Escritor, escritor, escritor
El editor había venido a visitarlo, aunque en realidad había venido para saber cuánto le faltaba para dejar acabada la novela y entregársela.
El escritor estaba sentado a la mesa de trabajo, el portatil abierto, y prestándole una atención a medias continuaba reescribiendo el párrafo que tras haberlo releído una vez más había notado que fallaba en algo, era confuso o dejaba las cosas poco determinadas.
–Necesitaré otro año –respondió sin levantar la vista.
El otro se despidió entonces, asegurándole redundantemente que regresaría.
Al año siguiente sucedió algo parecido, aunque esta vez la página en la que el escritor se entretenía era una que se encontraba curiosamente unas treinta antes de la del año pasado en las mismas circunstancias.
–Otro año..., necesito otro año... –murmuró con un deje de cansancio y febrilidad.
De este modo se sucedieron esos años iguales, hasta que un día, muchos años más tarde, el editor entró en la casa después de esperar inútilmente que le abrieran. La puerta estaba simplemente entornada, como esperándolo, porque esa era la fecha que se repetía. En la penumbra, el editor distinguió la figura del escritor encorvado sobre la máquina, los brazos en flexión, los dedos sobre las teclas... La página era esta vez la número trescientas cincuenta y cuatro, el párrafo el segundo de la misma. El editor se acercó, mientras comprobaba lo delgado del cuerpo del viejo amigo, sin duda, pensó, de tanto empeñar la vida en el intento. Pero no se trataba de eso: el escritor estaba clara y materialmente en los huesos. Y esta vez no necesitó preguntarle. El esqueleto, tres de cuyas falanges no dejaban de moverse, rozando apenas las teclas como trasmitiéndoles los impulsos adecuados de ese modo, sin glopearlas, musitó entre los descarnados dientes que colgaban del maxilar:
–Necesito otra eternidad, deme más tiempo.
El editor había venido a visitarlo, aunque en realidad había venido para saber cuánto le faltaba para dejar acabada la novela y entregársela.
El escritor estaba sentado a la mesa de trabajo, el portatil abierto, y prestándole una atención a medias continuaba reescribiendo el párrafo que tras haberlo releído una vez más había notado que fallaba en algo, era confuso o dejaba las cosas poco determinadas.
–Necesitaré otro año –respondió sin levantar la vista.
El otro se despidió entonces, asegurándole redundantemente que regresaría.
Al año siguiente sucedió algo parecido, aunque esta vez la página en la que el escritor se entretenía era una que se encontraba curiosamente unas treinta antes de la del año pasado en las mismas circunstancias.
–Otro año..., necesito otro año... –murmuró con un deje de cansancio y febrilidad.
De este modo se sucedieron esos años iguales, hasta que un día, muchos años más tarde, el editor entró en la casa después de esperar inútilmente que le abrieran. La puerta estaba simplemente entornada, como esperándolo, porque esa era la fecha que se repetía. En la penumbra, el editor distinguió la figura del escritor encorvado sobre la máquina, los brazos en flexión, los dedos sobre las teclas... La página era esta vez la número trescientas cincuenta y cuatro, el párrafo el segundo de la misma. El editor se acercó, mientras comprobaba lo delgado del cuerpo del viejo amigo, sin duda, pensó, de tanto empeñar la vida en el intento. Pero no se trataba de eso: el escritor estaba clara y materialmente en los huesos. Y esta vez no necesitó preguntarle. El esqueleto, tres de cuyas falanges no dejaban de moverse, rozando apenas las teclas como trasmitiéndoles los impulsos adecuados de ese modo, sin glopearlas, musitó entre los descarnados dientes que colgaban del maxilar:
–Necesito otra eternidad, deme más tiempo.
Muy buen texto.
ResponderEliminarANDREA FREGOLI