Un ansia irreprimible de retener lo que la corriente del tiempo arrastra hacia el olvido nos asalta. Y procedemos a realizar nuevas capturas futiles que presas de nosotros serán arrastradas igualmente por la corriente, con nosotros. Es lo que pasa cuando, con la pretensión de evitar la corriente el náufrago se aferra a un tronco o una madera o un cadáver que pasa a la deriva..., como si se tratara de una extensión de las orillas... que son inalcanzables, que pasan hacia atrás sin remedio, a la distancia, apenas dejando una visión, una marca, un arañazo...
Esas captura –realizadas en el fondo de las cavernas, en el barro cocido y la cerámica, en la piedra y el lienzo,la fotografía y el vídeo...–, que llevamos a cabo en nombre de la memoria, coleccionándolas en el museo de nuestra electroquímia, obedecen a aquellas, las ansias depredadoras. Capturas de las bellezas e intentos imposibles de no guardar a la vez el horror en la que fueron envueltas (convirtiéndolo en gloria y profesionalidad), el horror de la depredación, precisamente, ¡y el horror a la desaparición propia con la colección completa...!; pero un acto más del hambre con la que fuimos dejados a merced de la corriente, la corriente que lloraba desde el desprendimiento inicial. El hambre que nos signa, de la que salimos y a la que volvemos, de la que queremos huir. Donde la representación emerge imperativa. Del fondo de las tripas vacías, del fondo del cerebro insatisfecho.
Esas captura –realizadas en el fondo de las cavernas, en el barro cocido y la cerámica, en la piedra y el lienzo,la fotografía y el vídeo...–, que llevamos a cabo en nombre de la memoria, coleccionándolas en el museo de nuestra electroquímia, obedecen a aquellas, las ansias depredadoras. Capturas de las bellezas e intentos imposibles de no guardar a la vez el horror en la que fueron envueltas (convirtiéndolo en gloria y profesionalidad), el horror de la depredación, precisamente, ¡y el horror a la desaparición propia con la colección completa...!; pero un acto más del hambre con la que fuimos dejados a merced de la corriente, la corriente que lloraba desde el desprendimiento inicial. El hambre que nos signa, de la que salimos y a la que volvemos, de la que queremos huir. Donde la representación emerge imperativa. Del fondo de las tripas vacías, del fondo del cerebro insatisfecho.
Sí, simbolizamos por una sutileza del hambre, simbolizamos porque somos unos depredadores sofisticados que jamás podrán escapar de los rigores de la infancia; los rigores de la presencia en mitad de la corriente. De ahí el impulso creador que dignificamos para nuestro contento insuficiente –¡siempre insuficiente!–. Las ciudades, los templos,los palacios, las bibliotecas, los museos, los cuadros, las novelas, la ciencia, la tecnología, el cine..., de allí dentro –las tripas vacías– vienen sin poder cesar, sin agotarse. Gritan: ¡que no vuelva el hambre...!, y: ¡que nada se pierda!
Y... ¡es sólo otro deseo de devorarlo todo!
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Déjate oir... déjate atrapar...