lunes, 5 de septiembre de 2011

Notas sobre autoridad e innovación

La autoridad se conquista, pero siempre que se opte por un sometimiento previo a lo instituido. La autoridad es tal en la medida en que existan quienes la reconozcan. Todo sucede en la sociedad como si un guión asignara los roles. Además la autoridad sólo tiene sentido cuando asume una función conservadora, cuando reconoce lo instituido de donde ella emana, a lo que le ha rendido tributo, de lo que es creación aparente, en lo que ha fermentado, crecido, tomado forma definitiva. Aquellos que son conscientes del carácter absurdo de la pantomima no pueden pretender ser autoridades so pena de volverse clínicamente locos. Para alcanzar el poder hay que lograr su reconocimiento, no hay poder sin que la sociedad lo considere tal poder. Un loco sólo provoca la risa de las masas, un tirano el miedo, un sabio respeto, un profeta la atenta escucha y el seguimiento... y si alguno no realiza el papel a la medida de las necesidades imaginarias del pueblo, simplemente es excluido, ignorado, rechazado. El juego debe comenzar desde el principio y ser continuado hasta el fin. Se trata de eficacia.

La autoridad instituida, no obstante, repugna al joven (y al joven que continúa siéndolo bajo la madurez, la vejez o sus atisbos).

Nietzsche apostaba todas sus esperanzas en esa juventud (que era la propia) para la caída de los ídolos. Pero en esto se equivocaba: los sucesores del tirano no podían ser los excéntricos (como él) sino los que llevaban transitando las laderas del poder y de sus ritos instituidos: las novedades que se alzan en los discursos posibilistas sólo son banderas diferenciadoras.

Sin embargo, hay inflexiones, cuando se acaban alzando los nuevos poderes siempre se acaba construyendo algo novedoso de una manera oscura que es luego reinterpretada hasta constituir un nuevo dogma, un nuevo culto...

Foucault, propenso a descubrir la pequeñas inflexiones en el camino de la historia humana (y en particular en la de Occidente) decía en "El orden del discurso":
"Entre Hesíodo y Platón se establece cierta separación, disociando el discurso verdadero y el discurso falso (... que) ya no será el discurso ligado al ejercicio del poder" (pág. 20 en la edición de Fábula de Tusquets, 2008)
Pero, como todo en Foucault, esta "inflexión" se presenta a la vista (a su vista) en el plano mismo del discurso y de la historicidad de los discursos, dejando de lado el contexto sociológico en ebullición, la problemática de los espacios de poder y de las estrategias de los grupos. Y así, de nuevo, roza el velo que hace de frontera, tras el entra en cuestión la sacrosanta y santificada singularidad de la conciencia humana que la preserva del instinto y de la vida y el mundo de quienes emerge, el dedo aún en contacto con el dios inventado para darle valor y sentido a lo que de otro modo parecerá absurdo; lo roza sin atravesarlo, percibiendo detrás formas difusas y peligrosas que negarían validez a la necesidad (¡en ello estriba justamente la peligrosidad!).

Es mucho más jugoso y aprovechable cuando pone de manifiesto, inocentemente si cabe, la propia realidad social que se le impone, como cuando escenifica, unas páginas antes, el diálogo entre su deseo idílico, que cree capaz de atentar contra el poder, y las instituciones de ese poder, entre la hybris del héroe que se cree subversivo, que supone (eso es lo idílico) que atenta de entrada, potencialmente, contra un destino que en realidad lo incluye, y el poder (lo verdadero) que entra en escena como entraba el coro griego en respuesta a la señalada hybris:
"El deseo dice: (...) yo no tendría más que dejarme arrastrar (...) flotante y dichoso. Y la institución responde: (...) si consigue algún poder, es de nosotros y únicamente de nosotros de quien lo obtiene". (pág. 13; la negrita es mía)
Se trata pues de una trampa perfecta: quienes se proponen una transformación del mundo (quienes se alzan diciendo que ya es hora de hacerlo o, lo que es lo mismo, que ello es signo de obligado compromiso con el futuro idílico del hombre liberado) acaban desarmados... sujetos a las cadenas que impone el curso de las cosas que, de todos modos, no está escrito a priori sino que será resultado de todos y de todo. Pero, además, marchan por la senda del engaño y del autoengaño porque ya de por sí sus discursos no son excéntricos sino pragmáticos; lo son en connivencia con sus propios deseos, que no son subversivos ni siquiera en sustancia (o no serían posibilistas ni podrían ser eficaces).

Así, entre Hesíodo y Platón tan sólo media la distancia derivada del hecho de que el espacio de los reyes sabios ("quien tenía el derecho y según el ritual requerido", ibíd., pág. 19) se ha estrechado tanto que ya no permite la simultaneidad arcaica y el sabio, en su búsqueda de comodidad social, sólo pueda aspirar al rol de un asesor o consejero más o menos a un lado (siempre que no se extralimite, como queda tan en evidencia en el Hierón de Jenofonte). Y sin duda, si hay una inflexión en el entorno de ese punto, ella signará esta época nuestra que va desde el nacimiento de la filosofía hasta su agonía (no casualmente ni mucho menos de la mano de la justificación democrática), la nuestra, que lleva experimentando la prolongadísima inflexión abismal en la que ya no queda lugar alguno para el ejercicio político de la filosofía, ni siquiera en lo idílico, sino la servidumbre de los obreros cada vez peor remunerados de las disciplinadas fábricas de slogans, cada vez menos articulados y más perecederos, ya ni siquiera doctrinales, y por cierto, cada vez menos democráticos. Es lo que se puede ver ya en la superficie y por lo que se la puede llamar decadencia, aunque sea bastante más.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Déjate oir... déjate atrapar...