Fue
por pura casualidad, en parte provocada por eso de llevar todos los días
el cántaro a la fuente, en este caso tras sistemáticos intentos de dar
con el rostro soñado. Pero, fuese como fuese, supo de inmediato que
había dado con la solución perfecta. De inmediato corrió a la calle para
comprobarlo y buscó al sabio más sabio
y, colocándose frente a él, cara a cara, alzó el espejo entre ambos y se
contempló unos instantes. Luego corrió hasta dar con el más joven y
apuesto mozalbete, y repitió el experimento. Había aún muchos para
elegir, incluso más allá de las murallas de la ciudad...; sí, por fin
tenía todas las posibilidades a la mano. Una sonrisa iluminaba su rostro
como hacía mucho no pasaba. Involuntariamente alzó el espejo para
contemplarse, pero sólo consiguió ver a través un trozo de la ciudad
circundada por un óvalo de madera. ¡Es verdad!, se dijo; había olvidado
que lo que sostenía era el marco vacío del espejo del que el cristal se
había desprendido. Pero no se trataba de una antigua fábula oriental
sino de la realidad, y no podía suceder que perdiera para siempre la
posibilidad de volver a contemplar el propio rostro. En el mundo real,
en el que él seguía moviéndose, sólo sería necesario contar con dos
espejos, uno para cada menester, uno para cada momento de la vida.
Madrid, 27-9-2012