martes, 18 de octubre de 2016

Ulises y Dédalus, la sucesión (2)

Dédalus va en busca de su padre tanto en Homero como en Joyce. En la Odisea, para comprobar si vive, esperanzado ambivalentemente en ello y en que lo encontrará, es decir, si ya puede sucederlo: eran tiempos en que se cuidaba muy abiertamente la continuidad cíclica (en el sentido que indicara Eliade con Frazer), y tiempos en los que predominaba un explícito sentido moral y de consolidación de la identidad grupal, que impregnaría notablemente la Odisea y la distingue de la novela que vendrá mucho después. En el Ulises de Joyce, lo que ese seguimiento callejero viene a reconocer es que ya queda poco menos que la mezquindad cotidiana... de la que Joyce hace una enorme farsa... llena, además, de trampas para los "especialistas" en desentrañar "mensajes racionales".

El Dédalus de Joyce es el huérfano que quiere ser adoptado, la juventud que muere y de la que tanto Leopold como Molly quieren apropiarse.

En la leyenda de Edipo, el rey quiere acabar con ese peligro para durar, en lo imaginario, eternamente. Joyce quiere durar, en lo imaginario y en el imaginario de dos siglos, eternamente. Por eso..., para eso..., escribe y hace trampas, miente, engaña, enreda, teje de manera alambicada, para que lo tengan que descifrar..., para garantizarse que lo tengan que descifrar (lo reconoce él mismo, o en todo caso insiste en ello por si acaso...).

La sucesión que expone (más o menos, como no pudo ser de otro modo) Homero, responde al mismo dolor por la existencia y su perentoriedad, pero ahora hay un descubrimiento: después de tantos viajes de ida y vuelta, el ser humano ha visto la insignificancia de la significación, algo así como la proximidad de su agotamiento. Como si el escritor colectivo que es la humanidad se encontrase de repente ante la hoja en blanco. Y esta "certeza" parece cada vez más difícil de negar, olvidar, diluir o encubrir. Por eso queda huir, ya hacia el autismo, ya hacia la fe ciega, en la que nos reduciríamos a instrumentos de esta, tenga la forma "religiosa" o la "ideológica", la de "la tradición" o la de "la revolución", la del "hombre eterno" o la del "hombre nuevo".

Por eso, la inmortalidad ansiada (o, más bien, la sistemática voluntad de retrasar la llegada de uno al borde de la muerte, llegada que esa voluntad pretende ver invertida, como "llegada de la muerte", como "su visita inexorable"...) es ahogada en vino. Y vino, es decir, embriaguez, es tanto la escritura de unos como la temeridad de otros, el pensar tanto como el comerciar...

Así, tal parece que lo único que ha cambiado al respecto de la transmisión es el volumen de simbolización acumulado. O el volumen de lo que se ha dicho y repetido de mil modos...: en definitiva, la acumulaciñon de lo que Borges diera en llamar –consciente justamente, como pocos, de lo señalado–, "enunciados de metáforas", los cuales conformarían ese entretejido que seguimos deniominando Historia como si de un proceso "objetivo" en marcha, paralelo o derivado del que seguiría "el universo", se tratara. Fieles aún a los mitos de los que al mismo tiempo desconfiamos... hasta irnos deshaciendo en la orfandad sin referencias.

Una acumulación, en fin, que parece estar agotando la inteligencia y la capacidad de imaginación humana, acosada por esa conciencia que produce, debilitándola para resistirse a reconocer su peso hasta que, próximos al  límite, comience a darse relativamente por vencida, en muchos casos hasta llevar a los más débiles a tirar definitivamente la toalla... y resignarse, resignarse a vivir de grandezas cada vez más mezquinas.

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