miércoles, 27 de julio de 2011

El insoportable peso de la incoherencia intelectual (1): la "Confesión" de Tólstoi

La Confesión, de Lev N. Tolstói, es uno de los textos que transparentan y resaltan, a modo de lupa, la problemática que caracteriza al intelectual (europeo, claro), cada vez más sumergido en transcurso del tiempo bajo el tsunami de la cultura de masas reduccionista "al alcance de todos".

Es uno de esos textos difíciles de ver escritos por los pensadores de hoy en día, cuando, paralelamente a lo antedicho, una masa de productores de "esa cultura occidental" experimenta una seguridad dogmática que no parece tener fisuras ni contradicciones. Algo que sólo ha crecido sin límites desde el siglo XIX hasta estos días al mismo tiempo que ha mermado el número de campesinos.

En la Confesión (citaré las páginas de la edición de Acantilado, Barcelona, 2010) se pueden apreciar las características distintivas de esa subespecie que Paul Valery calificara como la "que se queja", dando de ese modo una caracterización que a mí me resulta demasiado amplia y a la vez conciliadora con lo que muestran los tiempos que corren... Salvo que se acepte que todo puede ser "cultura" o que la subespecie tradicional se hunde en un proceso de extinción inexorable. En este sentido, el conflictivo y desgarrador texto de Tólstoi, al hablarnos de esa problemática como idiosincrásica, nos pone ante una realidad que se aleja y hasta se desprecia, sea esto en nombre de lo que se ha llamado "el compromiso" (militante, claro), sea en nombre de "las leyes del mercado" que con su "inteligente" "mano invisible" nos conduciría por "la buena senda". Aquí, no debería resultar extraño que Tolstói se inclinara por el irracionalismo, habida cuenta de lo que ya debía ver venir de la mano de su opuesto, de su verdadera naturaleza engañosa, tramposa, desconcertante, capaz de dar a la mentira un ropaje que le permitiera justificar y afirmar la tranquilizadora "certeza" del dogma; un trabajo que como bien supo ver Nietzsche comenzaron los filósofos clásicos e instituyera de ese modo la figura de Occidente (cristianismo por supuesto incluido).

Preso de esa problemática, Tolstói confiesa la duda sistemática que lo atormenta por no poderla adormecer ni ignorar, la imperiosa necesidad de capturar lo visible en una narrativa autocomprensiva, el grado especialmente alto en que se les hace insoportable la incoherencia interna que aquello genera, en especial respecto de la conducta y el deseo. Ese tormento es el que lo llevará a darlo a conocer y confrontarlo o exponerlo en busca de una respuesta, de "otra" respuesta, en definitiva, de "la respuesta" que al no hallarse en tanto que definitiva, hasta el propio intelectual apela a Dios.

De entrada, Tolstoi se atribuye una intencionalidad maliciosa y autocondenatoria que implica el rechazo propio y el de cualquiera de los intelectuales de su estirpe:
"Es terriblemente extraño, pero ahora lo comprendo: nuestro verdadero objetivo, nuestro deseo más íntimo, era obtener la mayor cantidad de dinero y de alabanzas posible" (Acantilado, Barcelona, 2008, pág. 19)
¡Esa autoinculpación, ese descubrimiento de lo que es vivido como un pecado imperdonable, tiene su base de apoyo en la concepción que el intelectual tiene de sí mismo y de su extraordinaria facultad: se parte, indudablemente, de que la mente más consciente debería ser pura...! Y precisamente sobre esta convicción interna, pronto "descubrirá" que en realidad no sólo aquello sino la vida en general parece "inútil" (ibíd.), que la idea de que "todo es racional" era una justificación para sostenerlo (ibíd.), que se sostiene "mientras dura la embriaguez de la vida"... hasta que "uno se quita la borrachera" y se hace "imposible no ver que todo es un engaño" (pág. 35).

La propia fé en la capacidad intelectual lo lleva a verla como un simple y puro "tormento" (pág. 36), un "sentimiento que me empujaba, cada vez con más fuerza hacia el suicidio" (pág. 40).

Pero el intelecto, la facultad de reflexión, la autoconciencia, vuelve a imponerse sobre la desesperación tanto como se puso sobre la felicidad insatisfactoria del simulacro. Entonces comienza un denodado proceso de "búsqueda" (pág. 41) que pasa por una conclusión en la que precisamente no ahonda, no cava hasta la raíz, a saber, "que sólo había tomado por ley algo que había encontrado en mí mismo" (pág. 45) y a pesar de ello o tal vez por esa insuficiencia, siente que "Lo más importante (...) la cuestión de qué soy yo con todos mis deseos, continuaba totalmente sin responder" (pág. 46). En esa "búsqueda de respuestas a la cuestión de la vida, experimentaba exactamente el mismo sentimiento que el hombre que se ha perdido en un bosque" (pág. 53). Y tras comprobar que cuatro grandes "conciencias atentas" y honestas (como las habría llamado Camus casi un siglo después) remiten a la vanidad del mundo real y cotidiano poniendo fuera de la vida, sea "muerte" o "nada" (pág. 65), y llegar a la conclusión de que eso mismo "lo han dicho, pensado y sentido millones de personas como ellos. Y (...) yo mismo." (ibíd,), Tolstói, incapaz de reconocer ni siquiera en este punto extremo la primacía del instinto sobre los mecanismos de la mente, la pertenencia de la reflexividad a los marcos del instinto, es decir, de la animalidad contra la que sigue intentando, al igual que los sabios que menciona hacen en el fondo, se vuelve a... "la vida" (pág. 67), rechazando una vez más los fundamentos suicidas y las alabanzas a la muerte o a la nada, en cierto modo, algo que se formalizará en la filosofía antinihilista de Nietzsche... aún sin asumir rotundamente la pertenencia de la mente al mecanismo, aún dejándole a ésta la posibilidad de realizar sus pretenciones omnipotentes como si fueran... divinas.

Así es como descubre las opciones a las que se vuelcan los "de mi clase social": "la ignorancia", "el epicureismo" (la "borrachera" pura y dura), el de volcarse al ejercicio "de la fuerza y la energía" (el heroísmo, el arrojo, la temeridad, el incremento del riesgo más allá del cálculo...), y por fin, el refugio en "la debilidad" (págs. 67-71). Y reconoce que deseando la "dignidad" de la tercera, él pertenece a los que han optado por la cuarta (pág. 71). No obstante lo cual, no atribuye definitivamente a ello su incapacidad para el suicidio, sino... a "que mis ideas eran equivocadas" (pág. 72), es decir, devolviendo o recuperando para la facultad de reflexión toda su potestad, toda la certeza de que esta debe ser omnipotente. Porque... "¿cómo puede esa razón negar la vida cuando ella es la creadora de la vida?" (ibíd.), acariciando sin ahondar lo suficiente en esa conclusión de primera instancia e intuitiva a la que se llega fácilmente y que no se puede negar so pena de caer en la demencia clínica: "La razón es fruto de la vida" (pág. 73).

Llegado a este punto, Tolstói volverá a mirar en derredor buscando una respuesta satisfactoria sobre la base de su indudable "error" contrastado con el hecho inequívoco de que la humanidad pervive sea como sea, incluso a sabiendas de que todo es vano. Se pregunta: "¿Cómo es que siguen viviendo y nunca se les ocurre dudar de la racionalidad de la existencia?" (pág. 73), reconociendo que "les parece incluso que su existencia está organizada de una manera racional!" (pág. 74). Por lo que deduce finalmente "que debía de haber algo que todavía no supiera" (ibíd.)

Para llegar a ello, Tolstói intentará adoptar la conducta propia del pueblo, con su para él extraña despreocupación por los conflictos lógicos y reflexivos (que atribuirá a la simpleza popular). Pero, como nos lo cuenta él mismo, cuando se acercó así a los más simples del pueblo descubrió la inconsistencia de sus creencias a la vez que la falta de conflictividad con la que vivían en la incoherencia. Por sobre todas las cosas se le imponía la necesidad de "expresar de una forma más o menos coherente" el problema (pág. 77). Aún a costa de denigrar la propia inteligencia y el orgullo que por ella sentía (págs. 78-79), de desvalorizar el propio yo y, ante la ausencia de un grupo de pertenencia que lo satisficiera (no el de los "científicos, ricos y ociosos" al que creía pertenecer socialmente en base a una identificación abstracta que no llegó a cuestionar ni comprender) y de intentar integrarse en "los demás", esos "miles de millones de hombres" a los que "los suyos" consideraban "animales, no personas" (ibíd.) para quienes todo reside, según deduce Tolstói, en un "conocimiento irracional"... "la fe" (pág. 81).

Como similarmente concluirá Kierkegard, Tolstói deduce que la respuesta está en "la ley de Dios. (...) La unión con el Dios infinito" ((pág. 86), esto es, cediendo toda omnipotencia a un ente pensable, conjeturable, y que por esa vía pueda corporizarse fuera del hombre, que así se volverá un mero servidor de un plan desconocido pero, de esa forma, aceptado, adoptado: "la fe", como afirmará con total ingenuidad y honestidad, "que nos da la posibilidad de vivir" (ibíd.)

Así, con un incuestionable bagaje de apriorismos cuya fundamentación él igualmente despreciaba, igualmente artículos todos ellos de fe, de una fe no religiosa sino intelectual, Tolstói nos cuenta que "Comencé a acercarme a los creyentes del pueblo, hombres sencillos y analfabetos" (pág. 96). Uno de esos apriorismos era considerar las del pueblo como "supersticiones" ("mezcladas con las verdades cristianas") en oposición a las que de hecho serían las suyas, sus en todo caso conjeturas, y no ver que él estaba preso exactamente de la misma mecánica que observaba en ese pueblo llano, que también el imaginario suyo y de los intelectuales estaba "tan estrechamente ligado a sus vidas que no podían imaginarse éstas sin aquellas (las supersticiones)" (pág. 97). Tal vez esas masas "Trabajaban tranquilos, soportaban privaciones y sufrimientos, vivían y morían, y en todo eso veían no la vanidad sino el bien" (pág. 99)... al menos a través de sus ojos... de su propio análisis. Y tal vez el suyo, su trabajo (con la mente), sus privaciones (de respuesta) sólo era... diferente, el de "otro grupo", cuyo estereotipo derivó en "detestarme a mí mismo" (pág. 102) para "amar" lo que el llamará "la gente buena", esto es, una idealización desesperada, una construcción idílica que se plasma como parte de una sacralización más amplia de la "naturaleza", y precisamente de la "naturaleza animal" a la que otorga un valor superior al de la "racionalidad"... ¡claro que esa valoración se hace desde ella! (págs. 103-104) Y ello permite responder al "¿Qué debe hacer el hombre?": "Lo mismo que los animales" (ibíd.)

Y esto, que podría bien ser un nuevo punto de inflexión para profundizar hacia la raíz del problema, acaba en la alabanza del servilismo y de las ventajas de una mentalidad como la de esa "gente buena" que bien educada podrá "comprenderá cada vez mejor la organización del establecimiento", "los que cumplen la voluntad de su patrón, no le acusan de nada", "hombres sencillos, trabajadores, ignorantes" a los que "consideramos animales" (pág. 105). En un doble sentido, Tolstói no podrá dejar de ser lo que había llegado a ser, y por eso el Dios que abraza es el que nace de su convicción de que "yo no podía estar en el mundo sin una razón" (...) De nuevo, Dios." (pág. 110), pasando por momentos de lucidez y duda, o de duda y lucidez: "Dios (...) el que imagino" (pág. 111). Sin duda, "Mi mente proseguía su trabajo" (ibíd.) Y en nombre de esa mecánica irrenunciable es que tratará de llevar al límite la "renuncia a mi clase". Algo que no podrá sobrellevar: "...casi dos tercios del oficio no tenían explicación para mí, o yo sentía que mentía tratando de darles un sentido" (pág. 126).

Tolstói representa al intelectual por antonomasia y su Confesión lo certifica paso a paso; incluso es un intelectual pudiente. El fracaso de su cruzada será así rotundo: "esos postulados de fe" eran para él, al contrario de lo que para los campesinos, "claros disparates" (pág. 131), y sin embargo se martirizaba, se sentía "malo" (ibíd.). Y la solución vendrá, como en Kierkegard, de la mano de la acusación al demiurgo de todas las falacias... La Iglesia e inclusive las "Escrituras" (pág. 139-141) que él, mediante qué sino mediante su capacidad reflexiva (su "don"), nuevamente omnipotente, se esforzaría (¡se debería esforzar incluso... porque todo don debe ser devuelto al donante!) a interpretar la Revelación (pág. 141).

El día en que rematará su Confesión, con la narración de un sueño beatífico aunque conflictivo, esto es, tres años después de haber escrito lo que acabamos de citar, Tolstói muestra sentirse satisfecho, "en paz". De una manera idílica, imaginaria, realizará lo que uno de sus personajes literarios manifestará como única salida, ciertamente fuera del ámbito de la Iglesia (las instituciones, los mediadores, los "traidores"...): la práctica de la bondad que al no ser él mismo capaz de ejercitar plenamente (típico de la intelectualidad y de las masas, cada grupo a su modo, y tanto como "cuesta" ejercer el "mal") sí le será posible reconocer ese ejercicio en la figura (tan imaginaria como la del "vizconde demediado") que corporiza en esa especie de ángel "sencillo" e "ignorante" del pueblo, dedicada en cuerpo y alma a la compasión circunstancial... la "sencilla" Páshenka ("precisamente lo que tenía que ser y no fui"), con la que se acaba encontrando Katatski, "El padre Sergio" de la novela corta que lleva ese mismo título, evidente alter ego idílico de Tolstói, proyección inalcanzable para él mismo como lo fuera Abraham para Kierkegard, y que deviene sin quejas de ninguna índole, como uno más entre las masas porque de ellas es propio y privativo, "Un esclavo del Señor".


(continuará...)

sábado, 23 de julio de 2011

"2084 o cualquier otro año de los venideros"

Acabada la formación profesional, lo destinaron al Departamento de Corte del Ministerio de Cultura y, como quiso destacar de entrada, fue el primero en mucho tiempo que se llevó trabajo a la casa comunal.

El celador, que nunca se había interesado por los estudios de ninguno de sus muchos pupilos ya que no era ésa una de sus funciones en la casa, se temió una trasgresión al ver aquella cosa bajo el brazo del pupilo, algo que le sonaba y que le pareció de inmediato peligroso y en cualquier caso proscrito.

-¡Qué es eso que llevas ahí!- le dijo con brutalidad manifiesta.

-Un libro.

-¿Y eso para qué se usa?- rebuznó de nuevo.

-¿No lo sabe?- se cebó el pupilo con malicia en la ignorancia del tutor- Se extraen de él las tres frases más edificantes y luego se recicla.

-Ah...- exclamó con timidez el tutor mientras observaba la insignia del Ministerio que lucía en la solapa del pupilo y que ya se reprendía por no haberla visto antes. De modo que haciéndose a un lado y bajando un poco la cabeza, dijo:- Lo siento, no sabía que habías comenzado a trabajar. ¿Hoy mismo, verdad? Bueno, lo siento, lo siento, yo no soy más que un celador...

viernes, 15 de julio de 2011

Riñas de gallos; el "aro" por el que (aún) se debe pasar para acariciar honores

Lo que sigue más abajo pertenece al fructífero estudio de Mario Biagioli "Galileo cortesano. La práctica de la ciencia en tiempos de la corte absolutista", una de las principales apoyaturas usadas por mí para el artículo "Una lanza rota por el pensamiento occidental" que publiqué entre diciembre de 2009 y enero de 2010 en mi primer blog (un total de 8 entradas sucesivas, un par de apéndices y unas Conclusiones). Lo reproduje al final de la serie publicada en mi blog entre dicienbre de 2009 y enero del siguiente año (gracias a una molesta covalecencia, sonda mediante), y que desarrollé con tono de polémica. Fue un largo, arduo y denso trabajo en torno al pensamiento científico, en particular en torno a la ideología que nace de él y de la práctica científica y que se inscribe como señalé en la Hostoria del pensamiento humano y en concreto occidental (reuniendo una bibliografía extensa cuya consulta fue poco menos que de locura). Escrito al correr de la pluma y confiriendo demasiado peso a un caso particular que tomé como especimen de lo que consideraba un grupo característico (algo que hago hasta conmigo mismo siendo yo el único que comprende y acepta ser utilizado de esa forma), es lógico que adolezca de escaso valor didáctico o divulgativo, que abunde en densidad alambicada y que tal como se publicó no fuese casi ni leído y menos asimilado o rebatido. Tal vez lo revise, lo corrija allí donde la intuición pudo más que la erudición, y lo republique; tal vez sólo tome algunas cosas para nuevos textos. Para el final incluí dos "apéndices", uno de los cuales se titulaba: Una "riña de gallos" (Galileo contra "Los metafísicos") o los laberintos de "El Método".

Se trata de un trabajo, el de Biagioli, que considero de lo más serio y riguroso (además de ameno e interesante) que se haya publicado sobre el desenvolvimiento de la ciencia, de sus productores iniciales y de sus intencionalidades en los tiempos y en el medio sociohistórico concreto del Renacimiento, una época dominada por la proliferación y competencia entre las poderosas y locales Cortes Ilustradas, generalmente vinculadas a ciudades sin duda imperialistas (en lo que también se aprecia el complejo y multifacético carácter del "renacimiento de Atenas" que se manifestaba en un plano ahora más complejo). Tiempos, en relación a la emergencia de los nuevos "filósofos" (Galileo se consideraba así y así fue "legitimado" en la Corte Medicea) en los que se jugaba la imparable obtención de honores... o la muerte en la hoguera o de alguna otra manera un tanto horrible para los actuales gustos establecidos; una apuesta a cara o cruz como renuncia al ostracismo.


No puedo dejar de añadir que considero su lectura fundamental para todo el que quiera reafirmar sus sospechas y a todo aquel que esté dispuesto a tenerlas. No me cansaré de insistir en ello.

Lo que sigue está extraído en particular de las págs. 245 a 247 tal como las editó en castellano la Editorial Katz (Bs. As., 2007), del lo cual he eliminado algunos fragmentos menores y aquellas notas que no consideré significativas para mi propio objeto o que eran puramente bibliográficas -he omitido incluso la señal numérica de esas notas en el texto para evitar confundir. Por el contrario, he reproducido de igual modo aquellas que he considerado sustanciales, por lo que incluso aparecen aquí con su numeración original. Asimismo, me he permitido añadir una aclaración allí donde pareció conveniente para situar al lector respecto de un texto acotado. Todas esas intervenciones aparecerán indicadas en color rojo mediante los paréntesis de rigor.

Y como primera entrega (de dos sólo en esta ocasión) la reproduzco aquí con algunos cortes y retoques como contribución a reflexiones relativas a la conducta de los intelectuales y a lo que como tales nos espera como fracción excéntrica en paralelo con lo que les espera a los hijos del vigente sistema educativo superior y la divulgación electrónica masiva que hoy tiene lugar y que viste y reviste un disfraz desconcertante que se pretende salvador de la barbarie, cuando en realidad, es, a mi criterio claro, uno de los ingredientes clave del caldo de cultivo en el que se nutre el huevo de la serpiente. .


En cualquier caso, aquí Biagioli, sin más preámbulos:

"Dada la relación que establece Galileo entre el movimiento y la estructura de la materia, no puede aceptar la hipótesis aristotélica de que los fluidos presentan una resistencia finita al movimiento. por lo tanto, la conducta de la superficie acuática se convierte en un problema mayúsculo para la teoría galileana de la flotabilidad y su concepción atomista de la materia. En efecto, dicha conducta se puede tomar como prueba de que la resistencia que el agua ofrece a los cuerpos flotantes no es para nada infinitesimal. Asimismo, esto demostraría que, al menos en la superficie, el agua no responde como una entidad compuesta de partículas contiguas sino más bien como una entidad de composición continua. Resulta interesante que el único postulado de Arquímides en su tratado Del equilibrio de los cuerpos en los fluidos presente una concepción de los fluidos en tanto "continuos" (probablemente utilizado como sinónimo de "isótropos"). En efecto, lo que le interesa al griego es la hidrostática más que la causa del movimiento de los cuerpos en el agua y, por ende, no necesita supuestos adicionales sobre la estructura de la materia, a diferencia de Galileo.

"El vínculo inseparable entre el debate sobre la teoría de la flotabilidad y la polémica sobre la estructura de la materia queda expuesto con total claridad cuando se observa que la teoría aristotélica de la flotabilidad también da por supuesta una noción específica de la estructura de la materia, opuesta a la de la Galileo. Los filósofos de la Liga critican la concepción atomista de Galileo sobre la estructura del agua con firmeza y con cierta repetición un tanto histérica. No sólo comprenden la simbiosis entre la teoría de la flotabilidad de Galileo y su atomismo, sino que también se sienten obligados a detener la amenaza atomista (y el correspondiente valor del vacío) que pone en peligro su propia concepción del mundo. En simetría, la idea de continuidad de la materia se adapta muy bien a la explicación aristotélica de la flotabilidad. En primer lugar, la noción de un medio contiinuo se combina con la necesidad de que el medio oponga una resistencia finita para mantener el pie la teoría general del movimiento postulada por Aristóteles. En segundo lugar, la idea de una especie de "piel" continua que envuelve el agua sirve para explicar la conducta de la planchuela de ébano, que flota sobre el agua pero no asciende si se la sumerge directamente en el fondo del recipiente.

"El sistema aristotélico es mucho más apto que el atomismo galileano para dar cuenta de la tensión superficial. Este fenómeno puede presentarse dentro de ese marco como resultado de una necesidad del elemento acuático, que, para conservar la cohesión y su lugar natural, necesita evitar que otros cuerpos lo dividan y lo desplacen (124). Dado el carácter teleológico del sistema aristotélico, no resulta difícil entender que tal resistencia al movimiento se refuerce justamente en el punto donde el agua linda con otro elemento, como el aire. La tensión superficial puede relacionarse en términos conceptuales con el "lugar" natural del agua como elemento y con sus límites, de manera tal que el fenómeno resulte ser un efecto "natural" de las propiedades de dicho elemento.

"La teoría aristotélica del movimiento adquiere entonces mayor coherencia conceptual gracias a la noción de la materia como un todo continuo, que además ofrece según sus adeptos una explicación razonable para la incapacidad de la planchuela de volver a la superficie tras haber sido sumergida a la fuerza. Para los aristotélicos, la solicitud de colocar el objeto en el fondo del recipiente no tiene sentido. Mientras que para Galileo el peso específico (y, por lo tanto, la flotabilidad) no de pende de la posición del cuerpo en el medio, para los aristotélicos, la flotabilidad depende de la resistencia del medio, y estos pueden argumentar razonablemente que la superficie del agua tiene propiedades diferentes a las del resto del líquido (125). Por lo tanto, lo suyo no es una mera estratagema para evitar el marco experimental propuesto por Galileo. En efecto, pueden justificar su negativa con argumentos que, juzgados dentro de su propio sistema no son ad hoc. Si se lo concibe en este marco conceptual, el experimento de Delle Colombe no sólo se adecua al caso particular de la disputa, sino que también sirve para fusionar una serie de componentes fundamentales del sistema aristotélico en su totalidad. Es más, el concepto de tensión superficial les permite al mismo tiempo confirmar sus argumentos y poner en crisis el atomismo de Galileo, que a su vez constituye un elemento esencial de las teorías galileanas sobre el movimiento y la flotabilidad. En síntesis, tanto Galileo como los aristotélicos tienen sus propios "sistemas", con puntos fuertes y débiles. Así, el experimento de Delle Colombe resulta particularmente eficaz porque al mismo tiempo destaca la rigurosidad del sistema aristotélico y pone en evidencia a única debilidad, limitada pero devastadora, del sistema galileano.

"No es sino hasta la mitad del Discorso que Galileo retoma la cuestión del debate, aún sin nombrar a sus adversarios, y propone una interpretación arquimediana del experimento de Delle Colombe, que según él es "el punto principal de la presente cuestión". Para ello, prepara el terreno refutando el ataque de Bonamico contra Arquímedes. De acuerdo con Bonamico, el hecho de que un jarrón de arcilla pudiera flotar sobre el agua daba por tierra con el principio de Arquímedes ya que ofrecía el caso de un objeto con peso específico mayor al del agua que aún así podía flotar en ella, pero se hundía se lo llenaba de agua. Esto último se contradecía con el principio arquimediano, puesto que el agua no tenía peso alguno sobre el agua y, por lo tanto, no podía cambiar la flotabilidad del jarrón.

"Para refutar a Bonamico, Galileo afirma que aquello que flota no es el jarrón en sí mismo, sino el conjunto de la arcilla y el aire. Dado que el peso específico de esta suma de elementos resulta menor al del agua, la flotabilidad del jarrón no se opone al principio de Arquímedes. Más adelante, Galileo aplica el mismo tipo de razonamiento para analizar el experimento de Delle Colombe: (...) "por razón de un accidente tal vez hasta ahora no observado se viene a unir (el aire) con la misma planchuela, que ya no queda más pesada que el agua..." (...).

"El "accidente hasta ahora no observado" es, según Galileo, otro "descubrimiento" que torna la situación más ventajosa para él: si uno observa de cerca la planchela de ébano que flota, puede advertir que ésta no se encuentra exactamente al mismo nivel del agua, sino un poco más abajo. Es como si se formaran unos diques diminutos (arginetti) para evitar que el agua cubra al objeto. Como en el caso del jarrón de arcilla, entonces, lo que flota no es el ébano sino un compuesto de aire y ébano. De esta manera, el principio de Arquímedes sobre la flotabilidad queda intacto. Los aristotélicos deben dejar de sostener que el experimento de Delle Colombe refuta la teoría de Arquímedes. Muy por el contrario, la confirma.

"Sin embargo, Galileo parece sufrir un olvido importante en materia estratégica. Como señala el Académico Anónimo, en el caso del jarrón, la superficie exterior de arcilla es la que actúa como una especie de muro de contención y evita el ingreso del agua, pero en la planchuela de ébano no hay ningún elemento comparable a éste (129). La repetida omisión de la causa de formación de esos "diques diminutos" expone la gravedad de las dificultades que le presenta el experimento de Delle Colombe a Galileo. Cuando se ve conminado a hablar sobre el asunto, adopta una postura que podría definirse como positivista: sea cual sea la causa de la formación de esos "diques" ellos están ahí, se los puede observar y se puede comprender así que posibilitan la flotación según el principio básico de Arquímedes (130)."


(Notas seleccionadas de entre las apuntadas por Biagioli en el texto reproducido:)

(124) De acuerdo con Di Grazia, la conducta de la superficie del agua refleja "deseo de conservarse". Asimismo, este autor invoca una cita de Aristóteles según la cual los cuerpos continuos tienen a propiedad de resistirse a la división. En el mismo sentido, Delle Colombe sostiene que el carácter continuo del agua es lo que explica la formación de "diques diminutos" en torno a la planchuela de ébano. Además, le pregunta a G por qué se pueden formar burbujas en los medios continuos como el agua y no así en los contiguos, como la arena, ya que éste había tomado la arena como modelo para las sustancias contiguas como el agua.

(125) Si la tensión superficial tenía como causa la tendencia natural del agua a volverse sobre sí misma, es decir, a evitar que su lugar se viera ocupado por objetos compuestos de elementos ajenos (cuyo lugar natural era otro) entonces los aristotélicos tenían motivos suficientes para rechazar la regla de Galileo que pretendía empapar los cuerpos o sumergirlos en el fondo del recipiente. Para Delle Colombe, la reacción del agua contra la sequedad del objeto (una propiedad perteneciente a otro elemento) era evitar que este se hundiera. Por lo tanto, la pretensión de Galileo de que se lo mojara era inaceptable. Si el cuerpo estaba mojado, entonces el agua ya no lo percibiría como ajeno y permitiría que se sumergiera: "puesto que es más pesada que el agua, si se la hundiera, ¿qué otra cosa podría hacerla volver a flote?". (...) Di Grazia también deja claro que, para él, el interior del agua no se comporta de la misma manera que la superficie: "la planchuela de nogal del Signor Galileo no reposa en el fondo porque no encuentra allí la resistencia que si se halla en la superficie, es decir, aquella que depende del deseo de conservación del agua".

(129) "Dado que los muros del jarrón prohiben que el agua fluya con naturalidad, esta conserva su unidad muy fácilmente...", etc. (de los argumentos esgrimidos por el Académico Anónimo)

(130) En su respuesta a la crítica del Académico Anónimo sobre la explicación de los "diques diminutos", Galileo no logra encontrar ningún contraargumento válido y escribe que "las cosas son así". Etc.


(hasta aquí el texto de referencia)


Por otra parte, he crreído igualmente provechoso añadir algunas de las observaciones que Biagioli hace unas páginas más adelante (ibid., págs. 255-256), sacando y provocando conclusiones que imponen una ruptura con los enfoques dominantes:


"Desde una perspectiva actual, podría pensarse que Galileo, como Copérnico, tenía la razón, en tanto sus teorías están conectadas genealógicamente con las que se sostienen como ciertas hoy en día. Sin embargo, esas teorías, se publicaron cuando aún no habían alcanzado un grado de articulación libre de anomalías e interrogantes que pudieran problematizar su aceptación. El experimento de Delle Colombe, por ejemplo, podía concebirse como una refutación de la teoría galileana aún después de que Galileo hubiese intentado, sin demasiado éxito, agregar la hipótesis de la virtud magnética y otras hipótesis auxiliares para superar esa falla. Se podría afirmar que el peligro de la mortalidad prematura, muy común entre los paradigmas nuevos e inarticulados, no se contrarresta dialogando con los opositores sino aplicando una serie de tácticas destinadas a ganar tiempo para poder articularlos mejor.

"De hecho, no es para nada evidente que Galileo haya querido dialogar con los aristotélicos, y mucho menos en los términos de ellos. En realidad, lo que pretendía era doblar la apuesta agregando toda suerte de elementos filosóficos, metodológicos y cosmológicos a su teoría inicial de la flotabilidad. Al hacerlo, no tenía la expectativa de convencer a sus adversarios sino de presentar y consolidar su propia alternativa filosófica.

"Los aristotélicos, por su parte, adoptan una táctica parecida. Para confrontar la alternativa galileana, vinculan de todas las maneras posibles el experimento de Delle Colombe con la cosmovisión de Aristóteles. Y cada vez que pueden, tratan de desestimar la cosmovisión de Galileo, ya sea aformando que no es un sistema coherente en lo más mínimo o acusándolo de ser ilegítimo. En particular, sus tácticas toman la forma de críticas contra las definiciones de Galileo, cuestionamientos de la legitimidad cognitiva del método matemático y acusaciones de petitio principii y elaboración de argumentos ad hoc.

"El Académico Anónimo, por ejemplo, responde lo siguiente al ataque de Galileo contra la teoría aristotélica del movimiento basada en la composición elemental de los cuerpos:

...se posa al menos sobre fundamentos mucho más seguros y sensatos que las opiniones de Galilei, las cuales, tras un magnífico dispositivo de objeciones a Aristóteles, diversas experiencias y nuevas demostraciones, se dejan ver a primera vista como pomposas y elegantes; mas, si se las analiza en detalle y se las estudia bien, las objeciones se derriten, las experiencias vacilan o se descubren más los efectos particulares que las razones de las cosas, y las proposiciones y pruebas matemáticas no llegan a demostrar la fuerza y las verdaderas razones de los fenómenos naturales.

"Di Grazia es aún más categórico que el Académico Anónimo cuando se refiere a la brecha cognitiva entre la filosofía y las ciencias matemáticas:

Antes de considerar las demostraciones del Signor Galileo, nos pareció necesario demostrar cuán lejos de lo verdadero se encuentran aquellos que con razones matemáticas quieren demostrar las cosas naturales. [...] En efecto, yo digo que todas las ciencias y todas las artes tienen sus propios principios y sus propias razones, por las cuales demuestran los accidentes específicos del propio objeto. Por lo tanto, no es adecuado con los principios de una ciencia tratar de demostrar los efectos de otra, de modo tal que delira aquel que se persuade de querer demostar los accidentes naturales con razones matemáticas, dado que estas dos ciencias son diferentes entre sí. De hecho, el filósofo de la naturaleza [scientífico naturale] considera las cosas naturales que tienen movimiento por su esencia propia, mientras que el objeto de las matemáticas se abstrae de todo movimiento.

"Unas páginas más adeante, Di Grazia aplica esta distinción metodológica para desestimar una demostración de Galileo, precisamente porque "quiere demostrar las cosas naturales con razones matemáticas". Al final, pasa de criticar la invasión de una disciplina ajena que implica la teoría galileana de la flotabilidad a cuestionar con insidia las calificaciones de Galileo como filósofo: "Desearía que el Signor Galileo adoptara un poco más de modestia filosófica, ya que se adorna con tal título y después no actúa conforme a él".

"Delle Colombe también subraya la brecha cognitiva entre la filosofía y las ciencias matemáticas como ya lo había hecho en su obra Contro il motto della terra. Cuando escribe Discorso apologetico, vuelve sobre el mismo punto al afirmar que si uno tuviera que elegir entre Aristóteles y Arquímedes, no debería tener ninguna duda."


* * *

Nota final mía (modificada):

He mencionado el concepto "riña de gallos" aplicado al debate sobre temas científicos y filosóficos tal como tenía lugar durante el absolutismo ilustrado, tiempo en que imperó el régimen del mecenazgo al que se tenían que ceñir los intelectuales del Renacimiento si querían alcanzar su legitimación social, en definitiva: sobrevevir sin renunciar a su propia idiosincrasia y apetitos.

Indudablemente: la delimitación de lo que es y no es ciencia y por extensión lo que es y no es el método más excelente para obtener conocimientos, es algo que tiene más que ver con los títulos de legitimidad que se extienden o se pretenden extender desde el propio dominio de cada disciplina que con un supuesto e imposible punto de vista estricto; es decir, que responden a los intereses de la logia de la que se trate en cada caso (lo que no significa que sus prácticas, metódicas o no, no produzcan, también, conocimientos y orientaciones a través de la selva de la sociedad instituida, que tiene sus realidades y sus leyes).

Y la Historia aún sigue por los mismos carriles de entonces... llevando al descarrilamiento de muchos vagones cuando no al del tren entero.


lunes, 11 de julio de 2011

Incongruencias de la idiosincrasia

Quisiera evitar entrar en debates con esos innumerables "filosofastros" de hoy en día que se agolpan en los espacios virtuales jugando a dueños de la verdad ávidos de seguidores "políticos", muchas veces mediante simples digestos mal digeridos que previamente debieron consumir con avidez. Esos que toman aquello que les suena muy mesiánico y lo propagan a los cuatro vientos como panaceas de la solución final o sus caminos regios. Mucho ruido, sí. Pero, ¿cómo puede uno esperar otra cosa de estos tiempos? Hoy todos saben y todos dictan cátedra a base de esforzados años de inculcación retórica, y pontifican sin más y sin buscar "algo" que ponga en duda sus certezas dogmáticas sino todo lo contrario: buscan y reciben sólo aquello que se las reafirmen. Son los que disponen de una más o menos aceptable alforja llena de verborrea "política", "económica", "histórica", "social", "psicológica", etc., que se dispara como flechas a la menor puesta en cuestión o dificultad. Lo grave para ellos sería escapar de sus torrecillas de cartón y perder el grupo, o que un genio diabólico les regalara un cetro prodigioso... con el que no sabrían qué hacer, cómo resolver el problema de la horfandad de la potencia así adquirida. Son los hijos de los que necesitaban de Dios. Y, obviamente, nunca tienen nada que aprender, sólo que enseñar, es decir, re-pe-tir, a-gi-tar...

Pero a veces... no puedo resistirme y meto la cuchara... y revuelvo hasta que ya es tarde... y esa noche no duermo de la indignación...

Resulta sofocante tanta seguridad sobre la base de tantas incoherencias que a fin de cuentas debo pensar que obedecen a "razones" (por motivos) "tacticistas" del mismo orden que las que mueven a los políticos profesionales que nos (des o mal)gobiernan (o simulan gobernarnos). Sin duda, ese "estilo de pensar" ha calado en las "masas ilustradas del presente", gran parte de las cuales cree "por fin" ser propietaria de "un saber" y "una verdad"...

¿Cómo van a ver el absurdo y el horror de su mundo (que cae sobre ellos igualmente... "con azúcar" o "con vaselina") si son parte inseparable y necesaria de su ridícula marcha?

¿Acaso vale la pena decírselo si es que lo deben rechazar en tanto se deban a sí mismos? Incluso los más inteligentes (y la inteligencia aquí es la capacidad para verse a sí mismo a pesar del dolor, para preferir querer la nada antes que preferir dejar de querer), no pueden dar pasos demasiado largos. Incluso a ellos les resulta "difícil" entender lo que hay debajo del pensamiento más alto alcanzado (pensamiento de los grandes pensadores) y descubrir allí sus propias miserias. Por eso, hasta ellos se quedan en la superficie de esos pensamientos: pescando en sus aguas los peces que afloran a la superficie, muertos... esto es, convertidos en slogans que puedan agitarse unos contra otras en su "pelea de gallos".

¿Cómo no acusarlos de esa vieja debilidad que antiguamente caracterizó a "la plebe" (cuando aún no se había extraído de sí una porción "ilustrada" adecuadamente para las nuevas servidumbres) y que la propia fragmentación del mundo, orientada, como no podía sino ser, hacia su permanencia o conservación, es decir, hacia la permanencia de los domesticadores sobre los domesticados, la marcha de las cosas a través de esa fragmentación, ha conseguido reproducir, copiar, incluso "mejorar" de generación en generación... aunque de tanto en tanto marginando a quienes acabarían no pudiendo sino denunciar los hechos, la fuerza por la fuerza de unos, la debilidad mendicante de los otros, la cobertura de los acomodados productores de ideas...? ¿Y cómo, a la vez, no comprenderlos, no disculparlos...?

Nietzsche dijo poco más o menos: "ayudemos a mejorar el mundo eliminando la debilidad". Al hacerlo evidenció, según lo veo, estar preso de un error de doble faz que le valió ser condenado por las buenas conciencias y en todo caso valorado de manera sesgada. Una cara del error habría sido reiterar el sueño maquillado y enmascarado y edulcorado... de Platón y de la filosofía: el sueño de un "mundo mejor" o el anhelo de una "ciudad buena", un mundo que nacido de la razón y de la lógica se pudiera imponer a todos los hombres, lo quisieran o no... eso sí, justamente, conservando la domesticación y la fragmentación en los términos en que estaba vigente en su propio mundo (¿o acaso Platón excluía a los esclavos de un tal mundo?, ¿excluyen los actuales platónicos al Tercer Mundo de verdad, la división entre productores de cultura, arte, ocio y planificación y los productores de manufacturas?). La segunda cara del error, fue proveer de material a los poseedores de la fuerza bruta y maestros de la hipocresía, el tacticismo, la inmediatez, la mezquindad, la falta de escrúpulos, el sadismo incluso... los "señores de la guerra", de la fuerza bruta, del poder por el poder.

Pero Nietzsche no podía dejar de sentir nauseas ante la personalidad del "débil" ("los borregos del rebaño") que una y otra vez se disponía a esperar, más allá en realidad del límite de su paciencia, que le tocara una pizca al menos del botín que ayudaba a sus señores a ganar... Más allá del límite, sí... porque en realidad, repito, sólo se han sabido movilizar encontrado un señor nuevo que le prometiera una nueva guerra de reparto, una nueva redistribución, de la que algo obtendrían, algo... a veces sólo la muerte, a veces sólo "una parcela de cielo" (Marx dixit quizás con cierta inconsciente hipocresía o, si se prefiere, una hipocresía prefigurada, un esbozo a completar y a materializar, tan errónea en todo caso como la de Nietzsche... o la de Rousseau...)

Una debilidad que, como todas las características idiosincrásicas, parece llevar antes la muerte que a un cambio de actitud, una renuncia a lo aprendido, a lo adoptado, a lo aceptado y valorado por los grupos a los que cada uno se va integrando durante la vida, pasando de uno a otro (el de la familia y los amigos de la familia, el del colegio y del barrio, el de las fiestas estudiantiles o populares, el del equipo de trabajo, etc.). Una debilidad que no sirve para nada a quien a fin de cuentas permanece solo, dependiendo únicamente de sí mismo, en cierto modo apartado por o para volverse un excéntrico al que si no calla se lo puede llegar a acusar de loco, de perturbador, de pervertidor... y ahí está Hipaso y Sócrates, y muchos más pasando por el propio Nietzsche... Y que por eso... no todos hacen suya, ni más ni menos: porque no le es la herramienta o el arma más útil, la que mejor se adapta a su brazo y a su mente. Y que la marcha misma de las cosas selecciona de manera artificial, como si fuera natural sólo que mediante la intervención humana, creativa, que a ello le debe el calificativo (por ahora), al menos de mi parte.

Una debilidad, como puede verse (y si se lee bien, éste es el sentido ya presente en Nietzsche) no es la de pertenecer a una u otra etnia, cosa que se argumentó como manera de autoetiquetarse "arios puros" (esto es, "humanos de verdad") por la sempiterna vía negativa, la del "no somos eso", la de "Isra-el" (que significa "contra El", el dios cananeo o babilónico). La debilidad que se expresa en aquellos que delegan la voluntad propia de poder en la voluntad de poder de otros... (algo que a fin de cuentas, por esa propensión a la esperanza de esa otra debilidad, la propia de los idílicos pensadores, la debilidad de la impotencia enrabietada, rechazada, contumaz, afectó sin duda al propio Nietzsche incluso así como a todos los filósofos desde Platón -recuérdese Siracusa-, hasta -sí, casi acabando- con Heidegger, tal vez el último filósofo, el filósofo de la autodestrucción o autodilución de la filosofía.

Una debilidad que yo me resigno a soportar, igualmente impotente, aunque no sirva para nada, sabiendo que no servirá para nada... al menos para nada bueno; la debilidad de quien se resigna a la certeza definitiva de que el mundo del mañana no está ni mínimamente en sus manos, ni como asesor del poder ni como la vanguardia de los débiles. Aunque, como todos, muera estúpidamente por permanecer fiel a tal idiosincrasia... en la que hasta el fin me sentiré muy cómodo, conocedor de sus ardides y peligros.