Los nueve relatos aquí reunidos a instancias de Kalpabiswa fueron seleccionados de entre los treinta y pico que respondieron a mi convocatoria pública en diversos foros de literatura de habla española en los que se dan cita escritores del género así como por solicitud directa a autores amigos. En ellos, los lectores bengalíes a cuyas manos lleguen, encontrarán una muestra de estilos y temáticas quizá poco frecuentes en la literatura de ciencia ficción de nuestros tiempos –aunque creo que en aumento–. En todo caso, a distancia de las ofertas que la mercadotecnia editorial selecciona, empaqueta y publicita hoy en día según lo que entiende que gustará la masa lectora a tenor de sus «expertos» (y en base al criterio de que se prefiere «el espectáculo», empezando por la visualización de las competiciones deportivas basadas en el cultivo corporal, cada vez más teatrales, y que la mayoría copia «comme il faut» («como debe ser»), el fárrago de las discotecas donde prima el exhibicionismo, los conciertos de masa, etc., donde nadie es nadie sumergidos en la multitud, al tiempo que se cumple con «el buen ver de todos» tributando a la temeridad al amparo de una tecnología que se considera omnímoda, que siempre proveerá… Desde ya que no pretendo que las masas busquen «profundidad» en lugar de una evasión obtenida con el menor esfuerzo, es decir: ausencia de densidad y reflexión… salvo cuando se trata de la complejidad de los fuegos de artificio (léase: películas enrevesadas que no se comprenden pero… están llenas de «efectos especiales» y sustanciosos decorados). Evasión que, en cualquier caso, se encuadra en reglas básicamente inducidas, promovidas por los capitanes de la industria actual de la cultura sin más intereses que la obtención de resultados inmediatistas, donde hasta las habituales carreras al éxito pasan a segundo plano a la manera de los pillos que «toman el dinero y corren» (Wody Allen, sic).
De ahí el fracaso de la industria del libro frente a la superioridad de la «cinematografía espectacular» y la cada vez más exitosa caja tonta de la televisión –con ofertas técnicamente elevadas de productos de adición como las series a cuotas mensuales a veces más baratas que las entradas de cine para una única sesión–; productos con los que intenta inútilmente competir y en lo posible, y utópico, arrebatarles espacio –algo que apenas consiguen mediante oleadas de tiradas cortas que llaman «novedades», de tan escasa duración como los productos de las industrias audiovisuales sólo que en las mesas de librerías, secciones especializadas de grandes superficies y supermercados, y casetas de feria, o los mercadillos digitales que se llenan de autoedición autovalorada, ansiosa de una pequeña y efímera fama dependiente en su mayoría del automarketing del autor y sus amigos, y que reduce el negocio a la distribución y el transporte, el correo, las redes y hasta la paquetería del libro-objeto-mercancía que difiere cada vez menos de las rodajas de pan industrial o el chocolate empaquetado–; produciendo todo tipo de textos fundamentalmente banales que «invitan» a la lectura de entretenimiento como manera de alcanzar un grado superior de dignidad, con lo que colaboran, con escasos resultados empero, padres y educadores propensos a culpabilizar la falta de respeto por tales nuevos templos. Unos u otros contribuyendo consciente o inconscientemente a inducir la lectura «por deber» en lugar de por placer, algo ciertamente cada vas mas difícil en base a la masa de los libros infantiles o juveniles que ofrecen lo ya señalado: lo insulso, lo mediocre, lo ausente de imaginación y juego, lo aburrido, la reiteración de los lugares comunes, etc.; supuestos pero falsos recreos en el patio de la cárcel del niño y del hombre. Cárcel de su propia mecánica que alienta la locura de la certeza sensata, desconcertante y hondamente frustrante. Recreo que, cuanto el equilibrio que se supone inamovible tambalee y se vea ante la ruina, concluya la transformación de la masa de indefensos en una de domesticados… ¡en todo caso, para ir detrás de un nuevo flautista cargado de mesiánicas promesas!
En este proceso, del que tanto gustan quejarse los escritores nostálgicos hasta el desgaste, la claudicación o el suicidio… intelectual cuanto menos, se presentan inevitablemente ciertos libros y editoriales que reflotan la vorágine y ofrecen, pese a todo, textos estrictamente literarios que por su propia naturaleza llegarán a lo sumo a un público muy reducido, ávido de obtener el placer de la lectura que sólo los esos textos pueden provocar por su construcción formal delicada, su sensibilidad profunda, su trama ingeniosa y una temática que conmueve e invita a pensar. En unas palabras: ricas, sustanciosas.
Obviamente, en esta selección ha imperado el gusto del organizador, un gusto que ha encontrado prototípico de esa literatura por diversas razones casualmente concurrentes, donde se perciben las influencias de los mejores textos siempre salpicados más o menos explícitamente por la fantasía que diera lugar a la forma sincrética –de ciencia y magia– útil a la rebeldía más que ofrecer «respuestas», «promesas» o «salidas», Rebeldía que afirma en secreto, a cubierto de sus fabulaciones, la dolorosa certeza de que lo deseado es materialmente inaccesible, de que tras «las preguntas» se encuentra el eterno vacío y, a lo sumo, la representación, la simulación, la falsa e incluso mentirosa ordenación de las cosas en el seno del caos.
Y, más allá, la influencia, intromisión, injerto, entrelazamiento de los misterios que reverberan desde el fondo oscuro de los bosques, las selvas y las cavernas de donde hemos salido. Algo especialmente acentuado en las regiones que fueron «civilizadas» a instancias de las armas y el acero de fabricación occidental y que siguen conservando sus tradiciones en el entretejido del nuevo mito importado que un día desembarcaría en sus costas o atravesaría sus montañas limítrofes, descargando y distribuyendo «su progreso» tan mágicamente como los mitos ancestrales; un mito sincrético poco a poco adoptado., bajo el que se practica una u otra religión en un ambiente de aire acondicionado y se reza a la vez que se confía en la vacuna. Algo que a veces reaparece bajo la propia asimilación bilateral.
Dicho con una ironía que aflorará complementariamente en la presente literatura que aquí ofrecemos, heredera de los tiempos de la decepción que derivó de la decadencia europea, cabría decir que el caldero de los conjuros acabó siendo removido por una batidora eléctrica. Que el vuelo nocturno realizado oníricamente o en trance a caballo de un. Palo o una escoba o sobre una ondulante alfombra mágica acabaríamos por verlo renacer a bordo de un cohete o mediante una máquina del tiempo.
Sí, magia al fin, pero buscando «hacer verosímil lo inverosímil», como Kafka considerara propio de la literatura de nuestra época racionalista y causalista de la que seguimos siendo tributarios y «contra» la cual tendemos algunos a «descender hasta el fondo negro de una broma» como señala Kundera. Y es que la literatura auténtica no puede dejar de construir un orden del desorden al tiempo que se burla de su propia intención idílica e inconducente conjuntamente con todo lo que el lector y él mismo autor dan aún por sagrado y esperanzador; sembrando para ello el camino del texto de todo tipo trampas ingeniosas y sorprendentes que el lector se verá obligado a admitir como ciertas para alcanzar y extraer la médula, el meollo, como lo llamaba Rabelais: el descubrir al fin y al cabo que seguimos un rumbo ciego por el mundo, que vivimos en el desamparo del que deseamos escapar. Una literatura que precisamente encuentra en la apelación a los tópicos por excelencia del «género» en el que se encajona a la Ciencia Ficción que tanto lo desborda muchas veces y hasta se introduce cada vez más y no por nada en los textos de escritores considerados ajenos al género.
Porque... ¿acaso tanta diferencia hay entre el recurso a la máquina del tiempo por Wells, Christofer Priest (o por mi mismo si me lo permiten en mis cuentos publicados precisamente por Kalpawispa) entre otros muchos y las parábolas de Murakami o Amitav Gosh o el hermoso especialmente por su trazo fino, creado como para ser escrito en su lengua bengalí, que utiliza Tagore en su relato “Las piedras hambrientas”, apuntando con sencillez poética: “Era como si una oscura cortina de doscientos cincuenta años colgara ante mi” para continuar acto seguido reconociendo cuánto le habría gustado a su “viajero en el tiempo” “levantarla un poquito y asomarme cuidadoso”? ¿Tanta es la diferencia entre «el futuro» siempre presente en la ciencia ficción y «el pasado» que muchos escritores convirtieron en un «haber sido»,
[1] en un pasado hipotético mucho más que en un «fue así» de carácter «científico»… que tantas veces acaba desdicho por algún competidor del gremio?… ¿Tanta distancia hay entre el héroe mitológico y el contemporáneo, entre sus viajes de crecimiento personal, más allá de que hoy cuesta mucho encubrir la decepción acentuada con el tiempo que lleva al héroe hasta el borde de la nada en el que se muestra y hasta se reconoce sencillamente tan sólo como un hombre más, un accidente incluso?… No deja todo ello al descubierto la mecánica que se repite, lo que antiguamente se denominaba «la naturaleza del hombre», que se vuelve a encontrar en el futuro… quizá porque este sólo ha sido inventado para poder hablar con más contundencia del horror del presente?
La reducción entre «los hechos fácticos» y lo imaginario, entre lo «experimental» y lo aventurable, entre lo hipotético y lo fantástico, recorre la literatura en todas sus formas (o, como se prefiere, «géneros»), desde Cyrano de Bergerac hasta el «realismo mágico» latinoamericano en el que en realidad debemos inscribir a Felisberto Hernández y Horacio Quiroga, pasando por Marquez (más formalista a mío criterio) y Rulfo, Arreola, Cortazar y sin duda alguna a Borges y continuado por Piglia, y esto hablando del área latinoamericana, porque fuera esta auténtica fusión a prosperado también en Europa (con por ejemplo Hoelbeck) o en India (con Amitar Gosh o Salman Rushdy entre los más conocidos) por citar meros ejemplos que no dejan de multiplicarse y cuyos exponentes han han ampliado simplemente sus recursos hasta incluir los tópicos de la «ciencia ficción» de manera muchas veces caprichosa y hasta irónica.
Precisamente «recursos», es decir, no para exponerlos como tema central sino para conseguir lo propio de la literatura: distanciarse, mirar desde lejos las cosas del presente (desde un futuro imaginario, por ejemplo), situar al hombre en el límite de la manera más contundente y efectiva posible, efectiva en el sentido de lograr la conmoción del lector, «darle un hachazo», como sugería Kafka que se debía hacer.
Ciertamente, no se puede negar que la literatura de ciencia ficción (incluyendo el uso colateral de sus tópicos que he mencionado) permite algo que explicaría que se recurra a ella (o a aquellos de sus elementos): la posibilidad de anticipar alegóricamente los deseos de una sociedad distinta de la que habitamos. Esto se manifiesta en el género (o en la utilización de sus tópicos) de muchas maneras propias de las concepciones imaginarias, utópicas o pesimistas, de los autores, que, a mi modo de ver, pueden agruparse en dos grandes categorías: la de quienes se sienten impotentes y no ven sino el refugio del desinterés y el aislamiento, resignados a que el mundo siga su curso, dejando o no abiertas todas las alternativas y sobre todo la desesperanzada repetición (grupo al que siento estar adscripto); la de quienes optan por esperar una sociedad humana nueva a partir de una ruptura catastrófica de la continuidad, es decir, una suerte de Apocalipsis redentor que haga pagar por los pecados y de a luz una nueva generación básicamente pura, eventualmente bajo la conducción de héroes mágicos y mesiánicos. En todo caso, predominando el catastrofismo y las «distopías» cuyos resultados finales posteriores encerrarían las señaladas opciones mesiánicas del mismo modo que habría sucedido después del bíblico «diluvio universal».
Lo evidente es que en la medida que el «progreso» fue frustrando la perspectiva positivista, esa tendencia iría en aumento, dando lugar a los auténticos nidos de lo que Duvignaud considerara «anomias».
[2] Lo podemos ver en los textos de Julio Verne si evitamos el reduccionismo tergiversador que invita a ver los aspectos positivistas -meros recursos en realidad- presentes en su literatura: la premonición «prospectiva» de las invenciones mecánicas o tecnologías, a saber: submarinos, cohetes… o en la de Wells al relevar su máquina del tiempo, intentando ignorar la conducta que mueve al Capitán Nemo (no por casualidad «Nadie», es decir, alguien irrelevante para el mundo del que se aleja, del que huye, al que repudia alejándose creando el suyo propio), o el del esperanzado en una reconstrucción mesiánica del mundo en base a los tres libros mágicos y más puros que quedarán en el misterio y a los que cada lector podrá identificar según le dicten sus mitos (¿Biblia?, ¿Kant?, ¿Marx?, ¿Freud?…) Una trayectoria que acaba en el caso de Verne por la descorazonada «El eterno Adán», atribuida por los defensores de la continuidad y la ceguera a un estado particular psicológico del autor que queda notablemente marginada de sus «grandes -y positivamente reducidas- obras», donde queda claro desde el título que nada nunca cambiará, que el hombre (Adán) será una y otra vez el mismo en todo futuro posible, es decir, un ser «vencido» por las circunstancias, por el «rodar destructivo» del mundo debido a su idiosincrasia «diabólica».
A esta literatura, que creo que crece cada vez más a pesar de todo, borrando las fronteras que la pretenden separar como «género», considero que pertenecen los relatos reunidos, con sus visiones trágicas y hasta desesperanzadoras, con las cuales sus autores intentan una vez más ampliar el «territorio» del texto al que se refiriera Fielding, pionero mundial de la novela moderna. Y esto sin por ello dejar de señalar la inevitable vanidad de los que la escritura les permitiría sentirse lo suficientemente especiales como para continuar viviendo rodeado de muy escasos oídos. La vanidad «que concede al escritor la engañosa impresión de estar creando el mundo y de, como suele decirse, estar cambiándolo». Pero que por otra parte nace, a partes iguales, del «exceso de sensibilidad» (y «de conciencia» a la que se refiere Dostoyevski al pensar indudablemente en sí mismo) que se rebela, a la que le repugna, que rechaza sin poder evitarlo, la banalidad, la incoherencia, la hipocresía y, sobre todo, el creciente cinismo imperantes. Que siente la necesidad de denunciar la mentira desconcertante que llega a dulcificar el mal (ocultándoselo a los niños a pesar de lo que de por sí viven y ven, es decir, contribuyendo a su esquizofrenia), hasta dotarlo inclusive de una bondad en sí, personificaciones de un amor rosa, romántico y desinteresado, heroico, claro, que pretende enterrar la existencia real del tradicionalmente posesivo, egoísta y machista del vampiro, los hombres lobo y los extraterrestres, hasta hace un tiempo conquistadores, depredadores y exterminadores que han llegado a ser mostrados como «defensores de la Tierra» contra el hombre que, a tono con el clericalismo, «habría perdido el rumbo» o «se habría alejado de Dios». Todo para hacer prevalecer unos valores idílicos en apariencia pero sobre todo cínicos e mezquinos, ya no tanto al servicio de la productividad sino de un «mundo feliz y ascético», puesto en escena en favor del mito de la sociedad industrial en manos de los gestores «que saben» (aunque ni siquiera tiene esto el viejo significado), principalmente multimedia, farmacéutica, publicitaria, del «ocio», «crear» o más bien «activar» y «realimentar» la sed por el líquido específico que embotellan para el consumidor entre los cuales han logrado incluir al lector.
Pues contra esto se alza una y otra vez la literatura que considero «auténtica», la que fiel a sus orígenes ofrece a los lectores lo que ellos mismos acabarán haciendo propio (o desechando, olvidando, repudiando), que intenta que se les clave en la carne para hacer de «la obra» su propia obra, del «texto» su mirada rumiante capaz de volverlo nutritivo. Y esto, como todos los que hemos dado forma y contenido a esta antología, esperando conseguir al mismo tiempo lo que Goethe promovía al introducir su Fausto: «…que se oiga la fantasía con todos sus coros, razón, inteligencia, sentimiento y pasión; más [asimismo] advertidlo bien: (…) la locura», es decir, el buen juego.
Y por fin, last but not least, el agradecimiento, mío y en nombre de los autores (a la vez de mi parte a ellos por sus aportes), a los amigos de la Editorial Kalpabiswa, tanto a sus editores Ankita y Santu Bag como a todos sus miembros, en especial a Sourav Ghosh (mi traductor) y a mis dos amigos-descubridores Dip Ghosh y Sandipan Ganguly; al profesor y firme defensor y promotor de la lengua española en Bengal desde su Indo-Hispanic Lenguage Academy, Dibyajyoti Mukhopadhyay, y colaboradores, entre otros a Siglo, Abhishek, Subrata Guha y demás; a Shipti Roy, la amable y simpática editora de Los Hispanófilos y a las entrañables traductoras que el año pasado produjeron con tanto cariño la versión bilingüe de una cuarentena de mis microrrelatos agrupados en «Guiños», y, en fin, a los que nos han abierto los brazos para darnos a conocer en su mágico Bengal y en India, deseando no defraudar.
ídem.