lunes, 14 de septiembre de 2009

De la sensibilidad en "los infiernos"

Lampedusa, en sus sencillas y a la vez sustanciales notas sobre Shakespeare ("Shakespeare", Ed. Nortesur, Barcelona, 2009), nos sitúa ante la realidad de las representaciones teatrales en tiempos del poeta y dramaturgo inglés, un cuadro que normalmente queda fuera de nuestra consideración receptiva y tranquila propia de nuestro tiempo y condición (las masas, en todo caso, ven estas obras en su versión cinematográfica, pero del mismo modo, cada uno en su butaca, por lo general silencioso y contemplativo). En estas condiciones, apreciamos el pasado medieval o antiguo que se retrata en primer plano y sentimos el roce y hasta el latigazo del dilema subyacente, propio del hombre, que brota una y otra vez sin paliativo. El dilema que tan bien circunscribiera Nietzsche, precisamente, en "El nacimiento de la tragedia" y que Shakespeare fue capaz de traslucir con esa genialidad conmovedora y efectiva que la hizo perdurable.

"El magnífico Enrique V de Olivier", nos cuenta Lampedusa, "nos ha mostrado una sala de representación isabelina, pero ha atenuado los tonos y suavizado su rudeza. Estas hospederías-teatro estaban situadas en la orilla derecha del Támesis, por entonces totalmente silvestre, a dos pasos del puerto. Y el público estaba mayoritariamente compuesto por marineros y braceros, por taberneros y mujeres de mal vivir, Ser director de un teatro equivalía entonces a ser una mezcla de propietario de prostíbulo y de capo de mafia. Todos los marineros eran, o habían sido recientemente, piratas. Eran los que habían saqueado Cádiz, los que habían degollado a los españoles de la Armada que habían sido arrojados por un temporal a las costas de Irlanda, los que pocos meses antes de cada representación habían perpetrado los más innobles horrores en las colonias españolas de América Central. Magníficos especímenes de aventurero, sin sombra de prejuicios, sin la idea de una educación y que sin atisbo de miedo lanzaban un cuchillo a la más mínima provocación. En 1597, precisamente el año del Enrique V y del Julio César, se produjeron en los dos teatros de Londres nueve homicidios por altercados. Casi todas las representaciones eran precedidas por la matanza de una ternera, en escena, llevada a cabo por un actor, escena de sangre de la que el público era especialmente voraz. El desenfreno sexual no tenía límites y los acoplamientos se producían en plena platea. Cuando un artista o un drama no gustaba no se contentaba con desaprobar con la voz, sino que se lanzaban a escena carroñas de perros y gatos, ratas muertas (esas grandes ratas del puerto de Londres) o, benevolentemente, huevos y fruta podrida." (Giuseppe Tomasi di Lampedusa, op.cit., págs. 33-34)

Ahora que tenemos delante la realidad en medio de la cual las obras de Shakespeare venían a la vida, nos resulta un tanto increíble que un público como el descrito, habituado a ser más actor que espectador y en todo caso a serlo en simultáneo con la diversión que le causaba la violencia gratuita, crueldad, burla, menosprecio al menos de la debilidad y de la desgracia ajena, orientados por mor del grupo y los instintos apreciados por este a la chulería traicionera y a la lealtad al jefe que fortaleciera todas esas manifestaciones, demostrara ser tan sensible a la absurdidad del mundo como para aceptar ver esas obras con deleite.

Sólo así podemos explicarnos esa situación, entender cómo desde ese ámbito las obras de Shakespeare se hicieron famosas, cómo en ese ámbito pudieron coincidir cultos e incultos, unidos ambos por la sensibilidad que esas obras conseguían despertar hasta en las conciencias más adormecidas, hasta en las vidas de las que más habían sido marginadas.

Los imagino ahora al completo, espectadores en su entorno, aplaudiendo con satisfacción las ocurrencias de Hamblet, su astucia, su desparpajo, su estocada a la rata escondida tras el cortinado, su frialdad o su relativismo ante el propio error... su resignación en fin ante el absurdo de cuya corriente no ve escapatoria, ni la pretende; su sometimiento al rol que le impusieron las circunstancias, su sometimiento al propio yo, a la idiosincrasia que no sabe ni puede reaccionar de otra manera ante esas circunstancias concretas, ante ese mundo implacable que se presenta en cuanto nos damos cuenta y que por fin aplasta o arrasa dejándonos sin nada, tornando nada todo lo realizado como decisivo, como... trascendente.

¡Ay, sin duda, eso es lo que tiene el arte narrativo y las palabras para todos los hombres, para todos los trágicos; eso es lo que tienen todos los hombres para su propio y para el ajeno bien y mal!

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