domingo, 5 de enero de 2014

Capicúa


Los asientos del tranvía del lado de la acera estaban libres y pude sentarme solo, junto a la ventanilla. Como de costumbre, eché un vistazo al billete que me había tocado: ¡era capicúa! Y esa no sería la única extrañeza. De las cinco cifras del billete, las dos primeras señalaban la edad con la que subí al tranvía por primera vez (un día de furia en el que decidí irme de casa... para pasar unas horas con mi abuela) y las dos últimas el mismo número, invertido, y, deduje, sumados debía ser la edad en la que el tranvía alcanzaría su último destino, ay, en el que me tendría que apear. Claro que también estaba ese 8 en la mitad. ¿Qué podría quererme decir? Entonces, al jugar con el billete, lo tuve, por un instante, vertical ante la vista, los números de lado, separados por el símbolo del infinito (¿la muerte haciéndose la viva, Lázaro fuera de la cama o de la tumba?) Miré por la ventanilla como en busca de respuestas. Las imágenes se sucedían para perderse mientras avanzamos. Entonces comprendí que el trayecto era una de las infinitas idas y vueltas mías a través de la memoria, simplemente... anticipándose.