miércoles, 8 de septiembre de 2010

Vacaciones de un intelectual europeo al mayor basurero del mundo (a tenor de su óptica)

Los occidentales que heredamos y reformulamos tantas veces los mitos del racionalismo clásico, del judaísmo, el cristianismo y el protestantismo, los modales y divertimentos cortesanos -frutos aparentes de gustos exquisitos y alambicados por los espectáculos culturales profundos o sesudos que sentarían las bases de nuestra Ciencia moderna-, la prepotencia de los conquistadores que modelaron nuestras sociedades a golpe de espada, dogma de fe y dogma escrito y un sinnúmero de instituciones de todo tipo y significación, capaces de fabricar como nunca antes una riqueza aparentemente sin límites e infinitamente prometedora de costes cada vez más bajos, cada vez más democráticos, cada vez más libres de ser alcanzados con el maldito y repugnante sudor de la frente... de los otros, no soportamos fácilmente, o eso creemos hasta la convicción, la idiosincrasia que resuman las calles y los rincones de la India, que tan ostensiblemente nos enfrentan a nuestra insistemtemente rechazada y supuestamente superada animalidad (hoy cada vez más metrosexualizada, por ejemplo, como medio para seguir disimulándola).

Allí, por el contrario (tal como nos parece y como se nos aparece, esto es, como pretendemos que sea) se camina a la par que los demás animales urbanos, o sea, urbanizados y hasta tales extremos domesticados que comen bolsas de plástico y respiran el aire poluto que producen una tecnología tan barata como desaprensiva. Cruzándose de igual a igual con transeúntes y feligreses, calzados unos y descalzos otros, con vehículos que fabrican una polución lindante con el envenenamiento masivo, podemos ver vacas, ratas y monos sagrados, elefantes en algún caso, palomas y murciélagos pululando en los havelis abandonados de los comerciantes ricos de otrora, hoy turísticamente explotados, o anidando en los recovecos de los templos; burros, camellos y seres humanos a pedal tirando de carros desbordantes de mercancías que se exhiben luego en plena calle, los stocks a la intemperie o bajo plásticos en cuanto llueve, al punto en que no parece imaginable que se puedan consumir alguna vez en tiempo y forma... y, a la vez, entreverados como si no fueran máquinas, nunca más que meras extensiones del hombre, rickshaws y tuc-tucs conduciendo a través del maremagnum a turistas, escolares, mujeres ataviadas con soberana dignidad, parejas de posibles brahamanes de barbas y bigotes cuidadísimos y turbantes coloridos y blancas e impolutas vestimentas... en todas direcciones, todas en sentido estricto, incluso en oblicuo o perpendicularmente al sentido previsible de la marcha, eludiendo al milímetro los obstáculos de todo tipo con los que se topan, entre los que también están los demás vehículos, evitando usar los frenos, empujándose literalmente hablando como haría una muchedumbre a pie avanzando a base de codazos y empujones y como hacen los animales a los que el pastor fuerza a andar en un sentido u otro, a veces literalmente separándose con las manos del vehículo cercano, muchas veces dando voces a los menos ágiles, a los menos osados, a los pusilánimes... y coches, no muchos, y camiones, millares, algunos increíblemente decorados en el mejor estilo de bollywood, la mayoría fabricados por la TATA, vehículos que en ruta deben esmerarse igualmente por sortear obstáculos, baches, vacas sobre todo y cabras deambulando en sentido contrario o no por mitad de la vía, vacas atropelladas, otros vehículos invadiendo repentinamente el carril contrario o marchando en la dirección teóricamente prohibida o al menos inapropiada, personas atravesando como mejor se les ocurre calles, travesías, carreteras o autopistas...


Pero allí también está Occidente y sigue Occidente, sacando de allí todo lo que puede en una aceptable alianza con los nuevos independizados, los que se han sumado a los que ya lo estaban bajo la corona, siempre dispuestas todas las partes para la traición, corrompiendo y corrompiéndose todos a partes iguales (y digo "Occidente" y digo "los amos de la humanidad en sus expresiones más desarrolladas"... cuando hacerlo no es sino apelar a cortinados de humo y de tules que ocultan el rostro de los amos verdaderos, esos que no lo controlan todo aunque sí están en disposición de sacarle a todo el máximo partido, esos cuyos roles se admiten como inevitables; cuando Occidente y amos no tienen en realidad fronteras ni banderas que no sean superables...); todos en más y en menos viviendo sobre y en los intersticios de la carroña y admitiendo y fomentando el sistema de dávidas y pretensiones adquiridas en nombre de la miseria, el sufrimiento y la vida rastrera en el que se ha alojado a las masas ingentes mayoritariamente compuestas por hombres y niños esperanzados, ociosos, cómodos, indolentes... y en el que ellas se acomodan como a un mal menor. Todos conviviendo en o junto a las ciudades-basureros, ruidosas, ensordecedoras hasta la pérdida de la audición, polutas hasta la ronquera permanente y el ardor de ojos capaz de enrojecerlos de por vida, todos asimilados a una rutina cada vez más estable e inerradicable, donde los animales apenas son distintos de los seres humanos porque en lugar de ser sujetos de la veneración los primeros son (de los segundos)... sus objetos venerados.

Sin duda esto no debe ser toda La India, pero es la que se pone delante de los ojos del viajero que no logra traspasar el límite de la otredad y la extranjería. En alguna parte sabemos que hay una élite que ha heredado la consideración de ese escenario como un mercado próspero del que con igual o aún más desaprensiva habilidad se puede sacar muchísimo partido; un mercado ingente y artificial (artificial como cualquier otra institución humana, sin duda, aunque aquí esto se haga notar in extremis, poniendo de relieve la generalidad señalada). Gandy, el abogado de clase media de los negocios indios en Sudáfrica, fue capaz de autoconvencerse del mito del progreso autóctono e insuflarle vida hasta formar un movimiento de masas y la adecuada mala conciencia. Y esos beneficiados, aliados y imbricados en la globalizada realidad capitalista, están ahí, detrás de los muros de la periferia... en sus havelis... en sus mansiones y en todo caso en sus condominios... En los intersticios de la sociedad india, burocratizada hasta la asfixia, hay por supuesto ejecutivos y tecnócratas modernos en su propio estilo, científicos y técnicos y políticos, funcionarios, obreros asalariados, profesores, agricultores, comerciantes, gestores, artesanos, médicos y sanadores, reparadores y constructores, arquitectos y publicistas y fabricantes de discursos y de slogans y planificadores... Sin embargo, a los ojos del turista, la India aparece como un mundo de hombres reunidos en las esquinas (resultado entre otras cosas de la selección artificial que acaba en la India con los nacimientos anunciados de mujeres en una proporción que asusta gracias sin duda a la tecnología global que se pone como siempre y por doquier al servicio de los mitos instituidos... hasta el mismísimo límite de un posible colapso... de todos modos, en lo fundamental, produciendo ingentes masas al servicio de la procura del botín más fácil, más carroñero, y por ello, de la futura guerra... tal vez con Pakistán, tal vez con China, y demás vecinos, o de todas a la vez, las que ya están de todos modos en marcha dentro de sus fronteras), de repente atraídos por cualquier oportunidad de obtener rupis al modo en que las moscas, ratas, palomas... acuden al llamado del dulce y de los granos... Todo en medio de basura y ruido, gases tercermundistas nacidos de la tecnología automotriz e informática de tipo occidental adaptada a las circunstancias (bajísimos ingresos, altísima resistencia y resignación, permisividad para la polución tecnológica sobre la ineludible polución orgánica... todo lo que da pingües beneficios con altísima concentración y capacidad exportadora de capitales, es decir, una élite de maharajás internacionales con residencias en el mundo entero e hijos en las mejores universidades del planeta...)

Entretanto, ese país superpoblado y superpoluto ha sido dejado... para hábitat de los nacionales menos agraciados por la sed occidental de sabiduría o ciencia (que se fueron a estudiar y a trabajar al extranjero rico)... ¡Todo gracias Gandhi (y un sin fin de coincidencias)! Ya no deben inclinarse ante el saib, ahora deben creer -y muchos, de pensarlo, lo creerían- que la India es para ellos, que han conquistado los derechos de vivir como quieran y arrasar con todo como la langosta... al estilo de sus sucesivos conquistadores y colonizadores. Se pueden cagar en todos los rincones por todo el país, mear en cualquier sitio (siempre que sean hombres), escupir, alimentar a ratas y sacerdotes ociosos e incluso pendencieros y pretensiosos, es decir, ávidos de poder en paralelo con esa otra subespecie ambisiosa, la moderna, la política... y tomarse todo con calma, los errores con displicencia, la rutina con rigor onírico o al menos con enorme somnolencia... Ya no existen los saibs... y a esos turistas que vienen se les da la bienvenida, sí...:

¡Bienvenidos seais... dejad aquí el máximo de vuestras divisas... dejaos engañar en nombre de vuestras malas conciencias y rendid tributo a nuestra pereza y a nuestro sometimiento a la realidad menos perturbadora, simple, la que viene rodada, la que dejasteis en alianza con nuestros ostentosos y mesquinos maharajás, sharmas, warmas y con nuestros comerciantes desaprensivos y más simples, ellos sí exentos de toda conciencia, tanto mala como buena...! ¡Bienvenidos, malditos blancos; explotadores y ambiciosos, seres del diablo, dejad aquí todo lo posible y someteos a nuestra agua y a nuestra comida y... cagad fuego y morid...! ¿No venís precisamente a ver este parque temático nuestro de miseria y mugre y peste y escenas chocantes para la visión occidental al aire libre cuya entrada se paga poco a poco y a lo largo y ancho de vuestro ridículo periplo? ¡Oh, no comprendéis nada, ni falta que nos hace! ¡No vamos a enseñaros nada porque estáis podridos y sois fantasmas de camino a los infiernos y destinados a volver a la Tierra como seres más elementales y rastreros que nuestras ratas, quizás gusanos o serpientes que tendremos que encantar; y que no merecéis lo que tenéis que para nosotros de cualquier forma no es nada porque os lo ha dado el diablo, y que, por otra parte, je... tenéis para por fin servirnos lo poco a poco a nosotros, hasta que podamos conseguir que nos lo entregueis todo mientras vivimos ahora como queremos...! ¡Nosotros sólo queremos seguir comiendo, acopiando todo lo que se pueda -hoy mejor que mañana, más mejor que algo-, y nos purifiquémos en nuestro purificador Ganges en busca del moksa, que es lo único importante... aparte de comer y malvivir...!

Pero algunos de nosotros somos intelectuales y podemos dedicarnos a hacer discursos elucidatorios dirigidos a nuestras propias conciencias y a la autoreivindicación que nos sublima a nuestros propios ojos por ser capaces de denunciar nuestra propia mala conducta, nuestro egoísmo, nuestra crueldad, nuestra avidez por encima de todo, nuestra justificación sobre una u otra base (¿qué podemos hacer? en lugar de ¿acaso habríamos hecho otra cosa?).

Tomamos pues en cuenta algunas de las más convenientes estadísticas y nos solazamos con la visión de lo exótico. La mayoría de los indios son hinduistas, y creen en la reencarnación. Tal vez, nos convencemos, por eso consideren escasas las diferencias entre ratas, vacas, etc. respecto de ellos mismos y de los demás seres humanos a los que desprecian y condenan en cuanto se lo permiten las circunstancias: se trataría, al menos muy probablemente, de las formas visibles con las que algunos han debido renacer tras una vida humana o en todo caso de formas de vida que podrían hacerse humanas por primera vez en alguna enésima oportunidad... ¡Hay que tratar a todas esas criaturas con extremo cuidado: tal vez fueron nuestros ancestros, tal vez sean nuestros decendientes...! Si no han sabido acopiar karma suficiente para alcanzar el moksa (ese paraíso original o primitivo del que salió el nirvana más o menso selectivo del budismo)... debemos perdonarlos y esperar de ellos que lo hagan mejor en el siguiente ciclo... ¡En cambio esos descreídos occidentales! ¡Anatema, anatema, anatema...!

En este sentido, según nuestra buena conciencia, en la India se plasma en la práctica como en pocos lugares del mundo actual la conclusión obligada del darwinismo (como mito) de que los hombres sólo son animales... Bueno, aunque unos menos que otros... en función del grado en que se han podido alzar, de una u otra manera, por encima de los demás... (¡que ésta es la clave!).

Los hinduistas no descartan empero conseguirlo, es decir, dejar de ser a la vez animales y hombres-animales, escapar en fin del ciclo sistemático de las reencarnaciones y alcanzar el moksa. Para los más consecuentes sólo cabe la animalidad mundana o la divinidad supramundana, y para orientarse hacia el moksa... hay que tener tiempo... acudir al templo... rezar... purificarse... Para salir de la animaidad... hay que ser primero un hombre-animal de lo mejor, de lo más puro, dueño de más de dos patas y dos brazos (es decir, de al menos una mujer y unos niños que trabajen para la familia entera...) o... un Estado redistribuidor que sepa atraer, por ejemplo, al turismo y tolerar la mendicidad mafiosa entre otras cosas...

En fin, nada que los occidentales hayan dejado del todo de lado o no cultiven más o menos marginalmente y que no estuviera en su cultura en sus cimientos y desde su fundación... Nada pues que no nos haga similarísimos con matices, tal vez con algo más de pulcritud, de responsabilidad, de disponibilidad sumisa al hormiguero al que pertenecemos, donde se establece esa conciencia cosmopolita nuestra que mientras todo va bien nos induce la idea de que no podemos por ejemplo avanzar a los codazos por la calle o para subir al autobus... aunque en el límite, en uno u otro límite más o menos distante de lo cotidiano, el que consideremos o veamos necesario en un momento dado para defender nuestra propia vida, estilo incluido, y nos imponga matar llegado el caso o al menos empujar al prójimo hacia la muerte...

Claro que la pureza no tiene mucho que ver con la adoptada como tal en Occidente, pero tampoco se han hallado las reglas universales de la decoración.

Sócrates, decisivo en la constitución del modo de pensar occidental que hemos heredado y reiteradamente hemos instituido piedra sobre piedra, sostenía antes de morir (siempre según Platón) que el cuerpo era capaz de contaminar al alma hasta incluso llevarla a la perdición absoluta, a la verdadera y definitiva muerte del alma. Sócrates según Platón, y este en consecuencia, no daba ninguna esperanza al que no se purificara de verdad a lo largo de su vida. ¡Claro que para eso había que tener el knac que no hay cómo lograrlo ya que no es esto algo que se pueda ganar ni con tesón ni con ayuda! ¡El dios había puesto en ciertas almas el don, el regalo de la capacidad y de la vocación: había que hacer una vida de sabio y de estudioso, única vía que permitiría al alma librarse de las dependencias del corrupto y pernicioso cuerpo -¡de cuya posesión y carácter de prisión no se halló nunca el sentido, maldita sea, aunque se imaginaron unas cuantas opciones incongruentes-! Y eso, que podía no ser tomado en serio, tomado pues como un deber más que como un regalo del que disfrutar, sólo era posible para unos pocos. Tal vez por eso, para Platón las almas que guardaban en la eternidad de su condición todo el conocimiento absoluto eran las mismas que una y otra vez anidaban en los cuerpos de los filósofos y de sus más dilectos predecesores, los poetas mitológicos o divinos, los magos, los sofistas, los alquimistas... hasta donde alcanzasen las referencias. En todo caso los primeros que comenzaron a comprender los designios de los dioses... sin serlo, los que fueron despertados de la oscuridad por el fuego que les regalase Prometeo...

En la India, la mayoría de los devotos hinduistas cualesquiera sea su darsena (al margen quedan los sijts y su "nuevo tono" nacido en el XV de la influencia occidental), se purifican en el Ganges, un río plagado de bacterias y de contaminación -recientemente algo más controlado: en cuanto a cadáveres en todo o en parte que al él se arrojan todavía-, viven y adoran a ratas y vacas (una de las dos esposas de su máximo dios fue modelada con estiércol de vaca), y sus cuerpos conviven con la mugre y el escarnio, despreocupados desde nuestro punto de vista por el cuerpo, al que no cabe sino pensar que se lo trata como una parte accidental y accidentalmente aislada del entorno físico, o tal vez demasiado imbricada en él como para que importe demasiado. Es como si se transitara por el mundo en un sentido más amplio que como cuerpo, entrando y saliendo de todas partes... La piel no protege, no aisla, no preserva... el alma; no la distancia de la contaminación. Sólo la devoción, la dedicación al alma, a lo espiritual que fluye y está en todas partes y atraviesa el tiempo mudando sólo de forma de manera múltiple, desdoblándose en miles de seres que en realidad son Uno, un Ser que no vive en el tiempo... y que sin embargo debe actuar como un individuo en cada una de sus partes... En este sentido, parece una postura mucho más democrática que la de nuestro viejo filoaristocrata griego... y tal vez por ello siga reuniendo a más de mil millones de creyentes, integrada sin conflicto con las prácticas del mercantilismo y la planificación económica y social (la más sofisticada y última forma del racionalismo efectivo). Democrática dentro de sus límites de casta, lo que no es sino otra variante de los límites establecidos de mil formas y con diversos rigores desde que el primer grupo en la historia humana supo hacerse con una diferencialidad distintiva -establecida en un conjunto de iconos y de reglas de conducta- respecto de sus novísimos y predispuestos esclavos.

Es evidente, al menos para mí y desde un enfoque particular que se reconoce profundamente excéntrico, que a fin de cuentas hemos topado con el problema común a toda la especie humana. Pero no se trata en lo más mínimo de algo que una a todos sus miembros en una única humanidad, como habrían soñado o tal vez sólo publicitado los bien pensantes occidentales que aún sostienen formalmente el cosmopolitismo de la modernidad primera. Lo común y problemático, precisamente, es lo que me lleva, nos lleva, lleva a todos, a atrincherarnos en la diferencia, en la defensa de lo que somos y de lo que queremos que sean todos, lo que nos une más o menos, traiciones y vacilaciones y pusilanimidad e interéses parciales inevitables de por medio, a... marchar hacia la guerra y la conquista, la opresión, el dominio, el usufructo... El problema común: diferenciarnos, sentirnos dueños de una identidad que no sea la del otro y en torno a la cual habrá de tejerse finalmente nuestro mito adoptado hasta el límite de lo admisible (que puede ser el colapso). Es ineludible en principio, o eso parece, y a fabricarla y fabricarlo nos dedicamos con ahinco y convicción gracias y por culpa de esas herramientas de la autoconciencia y de la incertidumbre que definen nuestra especie y que han dado, dan y seguramente den aún las mil y una diferentes puestas en escena y los mil y un guiones y senderos que unos y otros hemos ido creando de manera tan diversa como compulsiva e infructuosamente. Es lo que más necesitamos. Eso sí, siempre en pos de establecer o conservar el poder que seamos capaces de ejercer sobre los demás de acuerdo a nuestras facultades, poder que puede pasar incluso por la aparente servidumbre y el usufructo del victimismo y la desgracia... Porque a la autoconciencia y la predisposición a la sospecha hay que unir la extrema habilidad del ser humano para la mentira y el engaño, la trampa y la simulación.

Eso sí, todo nos causa ese arrebato ingenuo en el que preferimos refugiarnos como si fuesemos inocentes de verdad. Y nos dejamos inundar por la perplejidad más simple, la que oculta nuestras vergüenzas. Por eso será que, cuando viajamos, observamos y somos observados (¡y vaya si lo hacen los indios con una curiosidad ciertamente antropológica... y casi antropofágica... -¿o no nos devoraban con los ojos?-), entreteniéndonos en la contemplación de todas esas mil y una curiosas representaciones nuestras y, maravillándonos, sentimos en el fondo en muchos casos... pena.




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