martes, 20 de septiembre de 2016

Despotricar contra lo inevitable (o "blasfemar") es a lo que estamos condenados

Sé por anticipado a qué miseria me va a llevar esta reflexión. Lo sé hasta tal punto que estoy por desistir de remontarla y, más aún, de exponerla... Pero, ¡qué demonios!, yo tampoco puedo renunciar a embestir...


La clave del problema es que, pese a que la reflexividad nos confunda, no hemos elegido nada: ni haber nacido, ni haberlo hecho en este mundo, ni disponer de instintos que nos lleven a aferrarnos a la vida en él, ni de privilegiar unas herramientas de supervivencia relativas, con las que hemos sido munidos, sobre las demás que podríamos igualmente adquirir. Claro que sin la reflexividad... no lo sabríamos, como aún les sucede a esos seres que llamamos animales y en los que no obstante estoy seguro de que a veces algo chisporrotea aunque sólo sea de manera efímera, lastimosa, inasible... a instancias de su "rudimentario" (pero prometedor) sistema nervioso. Sí, la reflexividad es la que convierte el hecho en problema, lo que pone de relevancia la clave de sí...

En cualquier caso, la propia lucha básica a la que nos empujan nuestras dependencias tiende a alejarnos de la resignación, es decir, nos conduce a sublimarse hasta convertirse en una lucha infructuosa llena de idílicas conquistas y por fin a la blasfemia, a las demandas que dirigimos a un dios ultra supremo contra el dios que nos impuso la realidad. Por lo general, buscamos los puntos aparentemente menos sustanciales o máximos, aparentemente más posibles de "enmendar", las pequeñas reformas que harían más amable (para nosotros) este mundo y esta vida..., pero eso no es más que un subterfugio, una invención para ignorar lo que en el fondo sabemos (de no ser así no tendríamos por qué negarnos a la "locura" del "blasfemo integral" o "sublime"): que no nos podemos resignar... porque, sencillamente, no podemos aniquilarnos y dejar el mundo a su deriva. Y no podemos hacerlo porque así hemos sido constituidos en correspondencia con lo que nos precedió. Más aún, por si fuera poco, porque así hemos sido adicionalmente educados: para el reforzamiento complementario del instinto –garantía de la multiplicación–, del que no nos fiamos, contra el que mantenemos una cierta distancia porque lo consideramos culpable junto con toda "la realidad", una desconfianza necesaria que nos permite vernos "por encima" de ella, por encima del mundo y de la vida, amos potenciales del universo, esa promesa del dios que nos hemos inventado y cuyo cumplimiento precisamente demandamos. Cerrando el círculo de la locura que aparenta no serlo. 

Así, algunos entrevemos la imaginaria, igualmente idílica salida que Pascal Quignard (*) reivindica haciendo referencia al antiguo pensador chino Chuang-tsé que proponía –¡por escrito... o de lo contrario Quignard o yo lo tendríamos que haber inventado sin referencia alguna, sin "el ejemplo" no consumado!– "vivir invisible en el fondo del callejón"... pero con esa astucia que como a una considerable porción de pensadores equiparables (un puñado de ellos citados por Quignard): "supieron inventar una forma implicante" (ibíd.)

Así es, acariciamos el silencio, el anonimato, la rareza, la incomprensión, la marginación..., sin dejar de buscar revertirlo, sin dejar de... "blasfemar"..., sin lograr resignarnos de verdad y dejar de dar gritos de socorro y embestir como los jabalíes ("singliers") –la porción de pensadores equiparables que Quignard cita–, fieras indómitas y solitarias.



(*) "Ultimo reino", en particular: "Los desarzonados", véase el capítulo XCV que abre paso al siguiente, titulado "Hay que recazar la mirada de los otros", o "Morir por pensar", capítulos XXXI (donde enumera a los blasfemadores) y XXXIV (donde citta a Chuang-tsé).

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