sábado, 25 de septiembre de 2010

Más trampillas bienintencionadas... para "lavar la ropa" y continuar marchando

¡No, no es fácil, quizás sea imposible, que cesen los esfuerzos intelectuales por... "perseverar en su ser", como, por cierto, es propio de todo ser viviente de este mundo! Y, a pesar de los esfuerzos por asimilarnos a instancias suprahumanas y supramundanas -realizados precisamente por humanos-, es irrefutable que formamos parte de la física del mundo en un sentido amplio, sentido que no todos compartimos ni nos interesa compartir (y seamos serios y reconozcámoslo: en absoluto por cuestiones de inferioridad intelectual, ceguera/sordera, alienación o ideología... como unos a otros se atribuyen). Básicamente buena es en todo caso la base que adopta Kolakowski en este asunto: sin duda, "ser humano y mundo son dados juntos, en una unión indestructible" (La presencia del mito, Amorrortu/editores, Bs. As., 2006, pág. 25), aunque en realidad habría que añadir que ambos son resultados específicos y que el darse juntos es producto de la propia percepción humana... como puede verse y narrarse desde una óptica existencialista.

A primera vista, parece que ello nace del conservadurismo inercial que caracteriza la constitución y preservación de todo individuo, tendencia que tiene la propiedad de autoreforzarse o reafirmarse por sí misma, sin esfuerzo de la voluntad: si todo se repetirá, estaríamos respondiendo a la realidad al pretender que siga siendo la que hemos conocido, a la que duramente nos hemos adaptado, la que mejor responde a nuestras conductas emuladas y copiadas, incluso aprendidas, y que todos los que nos rodean valoran como más eficaces; la que nos deja un espacio abierto donde vivir y reproducirnos... o nos lo promete como ninguna otra.

Sin embargo, deberíamos asumir (como la Historia testifica -a nuestro favor, es decir, a favor de los vencedores y su decendencia y más allá de las lecturas sesgadas y tergiversadas que pretenden que avale lo contrario-) que puede haber y hasta podemos dar por seguro que habrá otro mundo en el futuro; un mundo que, probablemente, muy probablemente incluso, no nos contendrá ni admitirá, que no permitirá la supervivencia de las subespecies en las que hoy nos fragmentamos, sino... otras, vaya uno a saber cuáles... Por eso se lucha contra la incertidumbre, para evitar lo que promete en contra nuestra.

El mundo y sus compuestos, como parece lógico a pesar de la ignorancia voluntaria o, como habría que decir a mi criterio, necesaria, constituyen una unidad específica, un único organismo vivo que crece para por fin morir, aunque al mismo tiempo viva en un sistemático y múltiple conflicto interno. Lógico y evidente, casi de perogrullo, pero para los intelectuales modernos y modernamente residuales... tan repugnante como los postulados de las geometrías relativistas lo fueron en su día para los convencidos de la verdad absoluta de la geometría euclidiana.

Este enfoque no es desdicho mediante los ejemplos de los revolucionarios, los utopistas, las revoluciones y las utopías que se han alzado y se alzan con mayor e menor éxito aparente... El mito encubre la falsedad, o mejor, la representación de un cambio, encubre o disfraza la intencionalidad de conservar del mundo lo que nos beneficia (o eso sentimos) e inclusive de extender esa parcialidad viva a la totalidad... convirtiéndonos en el grupo dominante.

Y los discursos no hacen sino reflejar tanto la necesidad intelectual de disfrazarse como la de reclutar compañeros, "colaboradores en la recolección" (Nietzsche, Así habló Zarathustra, Bruguera Libro Clásico, Barcelona, 1983, pág. 59), esto es, la de crear esa vanguardia consciente que necesita toda revolución como primer paso, desde los cuatro discípulos de Buda hasta el Partido de los Comunistas y la Internacional de Marx, pasando -más de hecho que de derecho y en principio- por el propio Nietzsche como ha quedado expuesto y por cualquiera de nosotros... dependiendo en todo caso de las circunstancias y del grado de autoestima con el que se cuente, capaz de poner al Yo y a "la obra" por encima de todo, cueste lo que cueste algunas veces, soledad incluida (ibíd., El signo, ed.cit., págs. 375-378, con el que se cierra el periplo de Zarathustra).

Al contrario, sin embargo, podemos ejemplificar lo que sostengo analizando a los buenos o mejores de entre los mil y un discursos cada vez más acorralados por el imperante sinsentido, los que más valen la pena, en los que da gusto incar el diente porque ofrecen la carne y el tuétano más abundante, fresco y digerible. Ese es el caso de La presencia del mito de Lezek Kolakowski; en muchos aspectos brillante a mi modo de ver y en unos cuantos significativamente elucidante.

La cuestión central que sostiene Kolakowski de manera explícita es que el mito es consustancial al ser humano y que ello debería ser aceptado (¿kantianamente aún?) porque no nos queda otra alternativa que vivir con ello... aunque sea a regañadientes y con más o menos autoengaños y actuaciones autocondescendientes. En su ensayo aporta muchas cosas interesantes al respecto (sin duda, desde mi punto de vista obviamente, coincidimos, en que el mito se manifiesta en todo producto cultural -humano siendo redundante-, se trate de la magia y de la brujería, de la filosofía o de la ciencia moderna.) y una escritura que alcanza momentos de brillantez notables como he dicho. Pero poco a poco se va notando que no acaba de desembarazsarse del racionalismo residual (histriónico) de la posmodernidad que lo ha acorralado y licuado (como sacraliza y a la vez aplaude Bauman), hasta qué punto se descubre la larga pero sólida cadena que lo ata al tronco al que destina su crítica... y cómo, por último, se manifiesta el verdadero objeto de su disertación: ni más ni menos que lavar la ropa para salvar de toda muerte a ese empobrecido, débil, indefenso, denostado, ruinoso, decadente racionalismo que en definitiva defiende de la ruina y de la decadencia... cosmopolitismo incluido, ¡cómo no! Por eso, incluso, acaba coqueteando con el relativismo o al menos es incapaz de escapar de su círculo de fuego... Y es que conservar la idea de una humanidad única, real o potencial, pero conveniente, bien valorada, etc., así como destinada a mantener una relación contractual, es un obstáculo para escapar de las contradicciones narrativas que pretendan dar cuenta de lo que sucede a nuestro alrededor. Todo lo contrario, hay que insistir en que no existe tal humanidad salvo en el mito y en la intencionalidad oculta de las utopías, que por el contrario es fragmentada por naturaleza, y partir de ello repensar y rumiar cada una de las cosas que suceden.

Esta vocación se manifiesta de manera corriente en todas partes y da lugar a notas y prólogos de estudiosos y/o traductores o artículos en donde se proponen lecturas condescendientes que tratan de reducir los efectos, de retrotraer lo dicho por algunos más acá en lugar de más allá...

Yo no pretendo aquí desarrollar estas críticas de manera exhaustiva ni siquiera en relación al libro de referencia, pero lo principal a mi criterio será considerado. Y fundamentalmente a consecuencia de tomar como principal punto de controversia el resultado último al que arriba Kolakowski a instancias de su narrativa. Ese resultado último, inevitable focalización de lo que pretende funcionar como causa primera en toda narrativa humana que se precie y en el propio sentido que le da Kolakowski al concepto, inevitable por tanto en todo mito,  es presentado por él en el capítulo 8 siendo en realidad los restantes poco más que sus apéndices; causa primera o fundamental pues de lo que considera, un tanto débilmente sin embargo, la inevitable e intextirpable presencia del mito.

En el mencionado capítulo 8, pues, Kolakowski nos presenta el fenómeno de "la indiferencia del mundo", como la llama con ampulosa seguridad, y lo hace con estas sugerentes palabras: "El proyecto mítico, que exige una respuesta acerca de la contingencia del ser, tiene su raíz, que se regenera de continuo, en el giro elemental del hombre hacia su propia situación." (op.cit., pág. 91; atención a las últimas palabras), con lo que puedo llegar a estar casi totalmente de acuerdo. Pero enseguida define incondicionalmente: "Es el intento de enfrentar o superar la experiencia de la propia heterogeneidad frente al mundo" (ibíd.), lo que aún no es del todo explícito pero lo será acto seguido, como descubriendo la piel del objetivo retirando la tela que la cubría: "El fenómeno de la indiferencia del mundo (reflejo por lo visto, sin más, de la mencionada "experiencia de la heterogeneidad") se cuenta entre las experiencias fundamentales..." (ibíd.)

Pero esto, además de responder a una explícita narrativa mítica con ingredientes indiscutibles del típico animismo que alimentó los mitos más primitivos -y "que (igualmente) se regenera de continuo"-, lleva, en primera instancia, al psicologismo que Kolakowski pusiera relativamente en cuestión poco antes de exponer esas conclusiones. Incluso insiste al respecto sosteniendo que "más bien parece como si las cosas fueran a la inversa" (ibíd.), y ello porque si existe un "movimiento de huida frente a algo" es que "ese algo debe preceder(lo)" (ibíd.). ¿Qué es ese algo necesariamente ontológico al que se refiere? "Aquello de que huimos es la experiencia de la indiferencia", nos asegura sin  fundamentación alguna y una tautología que sorprende (pág. 92). ¿Eso es... algo? ¿O es más bien una sensación que podría muy lógicamente ser considerada psicológica; acaso una fiera atávica, una pesadilla reiterada desde los primeros pasos del individuo erguido y reflexivo, un trauma grabado a fuego durante el destete cada vez y que se repite luego en cada oportunidad en que se frustra algún capricho... fácilmente atribuible por otra parte a una regresión?

Pero esto nos pone ante una salida que yo no dudo en considerar institucional, una salida que permitiría que esa "experiencia", que, repito, tal y como es descrita tiene todos los visos de ser imaginaria, que sea una sensación... precisamente psicológica, pueda por lo tanto... ser superada con medidas terapéuticas -sean o no explícitamente consideradas como tales-, medidas que, curiosamente, han sido instituidas tanto como la apelación a los analgésicos de los que habla en el capítulo siguiente, pero, sobre todo, como su fabricación, distribución y recomendación oficiales, institucionales. Y de igual manera que la coca y el opio y los psicoreguladores y drogas de diseño de hoy... o el soma fantástico del mañana. Hoy no podemos ignorarlo gracias al mérito desmitificador (y remitificador) de Foucault, que como poco puso en evidencia el carácter político de los manicomios, de los discursos académicos y de otras cosas que permanecía cubierto por el camuflaje sanador (luego médico en todas sus variantes especializadas) en un caso y el de la sabiduría (metafísico-racional primero, positivista luego, operativa por fin...) con el que cada practicante o realizador de esos edificios reguladores y separadores cubría sus vergüenzas (sus repugnantes motivaciones animales) con ayuda de una lectura racionalista a la medida de las circunstancias. Una lectura que preservara lo que no se podía comprender como... divino. (Nótese que sobre Foucault, cuando no se lo tregiversa más allá de sus propias contradicciones, se lo acusa de:  haber sido "un hombre brillante, pero su brillantez fue utilizada para arrojar sospecha sobre las instituciones más que para intentar reformarlas" (Rorty, de una entrevista), lo que pone en evidencia la auténtica vocación de Rorty y me lleva a repetir "¡Ah, si nos ciñéramos a dar una lectura más del mundo y renuciáramos a la compulsiva voluntad de transformarlo!". Y es que el cosmopolitismo decadente, en algunos casos claramente frustrado por los hechos que se imponen como una gripe a cada vez más intelectuales desde que fue inventado, acabará tomando el modo de ser histriónico de la posmodernidad, licuándose, perdiendo consistencia concreta, reduciendo las diferencias a maneras e ignorando los tambores de guerra que las diferencias significan. El cosmopolitismo incondicionado se reduce a bandera táctica de los conservadores silenciosos del primer mundo, de su mundo mermante y decadente.

El ser humano apela instintivamente a curarse de esas sensaciones  psicológicas (siempre condenadas por diabólicas, ya por los chamanes y los brujos, ya por las religiones instituidas, ya por la ciencia moderna) mediante diversas curas, siempre en concordancia con su idiosincrasia: se adorna, intenta conservar su belleza física, su potencia verbal o su habilidad de pensamiento, su capacidad para hacer reír o divertir o entretener, etc., no de manera casual o voluntaria, sino compulsiva... dependiendo de las facultades que él mismo detecta en sí, que en principio son las mejor desarrolladas de sí mismo. Y de hecho Kolakowski lo que sostiene es que el hombre afectado por esa indiferencia que recibiría del mundo huye de ello de igual modo, a curarse, a curarse adoptando precisamente el mito.

Pero aquí también ayuda la tecnología... que no es en absoluto impersonal sino todo lo contrario, que no es un mero resultado de la evolución humana orientado a "superar la indiferencia del mundo mediante la apropiación tecnológica de las cosas", según de nuevo Kolakowski, op.cit., pág. 97) sino un instrumento de dominación, de domesticación (palabra que me congratulo de encontrar fructíferamente utilizada en Kolakowski), de dominación y demarcación por tanto... propia de grupos definidos que necesitan diferenciarse de los otros porque no pueden ver hermandad y seguridad más allá del grupo sino sólo enemistad, competitividad, deseos equivalentes a los propios de exterminio o dominación total. Como señalara Judith Rich Harris: "...hemos nacido xenófobos" (El mito de la educación, Deboslillo, Barcelona, 2003, pág. 159). Como señala Nietzsche, poniendo piedras ante sus propios deseos remanentes: "Ningún pueblo habría podido vivir (sin) (...) sus valoraciones; más si quiere conservarse, no puede valorar como valora su vecino" (op. y ed. citadas, pág. 97).

Y esto brilla por su ausencia en Kolakowski...  en nombre de la posibilidad y del deseo utópico de un cosmopolitismo de comedia... ¡que en lo fundamental sólo es camuflaje, como todo lo que un grupo erige como valoración para distinguirse de los otros y lanzarse a la batalla del dominio, "la cadena que ate las mil cabezas, (...) la única meta (que) no tiene aún..." (Nietzsche, ibíd., pág. 99; paréntesis y negrita míos)!

Yo sugiero que lo ignora y lo desdibuja porque le repugna, como el kantiano residual, el racionalista residual, que es, ya tocado levemente de posmodernidad y de relativismo por la varita de estos tiempos mágicos. Nadie que no milite bajo las banderas del mito occidental por excelencia puede sustraerse a esa necesidad de conservar el mito al que se aferra desesperadamente todo miembro de esta sociedad (y a las formas políticas que por fin adopta de manera cada vez más compleja y artificial hasta hoy a caballo del racionalismo clásico que cabalga a través del tiempo, envenjeciendo pero vigoroso como pocos...) Es la única explicación que cabe para comprender cómo Kolakowski o en otra plano Leo Strauss pueden tener la visión que tienen respectivamente del "sentido del mito" y de la "Existentz", producto el primero claramente grupal y delimitador por antonomasia (marcador, etiquetador, diferenciador... guerrero) o hablar en el límite también de libertad y compromiso dejando explícitamente de lado en lo posible la grupalidad. Precisamente, se acerca a Rorty cuando hace primero del mito un inseparable, un handycap inextirpable, que asume luego sin explicar por qué del todo (porque él mismo justifica que no lo pueda hacer en nombre de lo primero, quitándose de manera relativa todo fundamento, como si fuese un producto de la educación, de la doma (pág. 37) de lo es capaz ni merece la pena hacer vanos esfuerzos por desembarazarse), y que sin duda debemos identificar con la defensa de Occidente, del contrato social, de la paz, de la democracia... (véase la similitud con los argumentos de Rorty en Sobre la verdad: ¿validez universal o justificación?, en Amorrortu).

La sed de respuesta taxativa y abarcadora propia del intelectual tradicional, que dificulta por su parte de abandonar la esencia íntima del mito ("En efecto, es incontrastable la necesidad de disponer de una herramienta conceptual orientada hacia la existencia en sentido incondicionado...", ibíd, pág. 29) lo lleva a su vez a negar la posibilidad de un incondicionalismo fragmentado que en lugar de hacer equivalentes y válidas todas las morales las señala simplemente como herramientas de autoidentidad y de confrontación, lo que da una definición de incondicionalidad que sí permite su reducción, como la califica él mismo reduciendo su significado para evitar la crítica radical, esto es, "... a la pertenencia a una clase..." -ibíd-, aunque no en el sentido idílico, de modelo, ideológicamente precondicionado, apriorístico, mítico en fin, del marxismo. Del mismo modo, tiende a rechazar -de palabra- a partes iguales el naturalismo y el psicologismo, que igualmente, como con el marxismo, si los consideramos por lo que dieron de sí y en atención a la pretensión de que resuelvan en su seno todos los detalles, a la manera de la ciencia con el átomo (sea o no algo concluyente), no cabe sino coincidir con él. Pero si se evitan las simplificaciones y se reconocen los planos diferentes y parcialmente autónomos (codeterminantes por tanto en una u otra medida) a través de los cuales actúan fuerzas o tendencias, características y facultades más primarias y específicas, el problema comienza a tomar una forma mucho más sólida y elucidadora... Y evita las reiteradas recaídas de hecho a las que se sucumbe cuando a lo sumo se remozan variantes equivalentes a las criticadas, el psicologismo, el naturalismo, la fenomenología, la metafísica, el positivismo, el animismo, el antropocentrismo... Claro que todo esto puede ser resaltado y la crítica de los discursos conducir a algo que sea capaz de llegar hasta las raíces mismas, o sea, ser realmente radical y realmente crítico, si se desenmascara a los productores de mitos y cultura, a los intelectuales; si se les arranca el disfraz de semidios a su persona en cuanto expresión más elevada del alma o psiquis más pura, si se baja del pedestal al que nuestra perplejidad a situado nuestra propia reflexividad, nuestra conciencia... si, aceptando la tendencia e incluso la vivencia interior que de vez en cuando se presenta, no decimos sin embargo, con fingida resignación y real oportunismo, que "tenemos entonces el derecho de atribuirnos, en medida cada vez mayor, una capacidad creadora semejante a la divina" (ibíd., pág. 97)

Por contra, la apelación (parcialmente nietzscheana sin embargo y no única que aparece en el texto) a "la ignorancia del mundo" y al "sufrimiento" del que se pretendería "huir", acaban en cambio volviendo a llevar a Kolakowski hacia el psicologismo, por más que declare tomar distancias con respecto a éste, y acabar sumándose a la añoranza atribuida alegre o literariamente a todos en "la superada impredecibilidad de las cosas" (ibíd., pág. 100), lo cual podemos ver hasta qué punto vivimos estrictamente lo contrario en estos tiempos de Crisis "financiera", e incluso el idealismo ("no elimina de verdad...", "... es sólo aparente", -ibíd. pág. 97-), etc., chocan en nuestra mente y nos desconciertan si tenemos presente lo que el propio autor sostuviera poco antes acerca de la condicionalidad y los valores, la mecánica del mito, etc.)

Pero, ¡y aquí es cuando se descubre el verdadero rostro bajo la máscara!, ese canto semi-relativista donde una parte hace de cal y otra de arena, deja las puertas abiertas para todo tipo de medida y medio de conservación de lo existente como de "lo mejor que hemos creado", es decir, al cueste lo que cueste en el límite, a la represión y a la salvaguarda del status quo mediante toda la batería de soluciones posibles, desde la medicina hasta la inculcación, desde las prisiones hasta los manicomios o las drogas, desde el exterminio hasta la marginación... y demás medidas socio-políticas institucionales que podrían, desde el poder instituido, solventar la ansiedad asociada y adormecer las ilusiones peligrosas (en un sentido grupal, debe entenderse). Sí, incluida la corrupción sistemática de las masas por el Estado del Bienestar, corrupción nacida de su propia idiosincrasia pero a la que se le dan varias vueltas de tuerca adicionales, muchas veces  hasta franquear el límite del escándolo...

Desde ya que no se me ocurra oponer alguna militancia a esas conductas, ni mucho menos, ya que las considero tan inevitables e inextirpables como, por tomarlos de ejemplo, los propios mitos; tan imposible de dejar de verse involucrado en uno u otro grado en ellas. Son la cara oculta de los grupos, la consecuencia de la necesidad de demarcarse, de tener señas de identidad, hasta el final y defender "el ser", de "perseverar en su ser" en sentido estricto y no genérico o conceptual que era en realidad como lo expresara Spinoza.

El problema es pues... el excedente de autoestima a que da lugar la autoconciencia porque nunca fue algo programado a la perfección (ni más ni menos, con la exactitud de un programa), la perplejidad que produce la comparación entre lo que yo valoro de mí y su efectividad para tener más de dos patas.

Las cosas no suceden de manera simple ni esquemática ni mecánica ni precisa. Esto sólo tiene lugar en el modelo imaginario en donde se aisla toda perturbación y se da por sentada la existencia de un programa previo que regirá su comportamiento, de un prediseño que, como todo lo formal o racional, "no pasa de ser obra humana y delirio humano" (Nietzsche, Así habló Zarathustra, ed-cit., pág.67), es decir, creación del ser humano, artificialidad. Así, si pensamos que la instancia humana (y no sólo) da lugar a diversas mediaciones y está sometida al peso inestable de las presencias específicas de cada plano (social, psicológico, orgánico...), a grados imprecisos de imperfección, a la presencia inconstante de neutralizadores y reforzadores que responden a su propia dinámica, a la aparición imprevista de interacciones (no azarosa, ya que lo que aparece en los marcos de un sistema próximo lo hace siguiendo sus propia cadena de determinaciones), etc.; si no le pedimos por tanto a cada plano que de respuestas definitivas y aclare de por sí todos los detalles, aparte de no exigir llegar a describirlos con imposible precisión; entonces no será un problema buscar y ubicar las causas fundamentales en la idiosincrasia básica del ser humano, la cual, si la liberamos definitivamente de nuestra perplejidad, si dejamos de lado nuestra predisposición a  valorar como divinas nuestras facultades reflexivas y nuestra potencia creativa (lo que precisamente, desde mi punto de vista, da alas a unos y otros mitos, a todos). Entonces sí podremos realizar "el giro elemental del hombre hacia su propia situación" (Kolakowski ya citado antes), es más, podremos hacerlo de manera tan fundamental que habremos expulsado de una narrativa tal la presencia del mito... al menos en su núcleo.

Esa idiosincrasia humana no puede verse sino como resultado evolutivo, es decir, histórico. No puede sino tener que ver pues con lo que ese resultado tiene de particular, de distintivo respecto de las especies anteriores de las que provino (lo que no podemos decir que sea imaginario, obra del hombre o delirio); ese distintivo no es sino un cerebro de una complejidad específica, el cual tuvo como handycap la debilidad física, la falta de garras y dientes (Kant dixit y también felizmente usado por J. R. Harris en su libro), debilidad que se contrarrestará con la facultad de mentir y la grupalidad.

Por fin aparece algo, por fin aparece "el (auténtico o concreto) giro elemental del hombre hacia su propia situación": ese algo es la conciencia, la propia e inevitable, autónoma en buena medida, imperfecta pero eficaz, facultad de reflexión: es ella la que se vuelve "hacia su propia situación", y es ella la que no le permite comprenderse, específicamente: como parte por un lado de un sinsentido intrínseco, de un proceso irracionalmente desatado y desarrollado, de un puro desenvolvimiento de lo ocasional, y, por otro, como un poder que parece a la vez prometer del infinito (de poder) a la vez que se muestra castrado para poderlo conseguir de inmediato. El problema es por un lado genérico: la vivencia inevitable de la perplejidad que empuja hacia las respuestas metafísicas, absolutas, incondicionales, de los orígenes inciertos y sus causas. Pero por otro, sus respuestas no toman una única forma, genérica o universal: el ser humano tiene de sí mismo un cuadro de perspectivas valoradas, juzga sus atributos y los jerarquiza, y forma en torno a ellos un discurso diferenciador capaz de ponerlo a sus propios ojos en el mejor punto de salida para la marcha hacia aquella infinitud; y esto conforma el núcleo de los mitos. El mundo se aparece como lo que debe ser domado (pero también el mundo interior, para lo cual debe entrenarse, pulir sus facultades sean estas guerreras o intelectuales, potencialmente criminales o socialmente constructivas, egoístas o altruistas...), y cada uno descubre pronto, en su marcha cotidiana sobre un mundo previamente dado, cuál de sus facultades se lo permitirá, si debe resignarse o no a adoptar una actitud pasiva, o carroñera, o conquistadora, o explotadora, o tramposa... como lo fundamental. Poco a poco, a lo largo de la infancia y la adolescencia el individuo reflexivo se va conformando en base a la interacción entre sus características propias (autovaloradas/autorechazadas) y el mundo próximo, grupal, en el que se debe desenvolver. Nada está pre-escrito, salvo los grandes márgenes genéticos que tienen mucho que decir pero no decirlo todo.

Kolakowski no ignora las teorías evolutivo-adaptativas, ni siquiera la omnímoda presencia de la imperfectibilidad (ibíd., pág. 141) en un sentido capaz de poner mucha claridad sobre bastantes cosas, como he señalado, pero en cambio sí se permite ignorar la grupalidad (que parece mejor no mentar, enterrar, exiliar de los discursos, aventar como al mal de ojo o a la peste...), todo en nombre del cosmopolitismo que pretende preservar... perdón si insisto, como esperanza vana, la vieja esperanza de la modernidad, de Kant, de Goethe... que ha supervivido con cada vez más mala cara; la esperanza  remozada o renovada, engañadora, publicitaria, de márketing de Marx y de sus inmejorables seguidores que señaló la humanidad unificada -¡y vaya si no llegó a ser unificable!- del futuro en la semilla proletaria (todo lo contrario de "un llamado para restituir al hombre su humanidad" -Kolakowski, ídem, pág. 46-), las esperanzas de la intelectualidad moderna que cada vez claudica y se burocratiza más y más en número y en intensidad como parte de sus deseos y proyecciones grupales idiosincrásicos (que podríamos llamar superar la ignorancia del mundo... efectivo) y una necesaria adaptación, propia de todos los seres humanos, propia de quienes por encima de todo se sienten empujados por la vida a dominar.

Kolakowski, como dije, sostiene una narrativa a fin de cuentas ambigua, que sigue pretendiendo para sí la redirección y codirección ideológica del mundo. Y no se trata de que haya decidido alegremente levantar un mito "a pesar de", sino de esperar que se levante de algún modo para "asegurarle ( a la sociedad) la supervivencia" (ibíd., pág. 136). Y así no llega a ver sino como signos de una decadencia todavía superable la supuesta apertura del mundo, del crecimiento de las "posibilidades de los grandes grupos" que serían "visto(s) por los individuos como una realidad cerrada y fatal, y (con) tanto menos espacio (...) a la iniciativa..." (ibíd., pág. 110), lo que lo conecta con las buenas intenciones del llamado Sistema... Eso sí, sin ver que el resultado es derivado del curso artificial tomado por los seres humanos desde los comienzos y de su grupalidad avasalladora, sumisa, temeraria, insensata, ávida, depredadora, carroñera, etc., de acuerdo con la composición final y... la selección artificial emprendida por los domesticadores efectivos como parte de sus actos.

No ve pues, ya ante el mundo de hoy que pretende aún mejorar en lo posible, por qué la burocratización marcha a paso firme (véase el panorama tal como lo describe Kolakowski, ibíd., págs. 111-112) hacia un abismo donde al menos nuestros grupos mejor valorados sean precipitados y sus idiosincrasias castradas como lo fueran muchas a lo largo de la Historia con vistas a amoldar el mundo a las necesidades de la casta dominante hasta donde le es posible (lo que da cuenta de la mera enumeración o exposición del problema de la pérdida de la iniciativa, de la responsabilidad y del interés creativo). Y no ve que eso es no sólo inevitable desde el ángulo de la resignación sino del de la conciencia, y que esta conciencia debe reconocer su propia futilidad, definitiva, incondicional... tal vez sin dejar por ello de hacer trampas por no poder dejar de hacerlas. Kolakowski se defiende a medias con un eufemismo: sus listas de problemas no "equivalen a desear la resurrección del pasado" (ibíd.)  pero "si pensara (por admitiera) que el proceso es irreversible (...) debería creer en el próximo fin de la humanidad" (ibíd.), y eso por lo visto no se lo puede permitir. Entonces asoma el viejo llamamiento socrático al arte, a la filosofía y... al sufrimiento... algo de lo que las masas están cada vez más lejos... educadas para la copia y la homogeinización, parte inseparable de la mencionada marcha burocrática (que sin duda impregnó a la propia Iglesia, como se reconoce en pág. 113) y protegidas por la tecnología farmacéutica y pronto por la ingeniería genética. Parece pues que en realidad "la narcotización" no sería "el enemigo de la comunidad humana" (ibíd., pág. 118) sino el amigo de la que se va construyendo, es decir, de alguna comunidad humana futura que no se sentirá para nada avergonzada ante la idílica de Kolakowski y Kant, si es que para entonces estos nombres siguen en alguna parte... Y todo ello aparte de que "el placer es aún más profundo que el sufrimiento", como apuntara Nietzche (Así habló Zarathustra, ed.cit., pág. 375).

Otra cosa sería que Kolakowski nos estuviera invitando a luchar por su utopía y sus añoranzas residuales... cosa que él y quien lo siga (lo interprete como sea) está en su pleno derecho. Pero el espacio para tales experimentos revolucionarios se ha reducido a mínimos y hoy sólo pueden ser soñados o narrados. Además, tendríamos que creer en el proyecto de restauración o mejoría, tendría que poder conseguir "legitimar la pretensión de dominio sobre la humanidad" (ibíd., pág. 122), y al menos yo no podría: poner en pie un mundo bueno como el que defienden Kolakowski, Rorty y Bauman (en el caso de Kolakowski al menos, pidiendo una suerte de resignación ya que, advierte, "una sociedad sin conflictos"... "se estancaría" -pág. 127-)...  parece evidente que sería ni más ni menos que volver a empezar... para reanudar sendas parecidas. Al final sólo tendríamos lo mismo (la democracia productora de burocratización y narcotización crecientes... que una tiranía de sabios o de quien fuese no evitaría... o tampoco gustaría -a nosotros o a mí al menos, está claro-), y para eso, no me dejaré engañar ni aportaré mis esfuerzos para otro recambio en la cúspide. Y sin embargo, Kolakowski regresa al ideal del equilibrio, el equilibrio que se restauraría idealmente a sí mismo sobre la base de una confictividad positiva (obviamente, para el propio modelo de sociedad, esta que es incapaz de prescindir de la tecnología, etc. -págs. 128 y siguientes-), equilibrio que sin duda deja remansos de esa paz tan cara a la reflexión y al disfrute... y que sin duda se produce... hasta que el conflicto no puede contenerse más o una de las partes trastabilla o es entrampada. Kolakowski de todos modos cree que todos los hombres pueden refugiarse de los peligros mediante la sospecha (ibíd., pág. 132) pero sucede, como siempre ha sucedido y hoy más ostensiblemente -como hemos señalado que reconoce el propio Kolakowski- que las masas inconmensurables no saben sospechar (o por lo menos lo que prefieren es creer), y esto pasa igualmente entre los clanes o pirámides burocratizadas y entrelazadas que se reparten el grueso del botín. ¿Entonces? Pues sólo más de lo mismo, es decir, de nuevo la República de los Sabios, Platón y Sócrates, el camino de las Academias formadoras, el poder que se reserva a los chamanes primero y por fin a los intelectuales: ellos sospecharán por todos, ellos nos harán advertencias sucesivas, ellos volverán a fracasar dirigiéndose al pueblo tras desatar sus burlas, a correr el riesgo de ser invitados al suicidio, a ser perseguidos y a tener que expresar sus sospechas con prudencia, de manera esotérica inclusive, y a orientarse por fin a la búsqueda de compañeros reclutadores que movidos por la fe en su maestro exclusivo no duden en mancharse las sandalias recorriendo el mundo y prodigando slogans y digestos construidos y sintetizados a partir de las sospechas más desarrolladas.

Así, qué poco queda. Sin duda, el ensayo de Kolakowski intenta, sí, a su manera, con su mejor arte, de garantizar la atención del mundo, de su mundo, evitando toda posible indiferencia o aislamiento... Pero eso no es otra cosa, simplemente, que responder a su propia idiosincrasia en unas determinadas condiciones personales y del mundo ("porque fui educado así" -pág. 38-, como él señala), que impone mantenerse encadenado al racionalismo a ella necesario, es decir, al academicismo y al estamento burocrático-cultural al que pertenece y que tantas gratificaciones le ha dado (premios, honores...) Sus recetas incluyen la confianza en que a la humanidad tal como está hoy occidentalizada (limadas las asperezas de su rusificación -por la abierta en 1917- o tercermundización actual, emergida, igualmente, más o menos en el horizonte del XX y cuyas referencias ciertas se hacen sin demasiado rigor) quepa "asegurarle posibilidades de supervivencia", como ya he citado (ibíd., pág. 136)

Yo, no obstante y al contrario, rechazo (desde mi propia visión grupal del mundo) que se pueda pontificar que "el proyecto de aceptar la indiferencia del mundo con plena conciencia no es más que la conformidad con la desesperanza, o bien otra mistificación que busca soluciones parciales donde sólo son posibles las soluciones totales" (ibíd., pág. 105), lo que se deriva de un etiquetaje reductivo previo (de significación grupal) que lo tergiversa todo para que esa la mitificación competidora tenga una etiqueta disuasiva (del tipo "Cuidado con el perro" o "Perro peligroso") y ni siquiera se intente transitar por su cuerda floja; previo y preventivo. Yo no acepto que "puesto que el hombre se convirtió en objeto de su conciencia, se volvió incomprensible para sí mismo como sujeto" (ibíd., pág. 143). Esto es distorsionar las cosas y culpabilizar otra vez a la capacidad más sofisticada de supervivencia que se ha dado hasta ahora en el curso de la evolución en La Tierra. El problema, para mí, no está en tomarse como objeto (eso es inevitable y fructífero a la vez) sino en hacerlo con radicalidad (algo que podemos y conseguimos muchas veces evitar con ayuda de La Institución).Y ello, presencia mayor o menor del mito en este asunto, me parece posible en los términos que he ido exponiendo, en este y en mis últimos textos en particular.

Para mí, la incodicionalidad de los juicios es inevitable por su inseparabilidad respecto de la idiosincrasia y la posición contextual del individuo en el mundo y ante el mundo (hoy en día, cada vez más circunscrito a lo que se denomina el perfil socio-profesional), todo a su vez sujeto a una lectura interior, marcada -a veces sólo marcada, teñida, salpicada- por los valores y enfoques dominates, y que tiene todas las características de una actuación, de una conducta hisriónica vinculada a la aceptación por el grupo. Y esto no es incompatible en absoluto con la consideración de que todo lo que produce el hombre (que crea, con un ingrediente de nada o invención) es artificial y no sólo no conlleva a la construcción cosmopolita sino al exterminio y al colapso de raíz depredadora, raíz que los mitos tienden a enmascarar para alejarnos de la imagen confusa y desconcertante que aún hoy y en Occidente tenemos de nuestra animalidad deseablemente parcial (hay una buena señalización de Kolakowski al respecto en ibíd., pág. 144, aunque luego se desvía). Incluso, no es incompatible con la propia consideración del propio discurso como artificial, como mero instrumento por un lado y mero juguete en el juego de la historia, evolutiva incluida (como afirma y niega a pesar de todo Kolakowski en ibíd., pág. 147; y todo en nombre de la preservación del "espíritu de tolerancia" y de lo que se define sin más como "mejor" -ibíd., pág. 150-). Sin duda, como algo que maravilla (este mecanismo que induce al individuo a alimentarse se ha fijado en la vida a través de los eones) pero que también, ya alcanzada la conciencia, incita a la ironía, e incluso hace de la ironía y de la risa la única actividad con sentido para el hipotético y fantástico superhombre, o para el personaje a quien revestimos como tal para que regrese a escena; precisamente, como "obra humana y delirio humano" novedoso. Claro que esto tal vez sólo pueda observarse y adoptarse desde el desarraigo, (y por ende desde la frustración que lo anticipa o lo prepara entre otras soluciones, donde la "indiferencia del mundo" sólo sería circunstancial al margen de la alternativa que unos u otros acaben escogiendo) y esta no es sino una categoría y una posición social más dentro de un mundo dado y en particular el del presente.

Así, para mí no se trata de ninguna "esperanza humana" (ibíd., pág. 159 y resto de las Conclusiones), no se trata de otro "ensayo" (ibíd., pág. 162) en una nueva marcha ascensional hacia el denodado punto omega, o el Progreso definitivo en Paz, o el Edén, o el Comunismo, etc., sino de una situación impuesta a un individuo que tiene la facultad de ingeniárselas dentro de ciertos límites, límites que pueden provocar muchas reacciones, incluida la de caer víctima fatal del sentimiento de derrota... La fragilidad no es pues "un signo de derrota" (ibíd., pág. 163) para todos ni un certificado digno de grandiosidad (ibíd., pág. 164), pero sí es signo y garantía de confusión y de perplejidad, y por ello es vivida de manera ambivalente. "... cuál es el rostro del mundo y cuál su máscara", se pregunta Kolakowski (ibíd., pág. 164), cuando las que hay son las que el hombre pone a sus personajes y a sí mismo en un mundo cuyo rostro es la máscara y el rostro al mismo tiempo. Y en el que yo también, inevitablemente siendo lo que soy, como confesara Zarathustra (Nietzche, op.cit., pág. 68), "inventé para mí una llama más clara"... o, en realidad, sigo procurando inventarla, tal vez tan sólo porque la llama sea a fin de cuentas Yo, esto es: "mi obra" (ibíd., pág. 378).


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