viernes, 2 de octubre de 2009

De nuestros denodados esfuerzos por hacernos comprender (cara segunda)

Si consideramos el inmensurable volumen de lo escrito desde que la corespondiente técnica de registro se inventara, y hiciéramos lo propio luego con la escasa comprensión que lograron con los escritos sus autores en esos 4.000 años de existencia, tanto durante su vida como a través de las generaciones sucesivas... ¿es o no pertinente preguntarse para qué escribimos?

La experiencia directa e indirecta es contundente. A la mayoritaria apropiación parcial, a veces carroñera (por su orientación a mezquinas fibras, vísceras repugnantes y médula de huesos), de rapiña, se suma la tergiversación interesada, consciente o no, de "los colegas" y las traiciones de la traducción.

En el Prólogo que Schopenhauer escribe para su obra cumbre (Arthur Schopenhauer, Prólogo a la primera edición -1818-, "El mundo como voluntad y representación", tomo I, Ediciones Orbis, Barcelona, 1985) que ya citara en la "primera cara" de esta doble luna (véase mi post inmediatamente anterior), tenemos también esta "segunda", inevitable como todo indica, en donde se establece la otra precondición para conseguir ser comprendido:

"... si el lector..." (pág. 9), etc.

Todo recomendaría el abandono. Y sin embargo se sigue, como si se tratara de la a-voluntaria Tierra de Galileo que es incapaz de hacer lo que la Inquisición habría deseado.

En consecuencia: ¿por qué o para qué seguimos escribiendo?

¿Es hasta ese punto posible de absurdidad que es compulsivo? ¿Es acaso parte de una vocación o voluntad idílica que sueña, cuando no cree firmemente, que al final del calvario de incomprensión y distorsión señalado habrá de hallar La Redención o un Paraíso? ¿Es así de ingenuo el hombre que lo intenta, el escritor, el pensador en concreto que vuelca sus pensamientos por escrito y los publica (nótese que quedan fuera de un plumazo todos aquellos que escriben para entretener o para burlarse, o sólo para captar adeptos para su propia iglesia, es decir, para cumplir con una misión inmediatista, como mucho de agitación y propaganda, como mucho política), en fin, el inútil filósofo con su pretensión de arrancar La Verdad de las entrañas de los hechos y... su necesidad de "ver manos extendidas" (*)?

Pongamos que La Verdad sea realmente un atractor tan poderoso siendo a la vez un fantasma imaginario.

Pongamos que el caso del rey Midas (**) fuese un caso prototípico del intelectual fiel a su mecánica (¡vaya dificultad para definirlo cuando lo hacemos con parte de lo definido!), un ser que persigue denodadamente a Sileno hasta cazarlo... para nada. No, para nada no, sino para decepcionarse... No, ni siquiera, porque Midas es tal (aunque la leyenda no narra ni sugiere la segunda parte) que a Sileno... no le cree, que consideraría su declaración un engaño, una manera de preservar el secreto, una burla... o, en todo caso, una falta de información veraz y profunda que quizás sólo el dios tenga... Y en el tercer acto, después de deducirlo, superado el llanto desesperado inicial y realizadas las conclusiones pertinentes y sosegadoras... Midas marcharía, ignorando a Sileno o incluso matándolo, en pos del mismísimo Dionisos, el que "realmente" "debe" "saberlo todo".

¿Sería pues así, sería que no podemos renunciar a nuestras ilusiones, que no podemos dejar de creer que más allá existirá un alivio para el hombre, un Eden como el que acariciamos con vehemencia y fruición?

La certeza, al situarse en el límite, es inmediata: abandonar es morir, es acabar con una marcha sin sentido, con un constante paso a paso para nada a través del juego y el placer (sin duda muy satisfactorios... aunque muy... ¿animales?). Y rechazamos morir. Incluso, contradictoriamente es obvio, lo hacemos mediante esas prácticas de búsqueda infructuosa precisamente al tomárnoslas en serio, no al llevarlas a cabo como meros juegos, como proveedoras de placer... Tenemos que hacerlo así... rechazando o ignorando cualquier conciencia al respecto.

No me extraña que Sócrates y Platón se creyeran poseídos, títeres de una conciencia superior que, ella sí, sabía, tal vez o no como Sileno, La Verdad, El Sentido... y la propia no fuera capaz de arrancarle el secreto o de ser para aquella suficientemente fiable como para que se lo pudiera revelar.

No veo en absoluto que haya sido una cuestión de primitivismo, de infantilidad, de ausencia de la Razón Desarrollada o... Científica, que no los habría aún asistido. Ni tampoco de miedo en tanto que determinante. Creo que, como hoy sigue siendo a pesar de la voluntad que se pone para silenciarlo, se trataba de la única explicación posible. Hoy, repito, se continua haciendo lo mismo aunque no se le de a esa fuerza sobrenatural el nombre honesto de Demon. Yo, en los límites de la depresión que cada tanto me invade (lo que sucede cuando de repente todo deja de devolverme la sensación de que existe un más allá prometedor, es decir, cuando la gratificación es nula), me armo de voluntad diciéndome: ¡hay que vivir, hay que evitar que la depresión -¿un Demon alternativo o su otra cara malévola?- te tumbe; si te dejas llevar... morirás; esa conciencia... podría no ser más que un ataque de locura que hay que evitar o combatir con alguna medicina: tómala pues, tómala antes de que sea tarde, tómala ya mismo!

Así, el "deber ser" se impone, tal vez a causa de un mecanismo que se desarrolló hasta conformar como una de sus caras poliédricas el miedo; ahora sí: el miedo a no ver más, a no sentir más, a no saber más, a no poder nunca más ser querido y apreciado, a perder toda posibilidad por remota y utópica que sea de salir de la trampa y vencer...

Volviendo circularmente al punto de partida (¿qué si no esto es lo único que cabe hacer?), Schopenhauer, después de señalar sus "exigencias" y recomendar a quienes no estuviesen dispuestos a seguirlas que mejor harían en no perder "ni una hora en ocuparse" y en todo caso (de haberlo ya comprado) "cerrar en seguida este volumen", reconoce explícitamente que su obra "... está destinada a una corta minoría de personas..." y que, en todo caso, puesto que "la acción de la verdad se extiende a lo largo del porvenir y su duración es larga: digamos la verdad" (ibíd., págs. 12-13; lo que entenderé simplemente como expresión de la voluntad de ser honesto) y en donde también se pone de manifiesto que Schopenhauer no contemplaba, y en todo caso ignoraba, los peligros de tergiversación que ese futuro, al que apela esperanzado, encierra.

¡Esperanzado, sí, y autoengañado más o menos adrede, porque ninguna buena escritura garantiza lectores que nos lean según nuestra voluntad ni evitará que las aves de rapiña se posen sobre nuestro cadáver con la intención que deriva de su idiosincrasia! ¡Porque nada nos puede hacer omnipotentes y capaces de controlar el mundo y su futuro! ¡Porque vanitas vanitatum et omnia vanitas! ¡Porque en todo caso, lo único posible son esas esporádicas migajas de cariño y reconocimiento que nos tocan en vida y en las que creemos (y queremos) ver muestras del Paraíso lejano e imposible!

¡Es monstruoso... incluso un tanto penoso, pero también es maravilloso! ¿Qué? Pues: darse cuenta ("apropiarse", que diría Hidegger) sin dejar de estar... Darse cuenta de las sutilesas de la trampa que nos lleva a "apropiarnos" del vapor de agua que pasa por entre los dedos para acabar difuminado en la neblina. La misma conciencia a fin de cuentas que aflora mientras avanzamos por un texto bien elaborado y per eternum misterioso.



(*) F.Nietzsche, "La gaya ciencia", parágrafo 342, Pequeña Biblioteca Calamvs Scriptorivs, Barcelona, 1979, pág. 186.

(**) Para quienes no conozcan la leyenda, transcribo la preciosa narración que hace de la misma Nietzsche en su "El nacimiento de la tragedia" (Alianza Editorial, Bolsillo, Madrid, 2007, pág. 54; la itálica pertenece al original), que él toma a su vez de Apolodoro:

"Una vieja leyenda cuenta que durante mucho tiempo el rey Midas había intentado cazar en el bosque al sabio Sileno, acompañante de Dioniso, sin poder cogerlo. Cuando por fin cayó en sus manos, el rey pregunta qué es lo mejor y más preferible para el hombre. Rígido e inmóvil, calla el demon; hasta que forzado por el rey, acaba prorrumpiendo en estas palabras, en medio de una risa estridente: "Estirpe miserable de un día, hijos del azar y de la fatiga, ¿por qué me fuerzas a decirte lo que para tí sería muy ventajoso no oir? Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para tí: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para tí - morir pronto".

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