sábado, 29 de septiembre de 2012

"Lo que al final vemos (...) no es nada más que eso..." cuando no hay literatura

"Tras los límites de lo real. Una definición de lo fantástico" (Páginas de espuma, Madrid, 2011), del profesor David Roas, es en lo fundamental un manifiesto a favor de la literatura. A través de la reivindicación ferviente de "lo fantástico" y de sus efectos narrativos, en lo que coincidimos, Roas destaca la voluntad de ponernos ante la realidad radical del mundo: absurda, anormal, en una primera aproximación del todo justa, contradictoria y conflictiva. Sin embargo, Roas "admite" o, más bien, "tolera" en paralelo que existan otras "categorías" literarias (que separa de la reservada a la "narrativa fantástica"), y ello a pesar de incumplir el requisito antes mencionado. Se trataría por tanto de un rasgo exclusivo de la "narrativa fantástica" que "otras literaturas" no pretenden o ignoran... pero que hace de estas últimas una opción dentro del espacio que ellas reivindican para sí si bien, dada la tabla de valores sostenida, de inferior rango.

Ahora bien, con ese procedimiento, Roas reduce sus propios juicios de valor al grado de meras opiniones, opiniones que los demás puedan atribuir a "cuestiones de gusto" para salvar las ropas. En cierto modo, se estaría denostando a esa "categorías" por inferiores a la vez que se las dejaría compartir el espacio que, a mi juicio, en realidad han usurpado y del que se los debería expulsar (ay, de ser esto posible). Un espacio que en el fondo se define por el rasgo central que Roas asigna a "lo fantástico" y que en realidad ha sido invadido por "redacciones" no literarias que últimamente están creciendo, proliferando, de manera incontenible, y que son... los que más venden. Al respecto, debo señalar que he encontrado momentos en que ese "talante" de Roas le hace caer en alguna que otra ligereza, como la de valorar poco menos que con idéntico grado que "la ruptura y contestación frente a lo establecido" (pág. 174, nota 159), la capacidad para "problematizar..." (pág. 105), para producir "miedo metafísico" (pág. 107), la búsqueda de recursos "novedosos" destinados a "sorprender al receptor (...) con motivos y situaciones insólitos" (pág. 175), lo que a mi juicio diluye el verdadero sentido que tiene la "búsqueda de nuevas formas de comunicar, de objetivar lo imposible" (ídem). Con la divisoria que establece Roas, por otra parte, sucede como en otros casos (la ciencia, por ejemplo) en los que en lugar de comprender una práctica humana de manera radical la diluimos detrás de subconjuntos formales que acaban embozando los problemas y confunden favoreciendo la persistencia de un enfoque "líquido" o relativista, donde la honestidad y la deshonestidad se igualan, haciéndose, para peor, ambas muy dignas. ¡Pero ésta es toda una guerra por la supervivencia y es inútil y nefasto pretender "confraternizar" con el enemigo sin considerar el desequilibrio de fuerzas alcanzado! En este sentido, valoro la siguiente afirmación de Freud: "Nunca se sabe a dónde puede llevarle a uno tal camino; se empieza por ceder en las palabras y se acaba a veces por ceder en las cosas." (Psicología de las masas).

No obstante, eso no impide que ponga lo crucial del tema en su sitio, y esto es de agradecer en medio de la vorágine de pensamiento y literatura "líquida" o "elemental" que nos invade como parte de un proceso más general que nos empuja a la desaparición del individuo y de lo individual (se llegue o no a ello, aunque la contundencia actual del embate es enorme, más gigantesco que nunca). Unas circunstancias ante las cuales creo personalmente que, los que pensamos y sentimos con autenticidad "literaria" (y en todo caso, producimos literatura, o lo intentamos también en lo técnico), debemos y tendremos que actuar adoptando un inequívoco y combativo excentricismo. El mismo que el que llevara a Fielding a mediados de 1700, a demarcar una "provincia literaria" separada de las de los mercaderes y usurpadores de la story que ya entonces iban en busca de dinero y honores atendiendo a ciertas "reglas" que se repetirían hasta la saciedad. Así, creo que debemos considerar, diga quien sea lo que diga, que una narración que no cumpla con revelarnos "que nuestro mundo no funciona como creíamos" (pág. 107), yo diría más bien, como deseamos, no debe ser considerada expresión de la literatura y que se debe denunciar su pretensión de serlo en directa respuesta a las denuncias suyas contra la "seriedad", la "complejidad" y/o la "experimentalidad" y la inclusión del pensamiento en nuestros textos, en nombre del puro divertimento que puede conseguirse con siempre las mismas formas. Todo, en el fondo, para alzar un escudo contra la conmoción emergente de la lectura; todo contra lo que haga "pensar" y "dudar". Y el grado en que esto se ha instalado en la sociedad es tan extremo que no es extraño descubrir a la vuelta de cada esquina escritores en franco proceso de claudicación, que llegan a avergonzarse de ponerse "tan serios" o "tan profundos" y por ello no cumplir adecuadamente con la novísima misión de los actuales o posmodernos "escritores comprometidos" (perimido el "servicio social revolucionario" o el de la "concienciación"), esto es: divertir y sólo divertir; entretener sin más; algo en lo que la literatura y la escritura tienden a ahogarse irremisiblemente en la miseria y la mediocridad.

Pero nada para ver el profundo apego a la significación de parte de Roas a la vez que la postura un tanto débil que exhibe, como la reseña y el comentario escueto que nos deja a propósito de un relato de Gabriel García Márquez, autor por antonomasia del agrupamiento comercial que se denominó "realismo mágico" considerándolo no sólo parte de la literatura sino manifestación novedosa y superadora de esta. Me refiero a Un señor muy viejo con unas alas enormes. Veamos lo que pasa más de cerca.

En el texto, David Roas hace una reseña que por no ser a mi juicio suficientemente crítica y radical parece un tanto peyorativa y falta de argumentos (al punto que tuve que leer el cuento original para acabar coincidiendo con su diagnóstico). Y lo es en tanto Roas se sitúa en una postura un tanto relativista... sin, ¡he ahí la cuestión!, demarcar la frontera por donde la frontera debería en realidad hacerse pasar. Esto da lugar a una debilidad presente en el análisis que "al final..." transmite (al menos fue lo que a mí me transmitió) una imagen "positiva" del relato en contradicción con la escueta, taxativa y, aparentemente "injusta" sentencia con la que sin más concluye: "no es nada más que eso: un señor muy viejo con unas alas enormes" (pág. 61).

Ante esto, no dudo que la mayoría de los lectores de Roas, y diría que la mayoría de los lectores de García Márquez y de cualquier otro texto que no diga nada (más que "ahí está eso"), que no "conmocione" al lector y le haga por tanto la vida fácil y digerible el mundo, o sea... que lo haya entretenido, llegarán a una postura relativista del tipo: "cada uno tiene su muy válido punto de vista", "Roas el suyo y yo el mío". Y todos tan cosmopólitamente amigos. Ciertamente, David Roas señala la vacuidad de los monstruos que hoy pastan a sus anchas en la Tierra de la Literatura (pisoteándola, malversándola, usurpándola, a mi criterio), pero lo hace demasiado indirectamente, demasiado débilmente, sin denunciar (sin creer tal vez, quizás sin pensarlo dos veces) la menionada usurpación sino, por el contrario, permitiendo al sucedáneo que se sienta a sus anchas y se crea cada vez más digno y más absoluto; al extremo de sostener que esa narrativa, la suya, es lo que debe ser literatura al menos de ahora en adelante.

Así, Roas no sólo sitúa el relato entre las diversas maneras de hacer literatura, esto es, como una opción válida desde el punto de vista del arte literario, sino que, coincidente con ello, hace una reseña que da más "alas" de las que en realidad contiene o manifiesta el cuento de por sí, lo que queda en evidencia cuando, simplemente, como debió sucederle a Roas, se lee y se interioriza, porque al hacerlo, sin duda, no queda nada más que un cuadro de curiosidades (la del viejo es sólo una de las más vistosas, aunque un tanto estereotipadas y apenas deformadas), bien descripto ("redactado"), que es lo que lo hace más rescatable y en todo caso eso (su técnica) es lo que queda como "valor", pero, a su vez, tremendamente "desaprovechado" desde, precisamente, el punto de vista "literario".

Es fácil de ese modo que la lectura de la reseña y sus conclusiones induzcan incluso a pensar que Roas desmerece "injustamente" el alcance fabulador del afamado (o nobelizado) colombiano y que, más allá del caso, haya caído en el desprecio "típico", o más bien "remanido", hacia toda fantasía y toda literatura que no responda a un fin "útil", esto es, a aquella que podría calificarse de "gratuita", "lúdica", "no comprometida", etc., tal y como viene sucediendo desde la antigüedad "en oposición" a la excentricidad del creador, que muchas veces apareciera embanderada en lo que llaman "el arte por el arte", el "formalismo", etc., algo que, igualmente me repugna porque considero una impostura, una hipocresía, un engaño... (en este sentido, Roas, con todo, no se define sino de manera colateral, un tanto superficialmente, replegado en lo formal de otra manera, con cierto condimento si acaso, de manera un tanto embozada, un tanto vacilante...

En este sentido, se sucumbe fácilmente a los pies de la tropa que rebuzna sin cesar sosteniendo que la literatura sólo debe servir al entretenimiento, es decir, a mezclarse con el deporte de competición y los espectáculos masivos de ocio donde, ¡por fin!, se haría "popular". Un burdo ruido y una burda furia en una historia contada por idiotas para idiotas contra los que parecería que lo que propugnaran fuera "aburrir"... Una forma en fin de revestir al enemigo de lo peor posible para ridiculizarlo en una lucha que parece no tener cuartel por parte de los militantes que vociferan (y sin embargo hacen que la minoría se incline por retroceder con disculpas y zalamerías, reconociendo que agoniza, aceptando su propia extinción). Una lucha que ha logrado desplazar a la vieja y perimida izquierda del progreso industrial e industrioso que antes ponía en la cúspide el famoso, manido, "compromiso del intelectual", que pedía, que le exigía, a la literatura que favoreciera la famosa, manida "toma de conciencia" del mundo y que ahora cede el protagonismo a los mediocres fabricantes de slogans vacuos y hasta contradictorios en sí mismos (¿qué más da si son efectivos desde el punto de vista publicitario?) ya sin necesidad alguna de los lameculos intelectuales a los que se les ofrece un lugar en la marcha militante o el ostracismo (vigilados por los sanscoulotes o por los niños del pueblo de los jemeres rojos, con su "sabia" intuición), marcha que debe producir "clientes" y una "vanguardia" temeraria y decidida, dispuesta a tomar la Bastilla y a aplaudir el trabajo sin descanso de la Sra Guillotina (como diría Dickens), y todo a cambio de un lugarcito (entretenido) al sol.

Y sin embargo, de lo que se trata en Literatura, lo que la define justamente, de lo que precisamente Roas habla a favor (aunque aún como una opción o un gusto electivo) es de "conmover". Esto es, sí, lo que pretende la literatura auténtica, lo que le da su ser y la lleva a resurgir como la hierba de  lo que se la acusa y como se la trata, toda ella y no una parcela que parecería una reserva aborigen, es conmover, poner al hombre ante su propia ridiculez, al hombre ante el absurdo del mundo...

¡Oh, sí; justo lo contrario de lo que hace García Márquez en su cuento y en realidad en toda su narrativa "realistico-mágica"! Y por eso, como bien señala Roas, "no queda nada" salvo "un viejo con alas".

En cualquier caso, poniendo en tela de juicio mi visceralidad, decidí abrirme a la posibilidad de un nuevo juicio, en todo caso a un juicio más profundo y riguroso, del relato y la obra del Nobel colombiano a la vez que armar mi crítica al enfoque que vislumbraba tras las conclusiones de Roas.

Y tras comprobar por mí mismo, mediante una lectura atenta del cuento original, que David Roas tenía sobradas razones para señalar que al final no quedaba sino la figura que ya se describía en el título, es decir, un personaje apenas retocado y ridiculizado que hasta un niño podría imaginar, comprendí dónde residía y cuál era en realidad el problema. Porque Roas comprendía y sentía en correspondencia con una honesta vocación literaria, pero no atrevía a ser radical ni a dejar de tenderle una mano al enemigo, para lo cual qué mejor (probablemente de manera inconsciente, es decir, bajo la presión del vigente "buen pensar") que trazar la línea divisoria en otra parte, aún a costa de confundirlo todo y no meter del todo el bisturí. Al no denunciar a García Márquez y millares de casos similares, la mayoría denostables incluso desde el punto de vista técnico, por usurpadores sino aceptando por el contrario que pertenecen al mundo de la Literatura... sólo que "cuentan otras cosas" en todo caso "anodinas", Roas deja de lado el hecho de que esa usurpación pretende sin tapujos excluir, expulsar, a la Literatura auténtica o someterla a sitio por hambre y por sed... ¿Y qué es "Literatura auténtica" sino lo que Roas llama "narrativa fantástica" englobando a Kafka, Cortazar y Borges junto con lo mejor de la ciencia ficción, todo en un único espacio?

Veamos un instante el cuento de marras a la vez que la reseña de Roas más de cerca (págs. 58 a 61 de la edición citada; los párrafos encomillados son párrafos tomados de la misma):

"Aparece de repente un viejo con alas en un jardín" que "no se comunica en un idioma inteligible" (en realidad, no da muestra alguna de querer hacerlo: sus parrafadas en ese posible "noruego" al que adscribirá su lengua parecen mera expresión de un instinto como el de los pájaros, etc.). Convive sin perturbar la vida cotidiana, al menos no más que cualquier hecho conocido, incluso en calidad de uno más, y por fin hasta se convierte en fuente de ingresos de la familia que es agraciada con el advenimiento, o sea, es integrado en lo cotidiano, en el mundo que sigue rodando sin más. Cada personaje lo asimila a su vida y lo consigue sin contradicciones: el cura lo valora y lo desvaloriza en función de su incólume perspectiva, etc.; le sale como a todo en este mundo una competencia de su estilo que acaba marginándolo como objeto de  negocio... En fin, como puede verse si se lee el relato, todo lo que allí sucede y se reviste de fantástico o sólo de cómico (desde el viejo que se presenta y desaparecerá sin más, a la mujer-araña del circo hasta la conducta ridícula del cura, de los pueblerinos habitantes y de la jerarquía lejana...) se incorpora sin conflicto alguno, salvo pequeños inconvenientes propios de cualquier cambio en la rutina, a una "normalidad" en la que tales anomalías se integran de inmediato, sin provocar desastre alguno ni conmover la vida cotidiana, siendo casi de inmediato asimiladas: como que el mundo está igualmente compuesto de realidad inamovible y hechos inverosímiles que se adoptan precisamente desde esa inmovilidad, que se integran incluso a los enfoques e intereses de las circunstancias. El "absurdo" se muestra como parte de la vida y los personajes lo habrían aceptado sin cuestionarse nada, incluso aprovechando sus manifestaciones para que todo siga tal cual. Las interpretaciones que dan del fenómeno están todas, como bien señala Roas al respecto, vinculadas al perfil "socio-profesional" de sus autores: el cura apela a sus pequeños y resumidos dogmas, el juez a los suyos, etc. Parece, y eso me pareció que se desprendía de la reseña aunque luego comprobé que no sería así en el relato propiamente dicho, que ahí subyace una burla, una ironía respecto de esas interpretaciones, de su falta de base... pero, por el contrario, lo que señalan es un relativismo simple: es justo que nos basemos en las referencias adquiridas y no queramos ir nunca más allá. La irrupción de lo fantástico no pone en cuestión nuestras convicciones, que sobreviven sin problema a todo (esto Roas lo señala). De este modo, la absurdidad de los imperativos revolucionarios del castrismo no deben llevar sino a un acomodamiento circunstancial con el que se puede vivir sin problema alguno, se manifieste como se manifieste. Aún cuando la interpretación del cura deje en evidencia su carácter supersticioso y rebuscado, se trata de una mera curiosidad, de algo pintoresco que pertenece al paisaje tanto como las grandes alas del viejo y su incapacidad de comunicación (no sólo por motivos de lenguaje sino porque no parece tener nada que objetar: en este sentido, es un poco un Barthebys que "preferiría esperar" algo).

Llegado a este punto, debo confesar que ya en su día, hace ya bastantes años, hubo algo, que no me detuve en analizar, que me hizo despreciar y, tras la lectura de tres o cuatro de sus más renombrados textos, dejar de lado a García Márquez. Sin duda, reconocía su preciosa e impecable técnica, pero... no sé... algo me dejaba, tan sólo, un vacío conceptual... poco gratificante para mi intelecto. Sin embargo, de pronto, el resumen de Roas me sugería un contenido prometedor del relato en tanto parecía poner la realidad en cuestión (cuando, sin embargo, como comprendí al leerlo, apenas si la reafirmaba, afirmando que, como estaba, la realidad estaba bien; porque hablar de la que "estaba mal" a su juicio, García Márquez lo reservaba para sus declaraciones políticas). Así, la reseña me llevó de entrada a poner en cuestión mi vieja desconsideración a la vez que el juicio final de David Roas. Me dije que mi actitud pudo haberse derivado de meras reticencias ideológicas y psicológicas, "injustamente" motivadas, hacia la persona, exponente por antonomasia del boom que se había sacralizado con el nombre de "realismo mágico". Sí, reconocí, el señor García Márquez me repateaba el hígado con sus "posturas", sus "alineamientos", sus "declaraciones" y sus "ínfulas". Entonces, no supe ni intenté compaginar la postura que García Márquez exhibía y defendía al tener un pie en cada uno de dos planos aparentemente contrapuestos: el del "compromiso del intelectual" en las manifestaciones orales, que defendía, si cabe más a rajatabla que Sartre, y la "gratuidad" aparente que imprimía a su "literatura". ¡La contradicción resaltaba aún mayor ante el apoyo que a esa "literatura" le daba el castrismo! ¡Sin duda, los tiempos del estalinismo primigenio que concedía medallas a Gorki por sus lacrimógenas -y patrióticas- historias, había quedado muy atrás! ¡Nuevos tiempos de desconcierto extremo se habían instalado y sus huestes, munidas de una técnica y enarbolando las banderas de una nueva "cultura popular" destinada al "ocio" avanzaban imparables a tenor con la educación pública y la salubridad ciudadana, las promesas falsas de los inescrupulosos y corruptores de la redistribución y la justicia social (en uno u otro grado, que conste, todos los profesionales de la política de hoy en día y todas las demás colectividades burocráticas)! Pero lo que recién he concluido, lo que pienso después de haberlo releído, es que todo aquello era parte del definitivo cambio que traía la posmodernidad: elaborar una narrativa que mostrara que lo ridículo y lo trágico deben ser considerados amistosamente; que pueden ser, como todo, aprovechables. (Y lo son sobre el "espectáculo del mundo": por ejemplo, para "triunfar" y "figurar"; para "vender" sin "perturbar" los cimientos en los que se basa la marcha de la humanidad a través de la complejidad; porque, qué duda cabe que, más allá de la lucha establecida entre los embanderados de "ideologías contrarias" lo que hay es una mutua "convivencia entre sistemas", donde se respetan los métodos de dominación que cada camarilla burocrática logre instaurar en sus cotos... Pero esto es algo que requiere desviarse demasiado; y convertir una digresión en un ensayo.)

En cualquier caso, más que una recriminación a Roas por su cierta debilidad y contemporización (a mi criterio), hay que subrayar la conveniencia de defender una identidad clara y rotunda so pena de ser tratado sin misericordia o igualmente ignorado o tergiversado (dos formas de lo mismo) por los grupos y discursos opuestos. Insisto: lo que hay en realidad es una guerra, lo que en realidad sucede es un nuevo choque de identidades o grupos con intereses enfrentados y una mayor o menor posibilidad de sobrevivir o dominar. Donde, precisamente, la amenaza es la extinción de unos pocos (tal vez con futuras contadas emergencias) por parte de unos usurpadores que, no lo dudemos, no tendrán piedad cuando logren dominarlo todo para reducirnos a la uniformidad, a "las necesidades del pueblo", a la pureza de "la salud pública", como ya pasó otras veces aunque de manera zigzagueante, acaso con dos pasos adelante y otro para atrás. No nos engañemos: estas batallitas son parte de una guerra soterrada que no se diluirá preservando la continuidad, como hizo el viejo muy viejo con sus alas muy grandes, sino que persigue un resultado sin límites a costa de dejar el campo de batalla yermo... al menos sin esa vida humana "trágica" que hemos conocido en beneficio de otra, sin goce aunque muy divertida, estrictamente evasiva y creativamente inoperante, en la que por lo visto, como en el terreno del inconsciente freudiano, pueden convivir los sueños más utópicos con la ausencia de toda pasión intelectual y su profundidad. Es decir: diluyendo salvo en apariencia (¡en apariencia... disfrazadamente... histriónicamente... espectacularmente... por supuesto todo lo contrario!) nuestras individualidades. Sin duda... "parce qu'on est menteur de naissance".

De modo que, si no parece posible tal como las cosas pintan, que podamos ser nosotros los que expulsemos de la Literatura vox populis a los mercaderes y a los diletantes, a los retóricos y a los sofistas, a los que redactan y venden y no escriben... al menos... resistamos para que no sea la Literatura la expulsada.