La Confesión, de Lev N. Tolstói, es uno de los textos que transparentan y resaltan, a modo de lupa, la problemática que caracteriza al intelectual (europeo, claro), cada vez más sumergido en transcurso del tiempo bajo el tsunami de la cultura de masas reduccionista "al alcance de todos".
Es uno de esos textos difíciles de ver escritos por los pensadores de hoy en día, cuando, paralelamente a lo antedicho, una masa de productores de "esa cultura occidental" experimenta una seguridad dogmática que no parece tener fisuras ni contradicciones. Algo que sólo ha crecido sin límites desde el siglo XIX hasta estos días al mismo tiempo que ha mermado el número de campesinos.
En la Confesión (citaré las páginas de la edición de Acantilado, Barcelona, 2010) se pueden apreciar las características distintivas de esa subespecie que Paul Valery calificara como la "que se queja", dando de ese modo una caracterización que a mí me resulta demasiado amplia y a la vez conciliadora con lo que muestran los tiempos que corren... Salvo que se acepte que todo puede ser "cultura" o que la subespecie tradicional se hunde en un proceso de extinción inexorable. En este sentido, el conflictivo y desgarrador texto de Tólstoi, al hablarnos de esa problemática como idiosincrásica, nos pone ante una realidad que se aleja y hasta se desprecia, sea esto en nombre de lo que se ha llamado "el compromiso" (militante, claro), sea en nombre de "las leyes del mercado" que con su "inteligente" "mano invisible" nos conduciría por "la buena senda". Aquí, no debería resultar extraño que Tolstói se inclinara por el irracionalismo, habida cuenta de lo que ya debía ver venir de la mano de su opuesto, de su verdadera naturaleza engañosa, tramposa, desconcertante, capaz de dar a la mentira un ropaje que le permitiera justificar y afirmar la tranquilizadora "certeza" del dogma; un trabajo que como bien supo ver Nietzsche comenzaron los filósofos clásicos e instituyera de ese modo la figura de Occidente (cristianismo por supuesto incluido).
Preso de esa problemática, Tolstói confiesa la duda sistemática que lo atormenta por no poderla adormecer ni ignorar, la imperiosa necesidad de capturar lo visible en una narrativa autocomprensiva, el grado especialmente alto en que se les hace insoportable la incoherencia interna que aquello genera, en especial respecto de la conducta y el deseo. Ese tormento es el que lo llevará a darlo a conocer y confrontarlo o exponerlo en busca de una respuesta, de "otra" respuesta, en definitiva, de "la respuesta" que al no hallarse en tanto que definitiva, hasta el propio intelectual apela a Dios.
Es uno de esos textos difíciles de ver escritos por los pensadores de hoy en día, cuando, paralelamente a lo antedicho, una masa de productores de "esa cultura occidental" experimenta una seguridad dogmática que no parece tener fisuras ni contradicciones. Algo que sólo ha crecido sin límites desde el siglo XIX hasta estos días al mismo tiempo que ha mermado el número de campesinos.
En la Confesión (citaré las páginas de la edición de Acantilado, Barcelona, 2010) se pueden apreciar las características distintivas de esa subespecie que Paul Valery calificara como la "que se queja", dando de ese modo una caracterización que a mí me resulta demasiado amplia y a la vez conciliadora con lo que muestran los tiempos que corren... Salvo que se acepte que todo puede ser "cultura" o que la subespecie tradicional se hunde en un proceso de extinción inexorable. En este sentido, el conflictivo y desgarrador texto de Tólstoi, al hablarnos de esa problemática como idiosincrásica, nos pone ante una realidad que se aleja y hasta se desprecia, sea esto en nombre de lo que se ha llamado "el compromiso" (militante, claro), sea en nombre de "las leyes del mercado" que con su "inteligente" "mano invisible" nos conduciría por "la buena senda". Aquí, no debería resultar extraño que Tolstói se inclinara por el irracionalismo, habida cuenta de lo que ya debía ver venir de la mano de su opuesto, de su verdadera naturaleza engañosa, tramposa, desconcertante, capaz de dar a la mentira un ropaje que le permitiera justificar y afirmar la tranquilizadora "certeza" del dogma; un trabajo que como bien supo ver Nietzsche comenzaron los filósofos clásicos e instituyera de ese modo la figura de Occidente (cristianismo por supuesto incluido).
Preso de esa problemática, Tolstói confiesa la duda sistemática que lo atormenta por no poderla adormecer ni ignorar, la imperiosa necesidad de capturar lo visible en una narrativa autocomprensiva, el grado especialmente alto en que se les hace insoportable la incoherencia interna que aquello genera, en especial respecto de la conducta y el deseo. Ese tormento es el que lo llevará a darlo a conocer y confrontarlo o exponerlo en busca de una respuesta, de "otra" respuesta, en definitiva, de "la respuesta" que al no hallarse en tanto que definitiva, hasta el propio intelectual apela a Dios.
De entrada, Tolstoi se atribuye una intencionalidad maliciosa y autocondenatoria que implica el rechazo propio y el de cualquiera de los intelectuales de su estirpe:
"Es terriblemente extraño, pero ahora lo comprendo: nuestro verdadero objetivo, nuestro deseo más íntimo, era obtener la mayor cantidad de dinero y de alabanzas posible" (Acantilado, Barcelona, 2008, pág. 19)
¡Esa autoinculpación, ese descubrimiento de lo que es vivido como un pecado imperdonable, tiene su base de apoyo en la concepción que el intelectual tiene de sí mismo y de su extraordinaria facultad: se parte, indudablemente, de que la mente más consciente debería ser pura...! Y precisamente sobre esta convicción interna, pronto "descubrirá" que en realidad no sólo aquello sino la vida en general parece "inútil" (ibíd.), que la idea de que "todo es racional" era una justificación para sostenerlo (ibíd.), que se sostiene "mientras dura la embriaguez de la vida"... hasta que "uno se quita la borrachera" y se hace "imposible no ver que todo es un engaño" (pág. 35).
La propia fé en la capacidad intelectual lo lleva a verla como un simple y puro "tormento" (pág. 36), un "sentimiento que me empujaba, cada vez con más fuerza hacia el suicidio" (pág. 40).
Pero el intelecto, la facultad de reflexión, la autoconciencia, vuelve a imponerse sobre la desesperación tanto como se puso sobre la felicidad insatisfactoria del simulacro. Entonces comienza un denodado proceso de "búsqueda" (pág. 41) que pasa por una conclusión en la que precisamente no ahonda, no cava hasta la raíz, a saber, "que sólo había tomado por ley algo que había encontrado en mí mismo" (pág. 45) y a pesar de ello o tal vez por esa insuficiencia, siente que "Lo más importante (...) la cuestión de qué soy yo con todos mis deseos, continuaba totalmente sin responder" (pág. 46). En esa "búsqueda de respuestas a la cuestión de la vida, experimentaba exactamente el mismo sentimiento que el hombre que se ha perdido en un bosque" (pág. 53). Y tras comprobar que cuatro grandes "conciencias atentas" y honestas (como las habría llamado Camus casi un siglo después) remiten a la vanidad del mundo real y cotidiano poniendo fuera de la vida, sea "muerte" o "nada" (pág. 65), y llegar a la conclusión de que eso mismo "lo han dicho, pensado y sentido millones de personas como ellos. Y (...) yo mismo." (ibíd,), Tolstói, incapaz de reconocer ni siquiera en este punto extremo la primacía del instinto sobre los mecanismos de la mente, la pertenencia de la reflexividad a los marcos del instinto, es decir, de la animalidad contra la que sigue intentando, al igual que los sabios que menciona hacen en el fondo, se vuelve a... "la vida" (pág. 67), rechazando una vez más los fundamentos suicidas y las alabanzas a la muerte o a la nada, en cierto modo, algo que se formalizará en la filosofía antinihilista de Nietzsche... aún sin asumir rotundamente la pertenencia de la mente al mecanismo, aún dejándole a ésta la posibilidad de realizar sus pretenciones omnipotentes como si fueran... divinas.
Así es como descubre las opciones a las que se vuelcan los "de mi clase social": "la ignorancia", "el epicureismo" (la "borrachera" pura y dura), el de volcarse al ejercicio "de la fuerza y la energía" (el heroísmo, el arrojo, la temeridad, el incremento del riesgo más allá del cálculo...), y por fin, el refugio en "la debilidad" (págs. 67-71). Y reconoce que deseando la "dignidad" de la tercera, él pertenece a los que han optado por la cuarta (pág. 71). No obstante lo cual, no atribuye definitivamente a ello su incapacidad para el suicidio, sino... a "que mis ideas eran equivocadas" (pág. 72), es decir, devolviendo o recuperando para la facultad de reflexión toda su potestad, toda la certeza de que esta debe ser omnipotente. Porque... "¿cómo puede esa razón negar la vida cuando ella es la creadora de la vida?" (ibíd.), acariciando sin ahondar lo suficiente en esa conclusión de primera instancia e intuitiva a la que se llega fácilmente y que no se puede negar so pena de caer en la demencia clínica: "La razón es fruto de la vida" (pág. 73).
Llegado a este punto, Tolstói volverá a mirar en derredor buscando una respuesta satisfactoria sobre la base de su indudable "error" contrastado con el hecho inequívoco de que la humanidad pervive sea como sea, incluso a sabiendas de que todo es vano. Se pregunta: "¿Cómo es que siguen viviendo y nunca se les ocurre dudar de la racionalidad de la existencia?" (pág. 73), reconociendo que "les parece incluso que su existencia está organizada de una manera racional!" (pág. 74). Por lo que deduce finalmente "que debía de haber algo que todavía no supiera" (ibíd.)
Para llegar a ello, Tolstói intentará adoptar la conducta propia del pueblo, con su para él extraña despreocupación por los conflictos lógicos y reflexivos (que atribuirá a la simpleza popular). Pero, como nos lo cuenta él mismo, cuando se acercó así a los más simples del pueblo descubrió la inconsistencia de sus creencias a la vez que la falta de conflictividad con la que vivían en la incoherencia. Por sobre todas las cosas se le imponía la necesidad de "expresar de una forma más o menos coherente" el problema (pág. 77). Aún a costa de denigrar la propia inteligencia y el orgullo que por ella sentía (págs. 78-79), de desvalorizar el propio yo y, ante la ausencia de un grupo de pertenencia que lo satisficiera (no el de los "científicos, ricos y ociosos" al que creía pertenecer socialmente en base a una identificación abstracta que no llegó a cuestionar ni comprender) y de intentar integrarse en "los demás", esos "miles de millones de hombres" a los que "los suyos" consideraban "animales, no personas" (ibíd.) para quienes todo reside, según deduce Tolstói, en un "conocimiento irracional"... "la fe" (pág. 81).
Como similarmente concluirá Kierkegard, Tolstói deduce que la respuesta está en "la ley de Dios. (...) La unión con el Dios infinito" ((pág. 86), esto es, cediendo toda omnipotencia a un ente pensable, conjeturable, y que por esa vía pueda corporizarse fuera del hombre, que así se volverá un mero servidor de un plan desconocido pero, de esa forma, aceptado, adoptado: "la fe", como afirmará con total ingenuidad y honestidad, "que nos da la posibilidad de vivir" (ibíd.)
Así, con un incuestionable bagaje de apriorismos cuya fundamentación él igualmente despreciaba, igualmente artículos todos ellos de fe, de una fe no religiosa sino intelectual, Tolstói nos cuenta que "Comencé a acercarme a los creyentes del pueblo, hombres sencillos y analfabetos" (pág. 96). Uno de esos apriorismos era considerar las del pueblo como "supersticiones" ("mezcladas con las verdades cristianas") en oposición a las que de hecho serían las suyas, sus en todo caso conjeturas, y no ver que él estaba preso exactamente de la misma mecánica que observaba en ese pueblo llano, que también el imaginario suyo y de los intelectuales estaba "tan estrechamente ligado a sus vidas que no podían imaginarse éstas sin aquellas (las supersticiones)" (pág. 97). Tal vez esas masas "Trabajaban tranquilos, soportaban privaciones y sufrimientos, vivían y morían, y en todo eso veían no la vanidad sino el bien" (pág. 99)... al menos a través de sus ojos... de su propio análisis. Y tal vez el suyo, su trabajo (con la mente), sus privaciones (de respuesta) sólo era... diferente, el de "otro grupo", cuyo estereotipo derivó en "detestarme a mí mismo" (pág. 102) para "amar" lo que el llamará "la gente buena", esto es, una idealización desesperada, una construcción idílica que se plasma como parte de una sacralización más amplia de la "naturaleza", y precisamente de la "naturaleza animal" a la que otorga un valor superior al de la "racionalidad"... ¡claro que esa valoración se hace desde ella! (págs. 103-104) Y ello permite responder al "¿Qué debe hacer el hombre?": "Lo mismo que los animales" (ibíd.)
Y esto, que podría bien ser un nuevo punto de inflexión para profundizar hacia la raíz del problema, acaba en la alabanza del servilismo y de las ventajas de una mentalidad como la de esa "gente buena" que bien educada podrá "comprenderá cada vez mejor la organización del establecimiento", "los que cumplen la voluntad de su patrón, no le acusan de nada", "hombres sencillos, trabajadores, ignorantes" a los que "consideramos animales" (pág. 105). En un doble sentido, Tolstói no podrá dejar de ser lo que había llegado a ser, y por eso el Dios que abraza es el que nace de su convicción de que "yo no podía estar en el mundo sin una razón" (...) De nuevo, Dios." (pág. 110), pasando por momentos de lucidez y duda, o de duda y lucidez: "Dios (...) el que imagino" (pág. 111). Sin duda, "Mi mente proseguía su trabajo" (ibíd.) Y en nombre de esa mecánica irrenunciable es que tratará de llevar al límite la "renuncia a mi clase". Algo que no podrá sobrellevar: "...casi dos tercios del oficio no tenían explicación para mí, o yo sentía que mentía tratando de darles un sentido" (pág. 126).
Tolstói representa al intelectual por antonomasia y su Confesión lo certifica paso a paso; incluso es un intelectual pudiente. El fracaso de su cruzada será así rotundo: "esos postulados de fe" eran para él, al contrario de lo que para los campesinos, "claros disparates" (pág. 131), y sin embargo se martirizaba, se sentía "malo" (ibíd.). Y la solución vendrá, como en Kierkegard, de la mano de la acusación al demiurgo de todas las falacias... La Iglesia e inclusive las "Escrituras" (pág. 139-141) que él, mediante qué sino mediante su capacidad reflexiva (su "don"), nuevamente omnipotente, se esforzaría (¡se debería esforzar incluso... porque todo don debe ser devuelto al donante!) a interpretar la Revelación (pág. 141).
El día en que rematará su Confesión, con la narración de un sueño beatífico aunque conflictivo, esto es, tres años después de haber escrito lo que acabamos de citar, Tolstói muestra sentirse satisfecho, "en paz". De una manera idílica, imaginaria, realizará lo que uno de sus personajes literarios manifestará como única salida, ciertamente fuera del ámbito de la Iglesia (las instituciones, los mediadores, los "traidores"...): la práctica de la bondad que al no ser él mismo capaz de ejercitar plenamente (típico de la intelectualidad y de las masas, cada grupo a su modo, y tanto como "cuesta" ejercer el "mal") sí le será posible reconocer ese ejercicio en la figura (tan imaginaria como la del "vizconde demediado") que corporiza en esa especie de ángel "sencillo" e "ignorante" del pueblo, dedicada en cuerpo y alma a la compasión circunstancial... la "sencilla" Páshenka ("precisamente lo que tenía que ser y no fui"), con la que se acaba encontrando Katatski, "El padre Sergio" de la novela corta que lleva ese mismo título, evidente alter ego idílico de Tolstói, proyección inalcanzable para él mismo como lo fuera Abraham para Kierkegard, y que deviene sin quejas de ninguna índole, como uno más entre las masas porque de ellas es propio y privativo, "Un esclavo del Señor".
(continuará...)
La propia fé en la capacidad intelectual lo lleva a verla como un simple y puro "tormento" (pág. 36), un "sentimiento que me empujaba, cada vez con más fuerza hacia el suicidio" (pág. 40).
Pero el intelecto, la facultad de reflexión, la autoconciencia, vuelve a imponerse sobre la desesperación tanto como se puso sobre la felicidad insatisfactoria del simulacro. Entonces comienza un denodado proceso de "búsqueda" (pág. 41) que pasa por una conclusión en la que precisamente no ahonda, no cava hasta la raíz, a saber, "que sólo había tomado por ley algo que había encontrado en mí mismo" (pág. 45) y a pesar de ello o tal vez por esa insuficiencia, siente que "Lo más importante (...) la cuestión de qué soy yo con todos mis deseos, continuaba totalmente sin responder" (pág. 46). En esa "búsqueda de respuestas a la cuestión de la vida, experimentaba exactamente el mismo sentimiento que el hombre que se ha perdido en un bosque" (pág. 53). Y tras comprobar que cuatro grandes "conciencias atentas" y honestas (como las habría llamado Camus casi un siglo después) remiten a la vanidad del mundo real y cotidiano poniendo fuera de la vida, sea "muerte" o "nada" (pág. 65), y llegar a la conclusión de que eso mismo "lo han dicho, pensado y sentido millones de personas como ellos. Y (...) yo mismo." (ibíd,), Tolstói, incapaz de reconocer ni siquiera en este punto extremo la primacía del instinto sobre los mecanismos de la mente, la pertenencia de la reflexividad a los marcos del instinto, es decir, de la animalidad contra la que sigue intentando, al igual que los sabios que menciona hacen en el fondo, se vuelve a... "la vida" (pág. 67), rechazando una vez más los fundamentos suicidas y las alabanzas a la muerte o a la nada, en cierto modo, algo que se formalizará en la filosofía antinihilista de Nietzsche... aún sin asumir rotundamente la pertenencia de la mente al mecanismo, aún dejándole a ésta la posibilidad de realizar sus pretenciones omnipotentes como si fueran... divinas.
Así es como descubre las opciones a las que se vuelcan los "de mi clase social": "la ignorancia", "el epicureismo" (la "borrachera" pura y dura), el de volcarse al ejercicio "de la fuerza y la energía" (el heroísmo, el arrojo, la temeridad, el incremento del riesgo más allá del cálculo...), y por fin, el refugio en "la debilidad" (págs. 67-71). Y reconoce que deseando la "dignidad" de la tercera, él pertenece a los que han optado por la cuarta (pág. 71). No obstante lo cual, no atribuye definitivamente a ello su incapacidad para el suicidio, sino... a "que mis ideas eran equivocadas" (pág. 72), es decir, devolviendo o recuperando para la facultad de reflexión toda su potestad, toda la certeza de que esta debe ser omnipotente. Porque... "¿cómo puede esa razón negar la vida cuando ella es la creadora de la vida?" (ibíd.), acariciando sin ahondar lo suficiente en esa conclusión de primera instancia e intuitiva a la que se llega fácilmente y que no se puede negar so pena de caer en la demencia clínica: "La razón es fruto de la vida" (pág. 73).
Llegado a este punto, Tolstói volverá a mirar en derredor buscando una respuesta satisfactoria sobre la base de su indudable "error" contrastado con el hecho inequívoco de que la humanidad pervive sea como sea, incluso a sabiendas de que todo es vano. Se pregunta: "¿Cómo es que siguen viviendo y nunca se les ocurre dudar de la racionalidad de la existencia?" (pág. 73), reconociendo que "les parece incluso que su existencia está organizada de una manera racional!" (pág. 74). Por lo que deduce finalmente "que debía de haber algo que todavía no supiera" (ibíd.)
Para llegar a ello, Tolstói intentará adoptar la conducta propia del pueblo, con su para él extraña despreocupación por los conflictos lógicos y reflexivos (que atribuirá a la simpleza popular). Pero, como nos lo cuenta él mismo, cuando se acercó así a los más simples del pueblo descubrió la inconsistencia de sus creencias a la vez que la falta de conflictividad con la que vivían en la incoherencia. Por sobre todas las cosas se le imponía la necesidad de "expresar de una forma más o menos coherente" el problema (pág. 77). Aún a costa de denigrar la propia inteligencia y el orgullo que por ella sentía (págs. 78-79), de desvalorizar el propio yo y, ante la ausencia de un grupo de pertenencia que lo satisficiera (no el de los "científicos, ricos y ociosos" al que creía pertenecer socialmente en base a una identificación abstracta que no llegó a cuestionar ni comprender) y de intentar integrarse en "los demás", esos "miles de millones de hombres" a los que "los suyos" consideraban "animales, no personas" (ibíd.) para quienes todo reside, según deduce Tolstói, en un "conocimiento irracional"... "la fe" (pág. 81).
Como similarmente concluirá Kierkegard, Tolstói deduce que la respuesta está en "la ley de Dios. (...) La unión con el Dios infinito" ((pág. 86), esto es, cediendo toda omnipotencia a un ente pensable, conjeturable, y que por esa vía pueda corporizarse fuera del hombre, que así se volverá un mero servidor de un plan desconocido pero, de esa forma, aceptado, adoptado: "la fe", como afirmará con total ingenuidad y honestidad, "que nos da la posibilidad de vivir" (ibíd.)
Así, con un incuestionable bagaje de apriorismos cuya fundamentación él igualmente despreciaba, igualmente artículos todos ellos de fe, de una fe no religiosa sino intelectual, Tolstói nos cuenta que "Comencé a acercarme a los creyentes del pueblo, hombres sencillos y analfabetos" (pág. 96). Uno de esos apriorismos era considerar las del pueblo como "supersticiones" ("mezcladas con las verdades cristianas") en oposición a las que de hecho serían las suyas, sus en todo caso conjeturas, y no ver que él estaba preso exactamente de la misma mecánica que observaba en ese pueblo llano, que también el imaginario suyo y de los intelectuales estaba "tan estrechamente ligado a sus vidas que no podían imaginarse éstas sin aquellas (las supersticiones)" (pág. 97). Tal vez esas masas "Trabajaban tranquilos, soportaban privaciones y sufrimientos, vivían y morían, y en todo eso veían no la vanidad sino el bien" (pág. 99)... al menos a través de sus ojos... de su propio análisis. Y tal vez el suyo, su trabajo (con la mente), sus privaciones (de respuesta) sólo era... diferente, el de "otro grupo", cuyo estereotipo derivó en "detestarme a mí mismo" (pág. 102) para "amar" lo que el llamará "la gente buena", esto es, una idealización desesperada, una construcción idílica que se plasma como parte de una sacralización más amplia de la "naturaleza", y precisamente de la "naturaleza animal" a la que otorga un valor superior al de la "racionalidad"... ¡claro que esa valoración se hace desde ella! (págs. 103-104) Y ello permite responder al "¿Qué debe hacer el hombre?": "Lo mismo que los animales" (ibíd.)
Y esto, que podría bien ser un nuevo punto de inflexión para profundizar hacia la raíz del problema, acaba en la alabanza del servilismo y de las ventajas de una mentalidad como la de esa "gente buena" que bien educada podrá "comprenderá cada vez mejor la organización del establecimiento", "los que cumplen la voluntad de su patrón, no le acusan de nada", "hombres sencillos, trabajadores, ignorantes" a los que "consideramos animales" (pág. 105). En un doble sentido, Tolstói no podrá dejar de ser lo que había llegado a ser, y por eso el Dios que abraza es el que nace de su convicción de que "yo no podía estar en el mundo sin una razón" (...) De nuevo, Dios." (pág. 110), pasando por momentos de lucidez y duda, o de duda y lucidez: "Dios (...) el que imagino" (pág. 111). Sin duda, "Mi mente proseguía su trabajo" (ibíd.) Y en nombre de esa mecánica irrenunciable es que tratará de llevar al límite la "renuncia a mi clase". Algo que no podrá sobrellevar: "...casi dos tercios del oficio no tenían explicación para mí, o yo sentía que mentía tratando de darles un sentido" (pág. 126).
Tolstói representa al intelectual por antonomasia y su Confesión lo certifica paso a paso; incluso es un intelectual pudiente. El fracaso de su cruzada será así rotundo: "esos postulados de fe" eran para él, al contrario de lo que para los campesinos, "claros disparates" (pág. 131), y sin embargo se martirizaba, se sentía "malo" (ibíd.). Y la solución vendrá, como en Kierkegard, de la mano de la acusación al demiurgo de todas las falacias... La Iglesia e inclusive las "Escrituras" (pág. 139-141) que él, mediante qué sino mediante su capacidad reflexiva (su "don"), nuevamente omnipotente, se esforzaría (¡se debería esforzar incluso... porque todo don debe ser devuelto al donante!) a interpretar la Revelación (pág. 141).
El día en que rematará su Confesión, con la narración de un sueño beatífico aunque conflictivo, esto es, tres años después de haber escrito lo que acabamos de citar, Tolstói muestra sentirse satisfecho, "en paz". De una manera idílica, imaginaria, realizará lo que uno de sus personajes literarios manifestará como única salida, ciertamente fuera del ámbito de la Iglesia (las instituciones, los mediadores, los "traidores"...): la práctica de la bondad que al no ser él mismo capaz de ejercitar plenamente (típico de la intelectualidad y de las masas, cada grupo a su modo, y tanto como "cuesta" ejercer el "mal") sí le será posible reconocer ese ejercicio en la figura (tan imaginaria como la del "vizconde demediado") que corporiza en esa especie de ángel "sencillo" e "ignorante" del pueblo, dedicada en cuerpo y alma a la compasión circunstancial... la "sencilla" Páshenka ("precisamente lo que tenía que ser y no fui"), con la que se acaba encontrando Katatski, "El padre Sergio" de la novela corta que lleva ese mismo título, evidente alter ego idílico de Tolstói, proyección inalcanzable para él mismo como lo fuera Abraham para Kierkegard, y que deviene sin quejas de ninguna índole, como uno más entre las masas porque de ellas es propio y privativo, "Un esclavo del Señor".
(continuará...)
Un autor complejo y conflictivo, cuyas obras completas leí a destiempo en mi temprana adolescencia (12/13 años) y me conmovieron profundamente, digamos incluso que llegaron a trastornarme un poco. Ahora que releo estos párrafos me pregunto ¿qué habré comprendido entonces? ya que apenas puedo interpretarlo ahora.
ResponderEliminarLee o relee Ana Karénina... es de lo mejor de lo mejor de toda la literatura. Tengo otros posts sobre Tólstoi (como el que aparece a la izquierda entre las "entradas más leídas"). Te dará más pistas. Besos y espero verte por estos pagos y en facebook.
ResponderEliminarVolví a leer uno hace unos años, el que más me había afectado haciéndome dudar incluso de las relaciones familiares más cercanas, a las que empecé a mirar con aires de sospecha: Sonata a Kreutzer. Ana Karenina lo leí, pero no recuerdo haber leído estas confesiones. Un verdadero clásico.
ResponderEliminar¡Es tremendo, Tólstoi; no podía acallar su sin duda obsesiva búsqueda de la certeza, su deseo de alcanzar el idílico estado de certeza, de "verdad absoluta" para decirlo más explícitamente! De ahí que pueda oficiar como paradigma del intelectual. Y en Confesión se desnuda hasta la impotencia. Y, por otra parte, es lo que lo lleva a una despiadada vivisección del ser humano, de cada ser humano. En sus polémicas no perdonaba nada, era despiadado con el oponente intelectual...
ResponderEliminarNo hay virtud alguna en la duda o la perplejidad.Es un elemento absolutamente necesario del complejo verdad-mentira-palabra, pero, igual que las nubes deben descargar el agua, la duda debe resolverse en el abrazo con lo real.Proponer la duda permanente como la última CERTEZA, cosa "tan nuestra", es una contradicción autodevoradora, y una inconsistencia lógica.Es como preferir, para mantenerse siempre empalmado, cosa tan deliciosa, renunciar a la posesión de la vecina del quinto izquierda.
ResponderEliminarAsí que, mira por donde, se me ha ocurrido un nombre para esta clase patética y retorcida de "intelectuales": Priapistas o priápicos.
Fueron también escuela dominante en cierto período(Los Escépticos).La madre de San Agustín los llamaba "epilépticos", y en el diálogo El Maestro" son cumplidamente destrozados sus absurdos y contradictorios DOGMAS.LA DUDA COMO DOGMA, toma ya!
¡Ja...! De "virtudes" nada, salvo como autovaloraciones de cada uno, adopciones aceptadas del propio grupo mediante o hasta como formas de renunciar a ellas para intentar fundar el propio grupo (manada si prefieres un término más... je... "evolutivo", "manada venturosa" incluso, contra la que se abandona en tanto que "rebaño", lo "negativo"). Las valoraciones las intenta legitimar aquel que se siente "acorralado " (sensación de no "hallarse en el mundo"), cosa que a veces se logra (se llega a veces a fundar verdaderos movimientos de masas: judaísmo, cristianismo, budismo, comunismo...) y por fin se... deja de estar empalmado y se esclaviza definitivamente a la del 5to. (que por lo visto habría que conocer para perder... todas las dudas...). La inmersión erótica las difumina por entero, aunque sea hasta nuevo aviso... Jejajajaj.
ResponderEliminarBueno.. ya sólo por llegar lo primero que me encuentro es un libro fundamental de Tolstoi en el que nos asomamos a sus demonios que no son otros que la culpa por la vida que lleva y asistimos a una suerte de conversión. Realmente excepcional, así como tu comentario sobre el mismo.
ResponderEliminarEnhorabuena, me quedaré por aquí, con tu permiso.
Un saludo
Gracias por dejar constancia de tu visita y por el elogio. Te espero cada vez que te dejes atrapar en mi botella, cosa que haré para que ilumines con las demás. Un saludo.
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