver cómo las posibilidades que nos deja el mundo... no sólo se cubren de la oscuridad de la noche, sino de la de la muerte, de la de la noche eterna? ¿Porque demos dignidad a nuestro "buen gusto", como se expresaba Nietzsche, porque consideremos buena para todos lo que no es sino ventajoso para "nuestros iguales" (o esa fe compartimos con ellos), "iguales" de los que cada vez se encuentran menos o están muy ocupados y que tal vez nunca en realidad existieron y que por eso nunca se encontraron, que por eso se acaban entregando a las fieras (Así habló Zaratustra, final), concluyendo que tendremos que "eliminarlos del todo", "¡y también reír!" (Más allá del bien y del mal, af. 27)?

Nietzsche sabía muy bien, ¡en carne propia!, lo difícil que era para un pensador o un creador de historias (la de la realidad criticada es sólo una de tantas y reviste muchas formas) andar entre los hombres; más precisamente: "entre hombres que piensan y viven de otro modo" (ibíd.). Su queja sigue siendo la de siempre y la de todos, la de "nosotros los mandarines del pincel chino, nosotros los eternizadores de las cosas que se dejan escribir (...) ¡Ay, siempre únicamente aquello que está a punto de marchitarse y que comienza a perder su perfume!" (ibíd., af. 296). Sí, a pesar de saberlo, duele experimentar la dificultad en "ser comprendido" (ibíd., af. 27) y la de conquistar sin doblegarse la "compañía (...) de nuestros iguales" (ibíd., af. 26).

Sin duda, la noche (eso que nuestros ojos consideran noche, incluso un "invierno infinito") se extiende, se prolonga, crece, aunque sólo para ocupar el lugar de los días en una marcha que tal vez no pudo desarrollarse de otro modo. Una simple cuestión de inclinación del eje de la Tierra, "lleno de ruido y de furia que no significa nada".



(*) Basta ver en las redes sociales cómo se hacen referencias a la toma de la Bastilla (y al asalto del Placio de Invierno) por parte de los nuevos poseedores de "la verdad" (del dogma) que parecen anunciar (¡otra vez, esta "definitiva"!) el advenimiento de La Justicia Universal (repartidora de migajas... por quien sea que se haga, como sea, con el botín que la permita)... lo que lógicamente, convierte en nimios los circunstanciales y jutificados incendios de contenedores o las circunstanciales y justificadas roturas de escaparates (saqueos incluídos), como un@ de los referid@s comentaristas vociferantes propagó entre otros en una de esas redes... No puedo imaginármelos más que ocupando algún día el puesto de un renovado locutor al estilo de Las Mil Colinas ruandesas, y no puedo evitar temblar ante tales perspectivas.