viernes, 19 de diciembre de 2014

Discurso fúnebre por los grandes monstruos modernos (ponencia)

Fragmento de La pesadilla de Füssli


En el cuadro “La pesadilla” de Füssli, pintado en los albores de la modernidad, vemos a un monstruo sentado sobre una durmiente en una postura y con una mirada entre dubitativas y traviesas que nos lleva a preguntarnos muchas cosas: ¿quién es ese monstruo y de dónde ha salido?, ¿es una alegoría del deseo que la doncella que duerme se permite soñar; es el padre que un siglo después descubrirá Sigmund Freud?, ¿por qué, también, es varón –como a todas luces parece– siendo una mujer la que sueña; es, acaso, porque el varón representa la figura más posesiva del deseo, de la voluntad de dominio, de la fuerza animal que pretendería recuperarnos para la perdida animalidad, de hecho la perdida inconsciencia, la paz en ausencia de las imperiosas necesidades simbólicas humanas que nacerían a causa de la conciencia de la angustia, de saber de algún modo quiénes somos y quiénes deberíamos ser...? ¿Una reiteración del mitológico carácter oracular atribuido a los sueños, en los cuales es por ello que los monstruos se “muestran”?
Surge también la pregunta del por qué remiten a lo masculino, lo que una autora como Shelley, mujer como sabemos, creadora del monstruo por antonomasia, reitera, creo que no sólo por trazar un paralelo con la creación de Adán antes que de Eva. ¿Se trataría, como parece, de la figura prototípica de la monstruosidad que nos amenaza como humanos de uno u otro sexo, al menos en nuestra sociedad...? No obstante, en general, vemos que las mujeres son situadas en segundo plano, incluso en esta obra , donde la novia del monstruo es reclamada por el este a su creador para una específica satisfacción del protagonista... en “cariño dador” y no “mutuo”, lo que remite al sexo y a la sangre, lo que en Drácula es explícito. Son, haciendo uso de un término que Kafka emplea para lo que ustedes podrían decir que es para una aplicación distinta, “sociológica”, “ayudantes”. Y tanto como desde la óptica del hijo, ¡nuestra óptica básica y constante!, es la propia madre...: “ayudante” clave del padre despótico...
Volveré sobre el particular más adelante.
En fin, las preguntas no terminan ahí, y las respuestas suelen ser insuficientes, signadas sin remedio por los imperativos de la mitología y las ideologías imperantes; y hoy en día por una u otra necesidad táctica y como tal, cínica, que nos empobrece a todos. En fin, queden estos apuntes para un tratamiento más exhaustivo, imposible aquí en los ya menos de veinte minutos restantes.
En cualquier caso, los monstruos modernos siguen siendo lo que siempre hemos temido y, a la vez, hemos deseado, y lo que aún los reclama.
Por lo demás, es bastante obvio que el monstruo moderno remitió siempre a un origen humano, como manifiesta Shelley al presentarlo como resultado de una reunión de las pretendidamente mejores partes posibles de ser halladas en diversos cuerpos, cada cual en sus respectivas especializaciones, físicas y mentales; una reunión en la que se produce “un error fatal”. Pero algo que el propio engendro echa en cara a su creador Frankenstein, alter ego esta vez de su propia conciencia, cuando le reprocha: (cito) “...mi forma es una miserable deformación de la tuya” (pág. 131).
Drácula, por otra parte, remite tanto a la aspiración humana de eternidad... al tiempo que comparte con Adán el peso eterno del pecado que parece imponérsele en el mismo sentido purificador, obligado a trabajar y a reproducirse. El hecho nos parece tan obvio que no nos resulta relevante, pero lo cierto las prácticas malignas de Drácula configuran una auténtica actividad profesional, rutinaria, mecánica y compulsiva, en todo caso, casi perfecta por lo maquinal. También para él, será la actividad profesional la que lo define e identifique, y la que, como tal, lo encadene a vivir como lo que es... Algo que diría representa lo específicamente humano... que se extiende al monstruo. Y esto merece a mi entender ser resaltado: la profesionalidad, entiendo, es todo un paradigma del presente que ya se comienza a manifestar a partir de la curva descendente de la modernidad, allá por 1830... Se trataría de un rasgo nacido en el curso de la marcha humana y que resulta ya todo un rasgo inseparable de la humanidad... que también pasa al mosntruo junto con el dolor por la soledad o el desamor, o la lubricidad, la furia, la agresividad, etc., que alcanzan grados extremos en el monstruo: monstrándose.
El monstruo que fabrica Frankenstein con deshechos humanos, pretendidamente perfectos para dar de por sí algo mejor o superior... resulta fallido debido a un error humano, subproducto de una racionalidad insuficiente que la modernidad lamenta e insiste en tener como meta. Meta que de todos modos parecería posible de alcanzar... con más empeño, más cuidado, más lógica: esperanzas modernas y también piadosas, cuyas consecuencias quedan nuevamente advertidas, pero a las que no se renuncia. O que invitaría a su sustitución por la resignación y la contemplación, es decir, la obediencia... Ese otro polo de atracción para el humano sin salida.
Hyde, por su parte, es el resultado de un desdoblamiento operado en carne propia por un hombre sabio (derivado, sin embargo, de: “el lado perverso de mi naturaleza”, “menos robusto” y “menos desarrollado que el lado bueno”; que “llevaba mucho tiempo enjaulado”, como él mismo, el consciente Dr. Jecquill, se describe), lo que pone un tanto en entredicho luego, cuando lo asalta la impotencia. Aquí también, tanto el creador como su producto, se dejarán arrastrar (“vendido como esclavo a mi pecado original”, como dirá Jecquill) por seductores cantos de sirenas o, nuevamente, por la seductora manzana del conocimiento (otra vez ofrecidas por mujeres). En todo caso, permitiendo que el mal que reclamaba su liberación... salga, como dice Jecquill, “rugiendo”.
Una vez liberado, es, sin embargo, el monstruo “el lado” que se mostrará más poderoso y tiránico (o tanto como el previo espíritu científico, quizá como su otra cara), y como tal se apropiará cada vez más de la vida del hombre, hasta poner a este a su servicio... Esta sujeción y sin duda la idiosincrasia de la que deriva llevará al anfitrión a ser incapaz de sacrificarse para acabar con el monstruo dignamente o por razones altruistas. Su cobardía, o tal vez su vanidad, lo llevará así a responsabilizar al propio monstruo, invitándolo a esa decisión final que la conciencia del protagonista reconocería “valerosa”, o, de no ser eso posible, a dejar la solución en la justicia de todos, en la sociedad instituida, en “el patíbulo” despersonalizado en el que se procederá a ajusticiar al criminal en el que se ha convertido. Aquí también, la frustración y la tragedia vendrían de la imperfectibilidad humana que intentaría dejar de ser, y que, como en el caso anterior, lleva a cometer errores banales que podrían por lo que parece haber sido evitados, mencionándose como decisivo el uso de una “provisión impura (de sal)” o un contraproducente “exceso de trabajo”, también debido a la vanidad humana o la impaciencia típica de todo mortal. Creación, derrota y defección; monstruosidad y tragedia; mal y bien; derivados todos de la misma condición humana.
Samsa, por fin, en el final de la época (aún hoy permanente), democratiza definitivamente al monstruo, esta vez nacido de un hombrecillo simple y voluntarioso, que traía dinero a casa, hasta que, una mañana al despertar (es decir, no al entrar en los sueños o las alucinaciones, sino al salir de ellos), se descubre transmutado en “un monstruoso insecto”; lo cual, de entrada, atribuirá también, curiosamente, al “exceso de trabajo” (aunque esta vez no al del científico, sino a la fatigosa y desalmada profesión de viajante de comercio que considera una “plaga (...) en que el corazón nunca puede tener parte”, esto es, una de las ocupaciones que la realidad industrial ofrecerá en adelante a los hijos de la modernidad... incluyendo a los científicos..., todos reducidos a la similitud y a la chatura propia de ese “pueblo de ratones” sin “salida” de lo que nos hablará Kafka en otros textos suyos).
El mal necesita por lo visto liberarse o en todo caso se impone, a diferencia del bien, que es lo que la sociedad bendice en la forma de las ocupaciones profesiones responsables seriamente y bien realizadas. Y en esto va de la mano de la belleza. El mal es así el excentricismo, lo rebelde y lo creativo capaz de amenazar lo instituido, y por ello es merecedor de “proceso” y represión... Porque, como deja al descubierto Kafka, son “todos” y nosotros con todos, los que miran y miramos vigilantes, los que se preocupan por el cumplimiento de las reglas, juzgan y acusan al díscolo o contribuyen a su procesamiento y su condena con la colaboración de “los ayudantes”, “los ayudantes” de “todos”, que permiten que nadie en particular necesite mancharse las manos de sangre... ni siquiera con las de la propia. Porque para eso están el carnicero, al que se le paga un salario, el torturador, el verdugo, el sicario, el mercenario, los jueces llevando una parte y los demás la otra... Y, precisamente, es esa mirada hecha propia la que hará de Samsa, de Hyde, del monstruo de Frankenstein, de Drácula,..., los monstruos que a la vez queremos y no queremos ser, que nos imponen ser y nos exigen que no lo seamos. Y que equiparamos a la fealdad.
Porque el monstruo acaba viéndose monstruoso... para verse como lo ven los otros. Porque el cisne no puede escapar a la ley punitiva de los patos, y asumirá ser un “patito feo” y no “otra cosa” que no es capaz siquiera de imaginar.
Por fin, en coincidencia con “todos” y para seguir gozando de su compañía, tendrá que vencer el “frenesí de ese amor a la vida” que el monstruo experimenta, en apariencia de la manera más libre por ser ciega, para  terminar aceptando, yendo a buscar e inclusive eligiendo la muerte, a fin de cuentas: por el bien de todos, dejándole la tarea a sus enemigos, a la naturaleza o a los ejecutores profesionales, con los que también él cuenta inclusive para esto.
Al “final, apareció, en el rostro del conde, una expresión de paz”, observan los verdugos de Drácula. “... la amargura del remordimiento no cesará de quemar mis heridas sino cuando la muerte las cierre para siempre”, dice el monstruo de Frankenstein antes de internarse en el hielo. Hyde es liberado tras el ardid traicionero de su conciencia que lo abandona al arrepentimiento o al castigo de los otros. En el colmo de la autoconciencia culposa, Samsa, nos instruye Kafka: “Hallábase, a ser posible, aún más firmemente convencido que su hermana, de que tenía que desaparecer”.
El monstruo es perseguido por los miedos ajenos que lo cercan, antorchas en alto, palos o manzanas arrojadas al lomo, tras serle negado el afecto que buscaba tal cual era..., una búsqueda obviamente “patológica” por imposible, cuya ausencia lo ha conformado o deformado. Lo explicita el monstruo de Shelley (quizás con un exceso de racionalidad cedido por la autora para el buen fin del mensaje): “... tuve la esperanza de encontrar a seres que, perdonándome mi fealdad, me quisieran por las excelentes cualidades que era capaz de demostrar” (pág.219), lo que dará como consecuencia que “el ángel caído se conviert[a] en un demonio” (ídem)
O también:
“... Soy miserable y abandonado, soy un aborto de la naturaleza, a mi sólo se me debe despreciar y rechazar” (pág. 219), por lo que “ansío que llegue el momento en que (...) ese espíritu no piense más”, para no ser “presa de ansias insatisfechas y eternas”: “la amargura del remordimiento no cesará de quemar mis heridas sino cuando la muerte las cierre para siempre.” (pág. 220).
Unas confesiones estas, así como las que hace Jecquill y las que este espera también de su doble Hyde, que Kafka (para no citar a otros de sus herederos literarios) convierte en componente de la vida cotidiana; confesiones del monstruo fabricado a quien se le exige que las haga, que participe así, en su contra, en su propio juicio, antes de ser ejecutado. Una situación que pone otro aspecto para mí relevante de la literatura: su alcance revelador que hace que los autores parezcan adivinos del futuro y no podamos evitar asociar sus textos con realidades que con el tiempo alcanzarán dimensiones más inverosímiles en cierto sentido que las relatadas pero lamentablemente reales. Me refiero a la burocratización social generalizada o, ¿cómo no ver el paralelo?, los ya un tanto olvidados “juicios de Moscú”..., expresión como pocas de una actividad sistemática, industrial en toda la expresión, destinada a crear monstruos que operarán como enemigos del Estado para la consolidación de una identidad que se unge a sí misma como verdaderamente humana o la más humana..., la más... consciente y/o moralmente pura...
Ahora bien: es evidente que los monstruos modernos, conflictuados, perturbadores de la conciencia individual, abandonaron la escena literaria. No parece que sea ajeno a esto el grado en el que la monstruosidad se hizo ostensible y cotidiana, pública. Y el que, por otra parte, fuera reducida, en el mejor de los casos, a un asunto psicoanalítico y en un extremo al psiquiátrico incluso a escala global, o, en su defecto, requerir para su cura una apropiada reeducación, por ejemplo, “en el campo”. Ni que hoy la monstruosidad haya llegado a ser comprendida como natural (y reparada o reorientada) o convertida en un juego que no por ser mortal deja de tomar forma teatral sino todo lo contrario.
En cualquier caso, la monstruosidad ya no angustia, como antes; y si perturba lo hace entre dos telediarios, una vez que otra noticia entierra la anterior. Hoy nadie es un monstruo o lo somos todos y la liquidación masiva de monstruos corre a cargo de las costumbres de cada lugar. Incluso se hace posible una o otra monstruosidad al servicio del Estado, como demuestran posible los seudo monstruos que conocemos como superhéroes (esta vez, mujeres y hombres... aunque todos tocados por los atributos estereotipados “propios” de cada sexo) que salen disfrazados y enmascarados de sus escondrijos para defender la sociedad, guardianes de las buenas costumbres o pregoneros de una impoluta moral futura lo que les granjea reconocimiento y cariño  masivos, lo que los monstruos precedentes no consiguieron nunca, como vimos.
¿Pero qué hicieron para ello? Diría que claudicando como monstruos, es decir, haciéndose útiles, provechosos, necesarios para conservar la sociedad definitivamente gatopardista, que prefiere las redistribuciones al peligro de los cambios..., lo que en realidad no es nuevo. Una sociedad que, sin embargo, ha encontrado el truco: la profesionalización que santifica, que hace de guardianes, verdugos y sicarios... necesidades sociales que justifican su monstruosidad. Que da dignidad a la monstruosidad humana. Parece que todos aceptamos que... si no quieres parecer monstruoso... profesionalízate... inclusive como monstruo; sea “bueno” (Batman, Superman, etc., y entre los que, ahora sí, vemos a superheroínas con poderes ad hoc...), sea “malo”, como Gotzila, el Alien o la masa-zombie... que ya ni siquiera persiguen llevarnos, como el viejo Lucifer, a los infiernos y esclavizarnos..., sino... como puro ejercicio de un mal sin intereses, sin sentido, “perfecto”, “profesional”: determinado por la idiosincrasia misma y su “deber ser”.
(Por cierto, dejo apuntado aquí también, de paso, que ese paradigma de la “profesionalización” es el que daría también “una salida” a las mujeres: profesionalizarse, que es una manera de masculinizarse... ahora que ello no tiene que ver con la mera “fuerza bruta” –¡y esto por dejar de lado lo que los gimnacios pueden llegar a hacer hoy!–. Lo dejo también apuntado... con claras intensiones provocativas, es decir, monstruosas, es decir... las que podrían hacerme merecer la denostación, ¿la hoguera?, por parte de los defensores de una u otra de las subsociedades profesionales que componen la pirámide de pirámides cristalizadas que confoman nuestra sociedad actual).
Pero no hace falta bajar hasta los comics para encontrar esa metamorfosis... que exhibe sólo la piel del monstruo, el disfraz, y no su significación conflictiva. Podemos verlo en la más galardonada expresión de la literatura, como en el “viejo de las alas enormes” de García Márquez, un monstruo inocuo, que llega y se va dejando el pueblo incólume e incluso impertérrito, cuyos miembros no vieron más que posibles funciones utilitarias para él, discutiendo acerca de las diversas maneras de poderle sacar algún partido, ya fuese ideológico (el del cura) ya el mercantil de los que pensaron exhibirlo en ferias. Una metamorfosis, en fin, que creo inseparable del proceso de industrialización cada vez más extremo de la cultura que, como señalé, comienza a verse de manera acuciada a partir de mediados del XIX y del que la intelectualidad pasa cada vez más a quejarse... para por fin encontrar su lugar... “en los equipos” y “empresas” que comienza a valorar (remito al respecto a Veblen y a Heidegger y de ahí al “pragmatismo” que los sucedió).
En fin, los monstruos estaban ahí para encarnar nuestras dudas, perplejidades y temores existenciales. Y fueron despedidos por ponernos demasiado ante la nada.
Vaya por ellos, en su recuerdo, este breve discursillo fúnebre. 



(Esta fue la ponencia que presenté en el II Congreso Internacional de Literatura Fantástica celebrado en Barcelona entre el 10 y el 12 de noviembre, organizado por el Grupo de Estudios de lo Fantástico, y dedicado a "Las mil caras del monstruo".)